Una Tierra de 6.000 años de antigüedad
'EL CALOR RADIADO POR EL SOL es debido a dos causas principales: la condensación de la nebulosa original y la caída de meteoritos. Por acción de ambos fenómenos, es esperable que el Sol perdure por lo menos 20 millones de años; periodo que no puede ser extendido por otras causas desconocidas'. Tan contundente afirmación emana de las páginas de La fin du monde (1893), obra a caballo entre novela catastrofista, epopeya escatológica sobre el fin de la humanidad y libro de divulgación científica. Su autor, Camille Flammarion, fue un conocido astrónomo y divulgador de su época, una especie de Carl Sagan francés.
Durante siglos, la búsqueda de la fuente de energía del Sol, un dato imprescindible para estimar su edad, ha constituido una especie de cruzada para distintos investigadores. En su novela, Flammarion recoge el testigo de las ideas que se barajaban en pleno siglo XIX, de la mano de los físicos William Thomson (más conocido como lord Kelvin) y Hermann L. von Helmholtz, quienes habían propuesto una teoría según la cual la energía radiada por el Sol provenía de la conversión de energía gravitatoria, debida a la propia contracción de la estrella. Tal como detalla el astrónomo británico Arthur S. Eddington en su obra The internal constitution of the stars (1926), tal proceso limitaría la edad del Sol a sólo 23 millones de años, cifra ostensiblemente inferior a la edad estimada en la actualidad.
En la misma línea, Kelvin estimó una cifra ridícula para la edad de la Tierra basándose en el tiempo necesario para enfriar una esfera del tamaño de la Tierra, desde su estado inicial de fusión hasta su estado actual. El resultado obtenido tras este cálculo contrastaba tanto con los datos geológicos que se conocían como con las escalas de tiempo requeridas para la teoría de la evolución de las especies, formulada por Darwin. La controversia entre físicos, geólogos e incluso teólogos (que llegaron a refutar la antigüedad de los primeros fósiles descubiertos argumentando que se trataba de trampas colocadas por el mismísimo Creador para poner a prueba su fe) estaba servida.
Pronto, tras el descubrimiento accidental de la radiactividad por Antoine H. Becquerel, en 1896, y de la energía contenida en el átomo, se puso de manifiesto que la fuente de energía del Sol son las reacciones nucleares de fusión de hidrógeno que operan en su interior, proceso que lleva a estimar su edad en unos 5.000 millones de años.
La Tierra, por ende, es alimentada por la radiactividad de los materiales presentes en su interior, como posteriormente reflejarían diversas obras de ciencia-ficción. Y como muestra, un botón: en After worlds collide (1933), de Philip Wylie y Edwin Balmer, epopeya que narra el éxodo de los últimos seres humanos al planeta errante Bronson beta, los autores ponen en boca de un protagonista que 'no es aire caliente lo que ha mantenido templados estos refugios subterráneos. Se debe a la presencia de radio en las profundidades de este planeta. Sólo los materiales radiactivos pueden mantener cálido el interior de un planeta durante los incontables eones que ha vagado por el frío del espacio'.
Pero también hay gente que ha intentado arrebatar este conocimiento del gran libro del cosmos mediante singulares argumentos. En 1650, el arzobispo James Usher, primate anglicano de toda Irlanda (ostentoso título que, como bien recuerda el divulgador Stephen Jay Gould, nada tiene que ver con su parentesco con los simios, sino con su cargo como primado entre todos los obispos) no tuvo reparos en echar mano de las Sagradas Escrituras y deducir, literalmente y con todo rigor, la fecha exacta de la creación de la Tierra: el 23 de octubre del 4004 a. C., a medio día, para más señas. Sin duda, no puede tacharse al arzobispo de impreciso...
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