'Releer es defender la memoria de lo leído'
Cuando Fernando Savater desciende por la escalera mecánica del Puente Aéreo en Barcelona a uno se le hace un nudo en la garganta, y no sólo por lo despistadamente indefenso que parece: aquí está el hombre que hurgó en el baúl del pirata Billy Bones para encontrar que el mapa del tesoro seguía ahí, intacto, desde nuestra infancia. Nadie diría que Savater tenga aspecto de curtido segundo de a bordo de la Hispaniola, pero su presencia ilumina el desangelado espacio aeroportuario en este entintado anochecer como si en vez de llegar de Madrid el escritor arribara de Malabar, Portobello, Goa o Maracaibo y la megafonía lanzase un estridente '¡piezas de a ocho!'. A él le halaga y le disgusta a la vez la preeminencia que algunos otorgan a su libro La infancia recuperada -del que es noticia la aparición de una nueva edición en Taurus- sobre el conjunto de su obra. A menudo se debe sentir como el presidente de un club de simpáticos chiflados empeñados en navegar las nostálgicas aguas de sus lecturas juveniles. Savater, enemigo de todo sectarismo, insiste en que en eso de leer, el buen menú es el menú completo, sin ascos ni dietas de ninguna clase: Salgari y Montaigne. Sea como sea, pasar un rato en su compañía hablando de libros y de sus gustos de lector deviene una aventura como visitar las minas del rey Salomón de la mano de Allan Quatermain. La entrevista, con algo de esa premura itinerante que sacude las páginas de Miguel Strogoff, se inicia en el vestíbulo del aeropuerto, sigue en un taxi, continúa en el bar del hotel en que se aloja el escritor, y tiene un epílogo en un paseo a pie hablando de África mientras la noche barcelonesa parece llenarse de acacias y rugidos de leopardo y las farolas remedan el brillo indescriptible de la anhelada Cruz del Sur.
'Ahora resulta que está bien leer a Salgari, pero no a Michel Crichton. Si volviera a escribir La infancia le dedicaría un capítulo'
'Hemos leído lo importante antes de tiempo: Madame Bovary a los 14 años. A los 50, a nuestros contemporáneos, que son peores'
PREGUNTA. Ahí está otra vez La infancia recuperada, insumergible como el ataúd de Queequeg.
RESPUESTA. Tengo una relación con ese libro parecida a la de Conan Doyle con Sherlock Holmes, es decir, que a veces siento la necesidad de precipitarlo desde una catarata suiza. Me recuerda otras obras, como Ética para Amador, pero lo de La infancia recuperada es una verdadera Némesis. En fin, también es verdad que es uno de los libros que he escrito más desde la pasión. Lo aprecio mucho.
P. Estaba también aquella especie de prolongación de 1979, Criaturas del aire, en el que se recuperaba a personajes de La infancia recuperada y a otros seres literarios como protagonistas de monólogos.
R. Es el libro que más me recuerda el pathos de La infancia recuperada. Curiosamente, pasó inadvertido, como ha sucedido ahora con A caballo entre milenios, que a mí me gusta tanto.
P. ¿Cuál fue la clave del éxito de La infancia recuperada?
R. De repente se estableció una comunicación entre la gente que había leído, por ejemplo, las aventuras de Guillermo Brown, cosa que hasta entonces nadie había reconocido. Mi libro sirvió para abrir la veda, se empezó a decir que leíamos todo aquello y que nos gustaba.
P. Quiere creer que hasta que leí su libro en 1977 pensaba que yo era el único que había ido a cazar tigres devoradores de hombres con Kenneth Anderson?
R. ¡Nooooo! Éramos muchos. ¿Qué habrá sido de ese hombre notable?
P. Murió. Me enteré cuando quise entrevistarle, por una carta de su hijo Donald, ¿recuerda?: aquel rufián esquilmador de panteras sin el respeto y el conocimiento de la jungla de su padre. Hablando de respeto, en el prólogo de la nueva edición de La infancia recuperada usted lo pide por otras lecturas.
