Tardes de oro
A veces nuestra memoria personal es lo menos personal de nuestra memoria. ¿Podría Bonnie hacer la narración íntima de sus fechorías sin contar con Clyde? ¿Cabe imaginar –ya que hablamos de series- un relato de las hazañas de Starsky en la que no se dé voz a Hutch?
Yo creo que no: para evocar lo que significaron para mí Las chicas de oro necesito compartir el recuerdo con la persona con la que disfruté sus aventuras, con la que me aprendí de memoria sus mejores chistes, con la destrocé cintas y cintas de VHS de tanto rebobinar y reproducir sus capítulos y con la me que sigo riendo gracias a la colección completa de dvds que le he ido regalando por Navidades. Así que invito a mi hermana Bea a entrar al blog, porque esto es tan personal que lo tenemos que resolver entre los dos.
Imaginad. Santa Cruz de Tenerife, 1986. La segunda cadena había llegado ya a Canarias con el extraño nombre de UHF, siglas que sonaban a tostón y avistamiento de OVNIS. Porque hasta poco antes sólo se veía la primera, salvo que soplara el viento fuerte del noreste, y entonces pillábamos la portuguesa de Madeira, o viento fuerte del sureste, en cuyo caso orientando convenientemente la antena sintonizábamos la marroquí: a cual más pintorescas ambas por cierto.
Pero no divaguemos. Aquel año yo estaba en el último curso de la EGB y mi hermana pequeña andaba por cuarto o quinto. Llegábamos del colegio en la sobresaturada guagua 3 –cuatro niños por asiento, diez en la bancada de atrás para facilitar la tarea de piojos y liendres, único huevo animal con capacidad de salto- y después de las clases de tenis con las que mi padre pretendía hacer de nosotros unos deportistas –risas enlatadas-, tocaba enchufarnos a la tele y tragarnos lo que echaran. Unos días, bazofia, pero otros, como les contaremos ahora, oro puro. Y nos callamos y le damos a rec, que suena el Thank you for being a friend.
Miami, 1985. Cuatro señoras de mediana edad engullendo tarta de queso en torno a una mesa de cocina combaten el insomnio con anécdotas sobre los hombres, los duros años de la posguerra siciliana o el incomparable espectáculo de lanzamiento de arenque en la Feria Anual de Saint Olaf. Las chicas de oro, la serie de humor que en los años ochenta y primeros noventa protagonizaron Betty White, Rue McClanahan, Bea Arthur, y Estelle Getty (Rose, Blanche, Dorothy y Sophia en la ficción) tenía a su favor unos personajes perfectamente definidos (la ingenua, la coqueta, la lista y la -más- vieja) y la originalidad de contar como protagonistas con tres señoras viudas y una divorciada, que, superada la cincuentena, en vez de esperar a sus nietos tejiendo calceta, salían con hombres, participaban en concursos de la tele o escribían sentidas cartas a Gorbachev para detener el avance nuclear.
Eran los últimos años de la Guerra Fría, los tiempos de Reagan y del primer Bush, la aparición del SIDA, las hombreras y una moda en general de dudoso gusto. Pero para los que veíamos la serie desde nuestros televisores españoles de cadena casi única, EE UU o Miami (para mí eran un mismo país cuya capital estaba en Nueva York) era un lugar extraordinariamente moderno donde a las mujeres no se les pasaba el arroz, vivían juntas como un grupo de universitarias y siempre tenían un buen plan con el que alegrarnos la tarde. Las chicas vestidas con colores pastel, impensables en señoras de nuestro entorno, compartían el precioso chalet propiedad de Blanche Devereaux, recibían las visitas del único ex marido vivo, Stan Zbornak, un perdedor con un peluquín barato, y combatían las vicisitudes propias de la convivencia, la condición femenina y los años con una mezcla perfecta de ácido humor y mucha ternura.
Rose lo hizo con un acondroplásico que la dejó por no ser judía).
Y la falta de temor a ofender dio como resultado algunos de los mejores diálogos de la serie. Rose: ¿Puedo hacer una pregunta tonta? Dorothy: Mejor que ninguna otra persona que conozca… Rose: ¿Los negros de qué color tienen la caspa? Dorothy: Los negros no tienen caspa, Rose. Dios decidió no añadir problemas a su existencia.
Realmente fueron pioneras en muchas cosas y mucho más modernas que las chicas de la series del nuevo siglo. Les preocupaban los hombres, pero no anhelaban un marido, y ya no tenían edad para estar desesperadas. Por eso los niños las entendíamos tan bien porque parecían adolescentes disfrutando la vida sin la presión del tiempo. El reloj biológico había dado las doce y no había razón para apresurarse, estaban de vuelta pero con la ilusión intacta. Sophia lo explicó muy bien en una frase:
-Me pondré una copa de champán, nunca sé si voy a llegar a fin de año.
Y como detalles cómicos algunos hallazgos magistrales: los espacios míticos de Saint Olaf, una versión noruego/americana de Lepe, en el que hombres y animales se revolcaban juntos y con igual entusiasmo en una hilarante idiocia, y el asilo de Prado Soleado, de donde Sophia se había escapado tras un oportuno incendio; escenas para la posteridad como la indiscreta compra de condones,
o capítulos que hicieron época y acuñaron slogans como aquel “trincar la pasta” que corearíamos durante semanas en el patio del colegio.
En los últimos años nos ha sorprendido la muerte de tres de sus actrices (curiosamente Betty White, la más anciana de las cuatro, en cuyo honor el municipio real de St. Olaf creó el premio Rose Nylund de excelencia civil, sigue en activo). Pese a la lógica de los hechos, al final y al cabo ellas ya eran mayores cuando nosotros éramos niños, entristece pensar que Dorothy, Rose, Blanche y Sophia no volverán a reunirse. Para los niños y los adultos de los ochenta ellas siempre serán nuestras chicas. Ahora que las redes sociales glorifican cualquier rasgo de carácter en mujeres de cierta edad, alguien debería tener un recuerdo para ellas: señoras que hace más de veinte años nos enseñaron que había vida después de la menopausia.
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