La otra tempestad
Tanto el especialista Peter J. Conradi (en The Saint and the Artist: A Study of the Fiction of Iris Murdoch) como la discípula confesa A. S. Byatt (en Degrees of Freedom: The Early Novels of Iris Murdoch) no dudan a la hora de definir a El mar, el mar como una de las cumbres, tal vez la más alta, de la escritora nacida en Dublín en 1919 y fallecida en Oxford en 1999. A semejantes afirmaciones cabe agregar que El mar, el mar -ganadora del Premio Booker de 1978- es una de las obras maestras de la literatura inglesa del siglo XX a la vez que una de las novelas más profundamente divertidas que jamás se hayan publicado.
Una novela que -ya desde su título, con guiños tanto a Jenofonte como a Valéry- anuncia sus vastas y uniformes intenciones oceánicas sin por eso sacrificar la sorpresa individual de cada ola golpeando con una trama rigurosa pero, al mismo tiempo, imprevisible. Pensar en El mar, el mar como en una novela "de ideas" pero, también, "de emociones" y cuyo tan irónico como malicioso tema es el modo en que la entrega absoluta al arte acaba ahogando a los pequeños placeres cotidianos y genera la posterior y, por momentos irracional, necesidad de querer recuperar -demasiado tarde- todo aquello a lo que se renunció demasiado temprano. Y una vez más -como en buena parte de la ficción de Murdoch- el método utilizado para contarlo es la mejor y más inteligente reformulación jamás hecha de William Shakespeare en general y de La tempestad en particular.
EL MAR, EL MAR
Iris Murdoch
Prólogo de Álvaro Pombo
Traducción de M. Guastavino
Lumen. Barcelona, 2004
736 páginas. 24 euros
El Próspero del asunto se llama aquí Charles Arrowby -un legendario director de teatro y gourmet amateur al que cuesta imaginar con otra cara y cuerpo que no sean los de Albert Finney-, quien, en el crepúsculo de su carrera, decide retirarse a un inocurrente pueblecito de la costa británica para escribir sus soleadas mémoires. Páginas que -por supuesto- no demoran en convertirse en un journal de un más que tormentoso presente donde todo parece girar en una espiral de epifanías divinas y violencia terrena. Situación que, de más está decirlo, hace perversamente feliz a Charles Arrowby pero no a quienes no les queda sino resignarse a ser centrifugados sin piedad por su histriónica potencia. Enseguida comprendemos -El mar, el mar se beneficia, al igual que otros libros de Murdoch como Bajo la red, El hijo de las palabras y El príncipe negro, de una deliciosamente odiosa y masculina primera persona narradora- que Arrowby es una verdadera fuerza de la naturaleza. Y que arrasará, amparándose en la coartada de haber alcanzado el más soberbio invierno de su descontento, con todo lo que se resista a sus designios. Porque está claro que Arrowby seguirá siendo siempre un director de teatro convencido de que el resto del mundo es un escenario poblado de actores mediocres y vulgares ingredientes a los que a él le corresponde regir y mezclar hasta las últimas consecuencias para conseguir estrenar los varios actos de un banquete perfecto.
De ahí que -como en un
casting definitivo, bajo la cruel mirada de un Arrowby inesperadamente enamorado de la idea de estar enamorado- desfilen por la superficie y el fondo de estas páginas un par de ex amantes, maridos coléricos, colegas rencorosos, un joven disfuncional convencido de ser el hijo de Arrowby, un fascinante primo militar y budista (el único a quien Charles Arrowby parece respetar y hasta temer), un monstruo marino, una casa embrujada y, sí, el océano como metáfora paisajística donde todo termina sólo para que todo vuelva a comenzar.
Así, a la altura de la última línea, Charles Arrowby -actor sin guión, temblando el súbitamente improvisado libreto de sus días y de sus noches- nos confiesa: "En esta atestada peregrinación de demonios que es la vida humana, ¿qué he de esperar ahora?". Y la novedad de su desconcierto es nuestra felicidad recuperada porque, cerrando el libro, pensamos y nos decimos: "Ah, claro: si era para esto y por esto que se inventó la novela". Y después nos ponemos de pie y como en muy contadas y perfectas funciones -fuera o dentro del teatro de la literatura- aplaudimos hasta que nos duelen las manos.
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