R. Ahora resulta que está bien leer a Salgari -por cierto, el primero que vendió un millón de ejemplares en Europa-, pero no a Michael Crichton. Si escribiera de nuevo La infancia recuperada no dudaría en dedicarle un capítulo al autor de libros tan estupendos como Congo, Caníbales y vikingos y Parque Jurásico, un novelista ante el que arrugan la nariz los que antes subestimaban a Tolkien, al que yo reivindicaba entonces, ocho años antes de que se tradujese aquí, en un capítulo de La infancia.
P. ¿Qué le ha parecido la película de El Señor de los Anillos?
R. ¡Una maravilla! Una de las mejores adaptaciones de una novela al cine que he visto. Es tal y como imaginaba la historia.
P. De escribirla en la actualidad, seguramente en La infancia recuperada hablaría también de Harry Potter.
R. Tuve mucho miedo de leerlo; pensé que me pasaría como con la Historia interminable de Ende, que me pareció un tostón. Y me ha gustado mucho. Es como coger el mundo de Tolkien y mezclarlo con Agatha Christie.
P. En La infancia recuperada usted pedía más dinosaurios...
R. Sí, ja, ja, ja, y ahora tenemos un exceso.
P. En la nueva edición es usted más moderado en sus juicios sobre determinada literatura seria.
R. En la primera era más virulento al atacar la literatura experimental. Juan Benet me reprochó en un artículo -Pan y chocolate- ese exceso. 'Hay que leer de todo', me decía. La verdad es que en aquel momento me pareció que había que mostrarse radical para reivindicar esas lecturas tenidas por juveniles e intrascendentes que tanto nos gustan. Pero luego la cosa fue demasiado lejos y había gente que extraía de La infancia recuperada la idea de que no había que leer a Joyce.
P. ¿No se ha planteado ampliar La infancia recuperada?
R. Nunca he querido que el libro se convirtiese en el juego de qué está y qué no está, hay cosas que yo mismo no sé por qué quedaron relegadas, como las novelas de Tarzán, el mundo africano en general o Dumas, pero el libro está bien como está. Lo único que he hecho es incluir ese apéndice sobre Robinson Crusoe.
P. En La infancia recuperada incluía a Borges; quedaba raro.
R. Curiosamente, siempre lo he mezclado con los autores que reivindicaba allí. Creo que se debe a que, aunque suene extraño, descubrí a Borges en El retorno de los brujos, aquel libro de Pauwels y Bergier, que también me descubrió a Gurdjieff o Charles Fort. Ahí venía El Aleph, y también Los cien millones de nombres de Dios, de Arthur C. Clarke, mi autor favorito de ciencia-ficción.
P. A Borges le ha dedicado su último libro, ese Jorge Luis Borges.
R. He releído casi entero a Borges para escribirlo; lo hice con miedo, pero me ha vuelto a interesar muchísimo.
P. Usted lo conoció bien.
R. Cuando estaba con él pensaba 'dentro de 50 años será como si alguien dijera que había conocido a Chesterton o a Dante'. Borges era muy gracioso. Una vez que lo acompañamos a la televisión para una entrevista le preguntamos si quería beber algo y respondió: 'Carezco de erudición sobre el tema, acaso algo breve y contundente'. Le dimos orujo.
P. ¿Qué piensa de la dicotomía que a veces se pretende entre vida y lectura?
R. No quisiera estar dentro de esa gente que no lee, sus cabezas deben ser como desvanes vacíos, ¡qué horror! Parafraseando al clásico, vivir no es necesario, navegar en los libros sí lo es. Mira, la verdad es que para mí son tan obvios la necesidad y el placer de la lectura que jamás he servido para animar a la gente a leer. Me parece como recomendar el jamón de Jabugo. Es cierto que, como todos los placeres, la lectura es una limitación. Lo que nos mantiene más abiertos a la vida es la insatisfacción y lo que nos contenta, en cambio, nos cierra sobre nosotros mismos. La lectura te lleva a un mundo autosuficiente. ¿Qué paraíso te pueden ofrecer si ya lo tienes?
