Athletic y Villarreal se anulan
Williams y Soldado malgastan sus balas en el ejercicio de puntería
No hubo goles en San Mamés, lo que suele ser noticia. Quizás porque salió el Athletic con la tensión alta y el Villarreal con las pulsaciones bajas. Muy lejos quedaba su eliminatoria de Copa del Rey. El corazón había cambiado. El Athletic era muy similar al de entonces, pero el Villarreal, no. Ni cambió de dibujo (4-4-2), geometría de escuadra y cartabón, sin permitir un milímetro de desvío. Si acaso de actitud, más precavida, más diplomática, porque en la Copa cuentan los goles y en la Liga las victorias. Y el Athletic a lo suyo, la intensidad por bandera, el agotamiento del rival y los disparos de Williams, el delantero imprevisible que lo mismo te tira un caño, que se autopasa con el tacón, que remata con el exterior, aunque la escuadra y el cartabón del gol no le den el ángulo necesario. Tres veces lo hizo todo en la primera mitad poniendo los ojos como platos de los defensores y de Areola, que pestañeaba sin saber con qué lado de la bota iba el joven Williams a golpear el balón. En un fútbol tan mecanizado en los movimientos, la soberbia puede ser un ejemplo de talento. Williams es tan imprevisible como un parte meteorológico, porque al final la lluvia cae cuando quiere y donde quiere.
Y sin embargo, el sol salió para el Villarreal (aún no llovía), a los dos minutos, con prisa, la misma que tuvo Soldado para sumergirse en un eclipse de gol y convertir una presunta vaselina en una cesión al corpachón de Iraizoz, que agradeció el envío. No hubo más noticias del Villarreal en la primera mitad. Del Athletic hubo telegramas. Dueño del medio campo, por la tenacidad de San José y la multiplicación de Beñat, se aprestó al asedio, con punzones más que con espadas, con destellos más que dentelladas. Le faltaba al Athletic claridad en la salida del balon, con Laporte impreciso y Bóveda como un flan. Lekue tampoco ayudaba porque sus ganas de agradar le llevaban al desagrado. Pero se sostenía con el dominio del juego y del balón, con el coraje, aunque Aduriz no fuera ni buscado ni hallado. El Villarreal seguía la pausa de Bruno, pero Soldado estaba fura de las línas de combate y Bakambu, incapaz de asociarse, había desertado. Cuando ya no le vio, Marcelino lo cambió en la segunda mitad aunque solo fuera para verlo en su camino al vestuario.
Al Athletic le faltaba claridad, más aún en la segunda mitad, cuando el cansancio te ofusca y la necesidad te apremia. Porque se jugaba el Athletic la posibilidad de que el sueño de la cuarta plaza se extendiese toda la temporada, y el Villarreal alejar a un inquilino incómodo por el ruido que hace por la noches y por las tardes. Renació el Villarreal en la segunda mitad estirando la goma un poco más. Y otra vez al soldado Soldado se le encasquilló el fusil cuando vio de nuevo el corpachón de Iraizoz. Se jugaba entonces el partido a un gol, como se juega a un número en la lotería. O te toca o no te toca. Y no le toco a nadie. Se fue al limbo de la clasificación. Al Villarreal le valió para alejar al lobo y al Athletic para adecentar el territorio de la Europa League. O sea, se fueron como estaban, aunque con la confusión compartida por todos ellos respecto a los criterios arbitrales. Dos expulsiones y siete tarjetas amarillas delatan un partido bronco que solo vio el árbitro. No pasó nada. Demasiadas tarjetas para tan pocos goles y tan poco juego. Y el árbitro se vino arriba. O sea, abajo.
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