Otra vez a la sombra de Marx
Hace siglo y medio, Karl Marx predecía que el capitalismo moderno sería incapaz de producir una distribución de la renta aceptable. La riqueza crecería, pero beneficiaría a unos pocos, no a la mayoría, y esta injusticia provocaría revueltas y revoluciones, las cuales tendrían como consecuencia un sistema nuevo, mejor, más justo, más equitativo y mucho más igualitario.
Desde entonces, los economistas convencionales se han ganado la vida explicando por qué Marx se equivocaba. Sí, el trauma del desequilibrio inicial de la revolución industrial estuvo y está asociado con un rápido aumento de la desigualdad, a medida que se abren oportunidades para la agresividad y el espíritu emprendedor, y el precio de mercado exigido por unas aptitudes escasas y esenciales se pone por las nubes.
La pega es la incapacidad para rebajar las fortunas que nuestra actual generación de príncipes mercantiles exige por su trabajo
Pero esto era -o se suponía que era- transitorio. Una sociedad agrícola tecnológicamente estancada está destinada a ser extremadamente desigual: mediante la fuerza y el fraude, la clase alta hace bajar el nivel de vida de los campesinos hasta reducirlo a la mera subsistencia y se queda con el excedente en forma de renta sobre la tierra que controla. Las elevadas rentas pagadas a los terratenientes nobles aumentan la riqueza y el poder de éstos, al proporcionarles recursos para mantener controlados a los campesinos e incrementar su excedente.
Los economistas convencionales sostienen en cambio que una sociedad industrial tecnológicamente avanzada tenía por fuerza que ser diferente. En primer lugar, los recursos esenciales que alcanzan precios elevados y, por lo tanto, producen riqueza no son fijos, como la tierra, sino variables: la capacidad de los trabajadores cualificados y de los técnicos, la energía y la experiencia de los emprendedores, y las máquinas y los edificios son cosas que pueden multiplicarse. En consecuencia, los precios elevados de los recursos escasos no conducen a juegos políticos de transferencia de suma cero o suma negativa, sino a juegos económicos de suma positiva basados en la formación de más trabajadores cualificados y técnicos, en el apoyo a más emprendedores y administradores, y en la inversión en más máquinas y edificios.
En segundo lugar, la política democrática equilibra el mercado. El Estado educa e invierte, con lo que aumenta la oferta y reduce la prima obtenida por los trabajadores cualificados. Además proporciona seguridad social mediante la imposición de tributos a los ricos y la redistribución de beneficios a los menos afortunados. El economista Simon Kuznets planteaba la existencia de un aumento de la desigualdad con la industrialización, seguido de un descenso a niveles socialdemócratas.
Pero, en la pasada generación, la confianza en la curva de Kuznets ha desaparecido. Los Gobiernos socialdemócratas se han mantenido a la defensiva contra los que afirman que redistribuir la riqueza supone un alto coste para el crecimiento económico, y se han mostrado incapaces de convencer a los electores de que financien otra ampliación masiva de la enseñanza superior. En el lado de la oferta privada, el aumento de los beneficios no ha fomentado más inversión en las personas, y el aumento de las remuneraciones en la cúspide cada vez más angosta de la distribución de la renta no han fomentado en el mercado empresarial la competencia necesaria para erosionar esa cúspide.
Así, los pilares de los poderes establecidos se parecen cada vez más a críticos estridentes. Tomemos el ejemplo de Martin Wolf, columnista de The Financial Times. No hace mucho, Wolf vilipendiaba a los grandes bancos por considerarlos un sector con "talento para privatizar los beneficios y socializar las pérdidas", algo que, teme él, podría destruir "la legitimidad política de la economía de mercado".
Para Wolf, la solución radica en exigir que a los directivos bancarios se les pague a plazos a lo largo de la década posterior a aquella en la que hayan efectuado su trabajo. De ese modo, accionistas e inversores podrían juzgar como es debido si el asesoramiento dado y las inversiones realizadas son realmente sensatas, y no un mero reflejo del entusiasmo del momento.
Pero el problema no se limita a las altas finanzas. La pega es la incapacidad más general de la competencia de mercado para generar proveedores alternativos y rebajar las fortunas que nuestra actual generación de príncipes mercantiles exige por su trabajo.
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