P. Hace unos años visité a Thesiger, el gran explorador y aventurero inglés, octogenario. En su biblioteca había primeras ediciones de los clásicos de cacerías y viajes. 'Los he ido atesorando para leerlos cuando tuviera tiempo', me dijo, 'y ahora que lo tengo apenas puedo leer porque casi no veo'. Me pareció una maldición bíblica.
R. Como la de Borges, que llega a director de la Biblioteca Nacional y se queda ciego. A mí me pasa con los tomos de la Pléiade que he ido coleccionando siempre: ahora esa letra tan pequeñita no la leo. No hay que aplazar las lecturas.
P. ¿Sigue leyendo a los autores que mencionaba en La infancia?
R. Sí, claro. Ridder Haggard, la baronesa de Orczy -la de Pimpinela Escarlata-...
P. ¿Ha leído las novelas náuticas de Patrick O'Brian?
R. Varias, no toda la serie, ¡hay tanto que leer! Hablando de marinos, he leído L'ancre de miséricorde, de Pierre Mc Orlan. La llaman 'La isla del tesoro francesa', y ¿sabes? no lo es, ¡pero resiste la comparación!
P. ¿Cuáles son sus tesoros de lector?
R. Entre ellos hay algunas cosas que sin duda no pertenecen a la gran historia de la literatura. Por supuesto en mi cofre está Sherlock Holmes, y todo Conan Doyle en general. Eso forma parte del meollo, del disco duro de mi pasión literaria. Está también Borges. Y Schopenhauer, y Nietzsche, y Bertrand Russell, por su personalidad como intelectual en acción, su ironía, su sello.
P. ¿Qué lee ahora?
R. Lo que más me tienta es releer. Me viene a la cabeza una frase de Voltaire: 'Todo el mundo tiene un número determinado de cabellos, de dientes y de ideas, y a lo largo de su vida los va perdiendo'. Hay un número determinado de libros que uno lee de verdad, y hay que volver a leerlos. Y no aumentar infinitamente el número. Muchos que hemos sido lectores precoces hemos leído lo importante antes de tiempo, Madame Bovary a los catorce años, por ejemplo, y a los cincuenta nos encontramos leyendo a nuestros contemporáneos, que son mucho peores; eso no tiene lógica. Hay que releer, insisto. Lo bonito de las grandes obras es que nunca las has leído del todo. Releer es también defender la memoria de lo leído, porque se te olvida tanto...
P. ¿Qué relee?
R. Muchas cosas. Entre ellas Moby Dick y La isla del tesoro. Son obras inagotables, crecen contigo. Conrad. Los Ensayos de Montaigne. Los escritores que me gustan son los ingleses, pero obtengo un placer sensual con los franceses. Adoro a Sant Simon; ¡con lo que odio los cotilleos, y lo que los ignoro!, y en cambio ¡cómo disfruto con Sant Simon, que es eso pero en trascendental y en la corte de Luis XIV!
P. ¿Todavía descubre cosas en La isla del tesoro?
R. En la última lectura me conmovió un pasaje en el que hasta entonces no me había detenido. Cuando Jim está preparado para ir en busca del tesoro, va a su casa, a la posada Almirante Benbow, para despedirse de su madre y encuentra al chico que han contratado para que le sustituya; se da cuenta entonces de que su viejo mundo, su infancia, se han acabado. Y le saltan las lágrimas.
P. En su situación actual, ¿le ofrece consuelo la lectura? Usted que valora tanto el género de aventuras...
R . Pero no me identifico con el héroe; soy un lector con un punto irónico, y tengo la cortesía de verme no como Jim sino como Trelawney.
P. ¿Cuál es su sueño literario no cumplido?
R. Viajar a África, a la jungla y la sabana. Ver leones y elefantes.
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