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LECTURA

Serenata para Celia Cruz

La vida es un carnaval. "Los muertos que uno ama no se mueren", me dijo en sueños un amigo muerto. Ayer fue un día raro en la Ciudad de México. Muy raro. Con vibra. Acá le llaman vibra a ese nosequé que de pronto nos posee de adentro hacia fuera, debilitándonos y al mismo tiempo fortaleciéndonos. Luz y progreso. Corría la brisa de escalofrío en escalofrío. Al doblar una esquina, por ejemplo, una ráfaga tibia te palmeaba la cara, en gesto de cariño; el aire decía "ya pasó, mi niño, tranquilo, corazón, candela al jarro". Una nube se estacionó en el cielo, al despuntar la mañana. Una nube carnosa. Luego, avanzado el día, se partió en dos: una mitad tenía forma de caimán, como la isla de Cuba; la otra recordaba un péndulo: la península de La Florida. Se fundieron al atardecer, y entonces el nuevo cúmulo parecía una peluca que Dios hubiera colgado del gancho de la luna. Una peluca anaranjada, celiacruzana. La noche se podía tocar con la mano.

Los periódicos de la isla: "... fue utilizada como icono por el enclave contrarrevolucionario de la Florida". Le zumba el merequetén. Le ronca el mango

Una habanera que sabe de estos asuntos me explicó el misterio con un argumento que nos puso a ambos la piel de gallina: los santos difuntos estaban de pie. Desatados. Sueltos. Tenía razón. Celia Cruz nunca había cantado tanto como este primer jueves de su eternidad. Era el acabóse. Su voz invadía la calle. La acompañaban en la serenata (no me pregunten cómo) Beny Moré, Daniel Santos, Compay Segundo, Bola de Nieve, Barbarito Diez, Pedro Infante, José Antonio Méndez, Elena Bourke, Dámaso Pérez Prado, José Alfredo Jiménez, Rita Montaner, Carlos Gardel, Cantinflas, Pedro Vargas, Chano Pozo. Candela. Hasta María Félix, ronca pero decidida, decía Pachito Eché con cierta gracia. En los mercados populares, las vendedoras de piñatas tarareaban sones viejos, a coro con los gordos de los puestos de frutas, que hacían malabares con jícamas y toronjas. Yerberito, el yerberito llegó. El chamán de las raíces curativas bailaba (fuera de ritmo) con la señora de los cachivaches, a la entrada de la tiendita de antigüedades donde un viejo tocadiscos milagrosamente hacía sonar un acetato de la Fania All Stars. Todas las radios de contrabando, todas las grabadoras chuecas, todos los timbres de los teléfonos celulares, voceaban la misma guarachita. Los taxis recorrían las avenidas en zigzag, de aquí pa'llá. Que le den candela. Lejos de lo que podía temerse, la comparsa de los coches no complicó el movimiento de la ciudad. Los agentes de la policía, siempre tan malencarados, organizaban el tráfico con un sospechoso tumbaíto de cadera, medio puñalón, en verdad impropio de la autoridad que representan.

Los mexicanos me han convencido de que la muerte no es más que una forma distinta de estar vivos. Para este pueblo mágico y devoto, de sabiduría milenaria, los difuntos están apenas ausentes, quizá distantes, pero jamás perdidos. Lo que llamamos vida resulta un capítulo público de la eternidad. Hay puentes invisibles que conducen hasta "los santos canijos", sin dramatismo. La realidad es una, aunque doble, pues la comparten por igual dos mundos o territorios diferentes, comunicados entre sí gracias a algún secreto pasadizo. Tal convicción explica que el Día de Muertos la familia en pleno almuerce sobre sus tumbas (tacos de canasta, chilaquiles, enchiladas), y que en cada brindis les reclamen la vanidad de haberse anticipado en la carrera, y que les lleven mariachis o tríos y les dediquen corridos o boleros y les cuenten detalles de sus planes, angustias, esperanzas y pendientes, abrumándolos entre mezcales, con la confianza de siempre. Un fotógrafo callejero captó el momento en que un danzante conchero, de esos indígenas citadinos que bailan descalzos bajo los semáforos, dejaba al pie de la estatua de José Martí una foto de Celia arrancada del periódico. Los símbolos se trocaban, el héroe junto a la rumbera, la historia y el cabaré, la tristeza y la alegría. Tremendo arroz con mango. Un ramo de claveles para los dos.

Rumbear

Y por eso Celia rumbeaba el jueves en los vagones del metro, en los restaurantes japoneses (los comensales marcaban la clave con los palitos), en las cantinas de tequilas adulterados y en las fondas de mala muerte (donde jamás se habían vendido tantas tortas cubanas o arroz a la habanera, un platillo intragable). La negra rumbeaba y rumbeaba sin dar ni pedir tregua, en franco desafío a las leyes de la lógica y a los mandamientos de la física. México se negaba a despedirse de la cubana más querida entre tantos cubanos que aquí adoran. Los amigos de Celia fueron invitados a los noticieros estelares y no hubo uno solo que no sonriera al evocar su majestuosa sencillez, su calibre de oro puro, sus graciosas pelucas, sus puntadas. Esa mulata era tremenda. Única. La reina de las reinas. La mejor. Santa mujer. Los hombres declararon en público y sin recato cuánto la amaron desde la primera vez que la escucharon cantar, híjole, ni modo, ándele, y las mujeres le lanzaron al noble Pedro Knight un alud de besos, papacito, para así abrigarlo en su viudo desconsuelo. En los partes del tiempo se dijo que una onda de melancolía enlutaba la ciudad, por lo cual se esperaban diluvios de lágrimas en Veracruz y Yucatán.

