El sueco insobornable
A Henning Mankell (Estocolmo, 1948) le gusta contar historias. Autor de novelas, libros infantiles y piezas de teatro, se decanta por el arte escénico como su pasión más potente. Esta mañana en Maputo, la capital de Mozambique, donde el escritor pasa la mitad del año, se comporta como el anfitrión perfecto. Al director artístico del teatro Avenida se le nota en su salsa lejos de los cenáculos literarios. En la calle venden flores recién cortadas, zapatos usados, patatas africanas (negras y arrugadas, cuyo caldo se utiliza como antídoto contra el sida) y Mankell toma un tentempié en una terraza. Junto al escenario del teatro en el que el próximo febrero se estrena La señorita Julia, de Strindberg, el escritor ofrece detalles del atrevido montaje, que incluirá una piscina. La compañía se encuentra de gira, pero la camarera del pequeño bar del teatro y los actores que pasan por el local le tutean. A más de diez mil kilómetros de distancia, en la fría Suecia, su esposa, Eva Bergman, hija del cineasta recientemente fallecido, dirige el Backa Teater, de Gotemburgo, con el que el autor de La quinta mujer colabora.
"¿Colonialistas o amigos? Estamos viendo cómo la influencia de China crece en todo el mundo, y especialmente en algunos países pobres de África"
"La línea dominante en el Partido Comunista Chino parece decantarse hacia el mercado libre, pero se enfrenta a una resistencia muy fuerte"
La solidaridad pesa más que las ideologías. Muchas personas creen que se trata de un tipo de emoción, y es verdad, pero también tiene que ver con la inteligencia
Fue el propio Kenneth Branagh el que planificó la serie dedicada a Wallander, en la que participa también como productor
Mankell pasa por ser uno de los responsables del auge de la novela negra en Europa; sin embargo, en las librerías de Maputo no es fácil dar con sus libros. Ha vendido más de 20 millones de ejemplares, traducidos a 40 idiomas, pero lleva varias décadas trabajando incansable en este modesto escenario, siempre inmerso en obras de remodelación. Su línea escénica abarca a autores clásicos o contemporáneos, desde Dario Fo hasta Lorca, sin desechar el musical, el teatro infantil o sus propias obras. Mankell se enganchó con África cuando tenía poco más de 20 años. Primero fue Guinea-Bissau, luego Zambia y finalmente Mozambique. Tras la independencia, Manuela Sueiro, la directora del teatro Avenida, le llamó para que se pusiera al frente del local. Entonces se alojaba en una habitación, con sus escasas pertenencias y su máquina de escribir todavía se escuchaban los impactos de las bombas y los disparos de los soldados fruto de la guerra civil que asoló el país, pero ahora vive en un piso pequeño en el centro de Maputo. Fue ahí donde puso el punto final a El chino (Tusquets), su nueva y esperada novela, sobre la que hablamos en un viaje organizado por la editorial. El Frelimo (en el poder desde la independencia y de ideología marxista) y la Renamo, los dos bandos enfrentados entonces, se disputan ahora el poder en las elecciones municipales, aunque las cosas en Mozambique parecen moverse despacio: Cuando llegué aquí, todos caminaban descalzos, mientras que ahora todos llevan zapatos, dice.
Hubo un momento exacto, hace seis años, en que Mankell encontró la base del argumento para su nueva novela. Tanto la escritura como el teatro necesitan construir mundos, y a pocos metros del teatro Avenida se desarrollaba una buena historia. Los chinos construían el Ministerio de Negocios Extranjeros, en una de las amplias avenidas de la ciudad, rebosantes de jacarandas y acacias, cuando empezaron a desatarse todo tipo de rumores sobre el maltrato que dispensaban a los trabajadores africanos; se habló, incluso, de castigos físicos. Ahí mismo empecé a planificar la novela tratando de plasmar en sus páginas una mirada crítica sobre lo que ocurría. ¿Colonialistas o amigos? Estamos viendo cómo la influencia de China crece en todo el mundo, y especialmente en algunos países pobres de África. Si pasas por el aeropuerto de Johanesburgo y miras a las personas que esperan para subirse a los aviones, al menos un cincuenta por ciento son chinos.
La feroz lucha del Partido Comunista Chino entre los viejos y los nuevos ideales maoístas ocupa buena parte de El chino. Como Mao Zedong decía, siempre hay dos caminos. La línea dominante parece decantarse hacia el mercado libre, pero se enfrenta a una resistencia muy fuerte dentro del propio partido. Veremos cómo evolucionan los acontecimientos. Si China mantiene una actitud solidaria, puede hacer cosas muy buenas. Por lo que pueda ocurrir, Mankell ha hecho una apuesta con un amigo: se juega diez dólares a que antes de cinco años el crimen organizado se ha instalado también en Maputo. Se refiere a las bandas organizadas que trafican en Europa con trabajadores, a los que tratan como esclavos en talleres clandestinos. Para ilustrar mejor sus palabras cuenta el caso de un grupo de jóvenes chinos que solicitaron asilo político en Suecia. Cuando el Gobierno quiso localizarlos habían desaparecido, seguramente en dirección a Alemania, bajo la tutela de la mafia. Todo se negoció en un restaurante chino de la capital.
A Mankell le gusta que sus obras sean un reflejo de la sociedad actual. La novela se inicia y acaba con un lobo hambriento moviéndose entre la nieve, aunque son los hombres los que se comportan como fieras.
