"Sue Ellen, ets un pendó"
Mi primer recuerdo de Dallas es –obviamente- la sonrisa mefistofélica del pérfido JR, uno de esos malos de solemnidad que asentó la figura del villano en televisión.
La segunda (aunque podría ser la primera) es la de ser la serie pionera en el uso del catalán en la tele. Sí, hasta aquel momento mi generación había podido ver noticias y comedias locales en el idioma de mis padres pero Dallas fue la primera ocasión en la que ese mismo idioma se utilizaba para doblar a una serie de personajes que vestían sombrero de cowboy, calzaban botas camperas y se pasaban el día hablando de petróleo.
El contraste (apabullante) entre una cosa y otra nos dejó anonadados. Eso y el uso de determinadas expresiones que trascendieron con mucho el universo de la serie. Cualquier catalán nacido en los ’70 ( y por supuesto las generaciones anteriores) recordará el primer momento en que se pronunciaron las palabras “Sue Ellen, ets un pendó”. Es más, y ahora ya hablo de oídas, creo que el mismo impacto lo sufrieron –en sus respectivas lenguas- vascos y gallegos.
Ahora ya resulta habitual, pero en septiembre de 1983 no lo era en absoluto y el impacto para los oyentes/espectadores fue de aúpa.
Lenguas aparte, Dallas fue –probablemente- el primer culebrón que Estados Unidos logró exportar a nivel mundial. Hasta aquel momento se había vivido del mundo de la serie auto-conclusiva y de policías, abogados, detectives... y de Lou Grant. La llegada de Dallas anticipó un cambio, un quiebro de las reglas del juego, y la consagración de los cliffhangers (siendo el más célebre de todos ellos y probablemente el más trilero de la historia, aquel en el que se disparaba a JR), las sagas familiares inacabables y la apología del rico y famoso.
¿Quién era Cliff Barnes? Pues la viva imagen del loser, el perdedor perpetuo, el tipo hasta al que Gandhi hubiera querido pegar. Al pobre le caían hostias como panes desde bien pronto por la mañana hasta bien entrada la noche y aún así seguía insistiendo: como un actor porno al que han abandonado las erecciones pero sigue presentándose a trabajar cada mañana.
Esa dualidad hipercapitalista (no olvidemos que la serie se popularizó cuando gobernaba en Estados Unidos un tal Ronald Reagan –empezó a emitirse en el 78, dos años antes de que Reagan accediera a la presidencia del país) es a día de hoy tan escandalosa que Marx se hubiera quedado calvo al instante. No hay parábola alguna en Dallas que no sea que el dinero siempre vence y que el villano con dinero aún vence más que el dinero a solas.
Naturalmente, lo mismo puede decirse de Falcon Crest o Dinastía, series que siguieron el camino empedrado de Dallas y aprovecharon el rebufo de esta para hacer montañas de dinero, pero la lección moral de Dallas no es apta para humanistas o enemigos del (retro) neoliberalismo (que ellos, los de Dallas y compañía, ya practicaban en los ’80), ni para aquellos con una versión armoniosa de la vida. Ahora bien, si uno es fan de Brutus, de Torquemada o del Cardenal Richelieu no habrá mayor placer que repasar esta serie.
Artísticamente hablando, pues a día de hoy uno nota ciertas tiranteces en el guion y la dirección, nada anormal 35 años después. Algunos de los conflictos nos parecerían ahora cosas de chiquillos, tonterías de ricos, pero algunas cosas son de una bajeza tan acusada que no queda otro remedio que sonreír y sentir esa sensación de déjà vu que tiene uno al contemplar la política española.
No he hablado del rol de las mujeres en la serie, que merecería un post aparte: Lucy, Pam, la sra. Ewing (la madre de JR) o la mencionada Sue Ellen. Una colección de sufridoras que marcan muy bien lo que se consideraba ser una fémina en esa época.
En conclusión, Dallas es un clásico. Un tratado sociológico en potencia sobre la importancia de seguir los consejos de Conan a la hora de hacer negocios y los del Marqués de Sade en la vida personal.
Eso y la sonrisa de JR. Sin esa sonrisa el capitalismo sería otra cosa. Y la tele, también.
* Recuerda más Series de siempre
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