Este viernes me levanté a las cinco en punto para escribir un artículo que me pedía un amigo poeta, redactor del Nuevo Herald. Colé café. De repente, desde alguna parte, parpadeó bajito la voz de Celia. Cuando salí de Cuba... La hija predilecta de Santo Suárez, La Habana, Cuba, debe haberse muerto pensando en su isla. Soñaba con volver. Volvía. A su manera. Terca. Berrenchúa. Cabeza dura. Durante catorce mil cuatrocientas noches de exilio se soñó en su casa, por su barrio, con los suyos, ante las tumbas de sus padres -quizá toda vestida de blanco, alpargatas de lona, collares de santería, un lío de pulseritas (negras, rojas, amarillas) y un pañuelo azul celeste anudado tras la nuca-, susurrando lamentos a sus fantasmas. Químbara quimbara quimbará. Pero de eso nada, monada, sentenciaron los poderosos, los soberbios: te jodiste, viejita, vete con tu música a otra parte. Dale, camina, camina Juan Pescao: aquí mandan los revolucionarios, aquí no te queremos (sólo ellos no la idolatraban en el planeta entero). Y le cerraron la puerta en la cara. Para que aprenda. Patria o muerte. Entonces muerte, viejito. Químbara quimbara. La cubana más cubana de los cubanos no tenía ningún derecho en su reino natural, salvo cantar en los circuitos clandestinos que la muchachada inventó para adorarla a escondidas, en el altar de una admiración sin límites. Cuba no sólo es sensual, graciosa, chiquitica: también es ingrata. Celia Cruz hizo la cruz. Levantó su campamento en Miami. Siguió rumbeando. Allí la velan este sábado. Celia no descansa en paz. Nadie descansa cantando. Nadie descansa bailando. Los orishas irán por ella. Ochún la cargará en hombro, como a una niña. Yemayá se doblará de risa al escuchar sus ocurrencias. Desaparecerá Celia. Quimbará. Así es la vida, así es la muerte: celosas. Diremos que sigue entre nosotros, que a partir de su fallecimiento dará conciertos personales en el teatro-corazón de cada cubano, en Santa Catalina o la Calle Ocho o Insurgentes o La Gran Vía o aquel remoto callejoncito de la Cochinchina. Pero no. No nos hagamos ilusiones. La poesía no puede resolverlo todo. Ni debe. Cuba seguirá sin Celia. Y Celia sin ella, en ese exilio eterno que es la muerte. Nos quedan apenas setenta discos magníficos, diez películas malas, los vídeos de Ernesto Fundora, una docena de conciertos grabados en vivo y la bellísima lección de restarle importancia a la tragedia, sin tanto lío, sin tanto brete, búscate a otro que te aguante ese paquete.

Yo debía escribir esta crónica, bien temprano. Tema o pie forzado: cómo se sintió en México la muerte de Celia. Por fin, coló el café. Café Cubita, regalo de una amiga de Miramar. Amanecía entre volcanes. Ya saben, el águila azteca, la serpiente, la leyenda de la Noche Triste. Menos mal que todos los amaneceres se parecen. Seguía escuchándose, en algún resquicio oscuro, Cuando salí de Cuba... Nunca podré morir, mi corazón no lo tengo aquí... Me consoló pensar que alguna pareja desvelada estaría haciendo el amor a esa hora. "El mañanero", le dicen mis vecinos a esos duelos madrugadores. Cuerpo a cuerpo. Cuando salí de Cuba dejé enterrado mi corazón... Mandé treinta líneas al Nuevo Herald y seguí escribiendo. Dolido. Como huérfano. Leí entretanto el bello artículo del loco Camilo Hernández, la fervorosa evocación de Zoé Valdés, las emotivas palabras de Silvio Rodríguez y Chucho Valdés desde La Habana, y también la escueta noticia que publicaron los periódicos de la isla en un rinconcito de sus planas: "... fue utilizada como icono por el enclave contrarrevolucionario del Sur de la Florida". Le zumba el merequetén. Le ronca el mango. El insólito canto de un gallo me vino a recordar que la patria se lleva adentro o no se merece. En el Distrito Federal, sin embargo, no cantan gallos. Bien lo sé, caray, pues los extraño. Mas yo lo oí, se los juro, kikirikí, mezclado el cantío al rumor de un mar tan lejano como imposible. Kikirikí. La voz de Celia se fue apagando entre los murmullos. Dejé enterrado mi corazón... Llegará el día en que mi mano lo encontrará... Escuché el silencio, nota a nota, y quise persignarme, pero no me acordaba cómo coño se persigna uno. "Debe de ser que Dios le dio un abrazo", me dije. ¡Ay!, chico, no jeringues, no es pa'tanto. Alabao.

La artista cubana, en un concierto en Madrid.
La artista cubana, en un concierto en Madrid.EFE

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