El chino incorpora una nueva investigadora. Birgitta Roslin, una juez sueca de cerca de 60 años, con un matrimonio que se apaga, protagoniza de manera fortuita la investigación de un crimen espeluznante, en una aldea semiabandonada en la que han fallecido diecinueve personas. Como el inspector Wallander, el personaje creado ahora por Mankell resulta ser una persona bastante individualista e intuitiva, uno de esos héroes solitarios que tanto les gustan a los lectores de las novelas de crímenes. Las casi 500 páginas de El chino transmiten ese desasosiego en que parecen vivir los suecos. Al margen de la investigación policial llevada sin ningún éxito por Vivi Sundberg, una policía con problemas de sobrepeso bastante irritable Dos gallos femeninos midiéndose el uno al otro, según uno de los personajes, a través de la mirada de la juez se puede sentir el peso de la emigración, el hambre y la desesperación.
Mankell no oculta que el hecho de que su padre fuera juez le influyó a la hora de elegir protagonista. Conocía de primera mano el mundo en el que se desenvuelven los magistrados suecos; durante años vivió en una vivienda adosada al edificio del juzgado y nunca utilizó esa experiencia, aunque para mantener un poco la distancia decidió que el personaje fuera mujer. Le gusta fundir investigación y ficción en dosis parecidas, así que para ampliar documentación habló largo y tendido con una juez, pero claramente en su cabeza y en su memoria bullían muchas de las historias de su infancia. Durante la redacción de la novela sentí como si mi padre hubiera estado mirando todo el tiempo por encima de mi hombro.
Creo que el papel del juez es muy importante, dice sonriendo. ¿Cómo se llama el que tienen ustedes en España, ese que quiere llevar ahora a Franco a los tribunales? Me gusta y es atrevido, especialmente por la manera en que relanzó el asunto Pinochet, pero ahora se ha vuelto un poco loco, no puedes llevar a los muertos a los tribunales. A Franco ya le ha juzgado la historia. Entre carcajadas retoma el pulso de la novela y vuelve a Birgitta Roslin. Su personaje central no es precisamente una juez estrella. Ella no quiere fotos ni protagonismo. Como es habitual en las novelas del autor de Asesinos sin rostro, utiliza el crimen para revelar las contradicciones de la sociedad. De sus obras se desprende que la solidaridad y la justicia son dos pilares básicos del sistema. La democracia no puede avanzar sin que la organización judicial funcione al cien por cien, y ésa es una discusión que hay que tener en todo el mundo. La defensa de la democracia le conduce hasta la crisis financiera. Los responsables deberían ser juzgados, de lo contrario tendremos que esperar otros quince años para que vuelva a suceder lo mismo. En ese sentido, Estados Unidos está mucho mejor que Europa porque es probable que allí algunos responsables de los bancos puedan ser juzgados y procesados como delincuentes, algo impensable aquí. Aquí es ahí mismo, justo en la puerta del teatro Avenida, en un banco de madera alargado en el que hay escrito un nombre: Siba-Siba. Desde la acera, sin necesidad de cruzar la calle, se divisa el imponente edificio de un banco de capital alemán, pero, más o menos diez años atrás, esas oficinas pertenecían a otro propietario en el que reinaba la corrupción más absoluta. Siba-Siba fue contratado por el Gobierno mozambiqueño para realizar una auditoría y buscar entre los gestores de la entidad a los responsables del despilfarro. Un día, cuenta Mankell, Siba-Siba fue asesinado, le arrojaron desde la ventana del último piso a la calle. También en Maputo un año antes asesinaron a un gran amigo de Mankell, el periodista Carlos Cardoso, una de las personas que más habían investigado y denunciado la corrupción política y económica. Estaba amenazado y sabía que iban a acabar con su vida, pero nunca se rindió.
¿Cómo le mataron? Mankell hace un gesto inequívoco con las manos: Ra, ta, ta, ta. En el teatro donde nos encontramos, Mankell montó una obra sobre la vida de Cardoso, y precisamente cuando se estaba representado mataron a Siba-Siba. En ese momento sentí que no sabía dónde acababa la realidad y empezaba el teatro. Los asesinos fueron detenidos y condenados a treinta años, pero su muerte dejó un gran vacío. Mankell se emociona hablando de Cardoso. No sólo él le echa de menos. Un graffiti y unas flores secas, que algún día formaron un ramo, recuerdan su memoria en el muro junto al que fue abatido cuando salía del periódico.
Seguramente El chino sea su novela más global; los personajes se mueven por tres continentes, pero parte de la obra transcurre en la Suecia que se desvanece con el nuevo milenio, plagada de granjas casi desiertas y pueblos aislados, un tipo de sociedad que Mankell conoce bien. Nació en Estocolmo, pero desde pequeño vivió en pequeñas aldeas en el norte del país en las que su padre ejercía como juez. Abandonados por su madre, él y sus hermanos fueron criados por su abuela, la persona que incitó desde bien pequeño a Mankell a escribir y a leer. Cuando recuerda el pasado y la aldea en la que creció y se contempla en Maputo no puede evitar cierta nostalgia y un golpe de vértigo: ¡Vaya viaje!, dice con la mirada perdida. La decisión de quedarse a vivir en África la tomé ¡en Salamanca!, en el curso de un viaje en coche desde Suecia hasta Portugal donde debía embarcar rumbo a Maputo. Alquiló una habitación en un hotel de carretera, pero el ruido de las cañerías y el tráfico no le dejaron conciliar el sueño. Pasé la noche en vela dando vueltas a una idea y nunca me he arrepentido. Pasar seis meses en Europa y seis en África me ayuda a mantener la perspectiva. Además de sus carreteras y hoteles inolvidables, de España le gusta Goya. Cada dos años como máximo regresa al Museo del Prado de Madrid para rendirse ante sus cuadros. Es el mejor contador de historias que conozco.
El inevitable paso del tiempo en una mujer que no se atreve a preguntarse qué ha sido de su vida y el recuerdo de su pasado como militante maoísta en los años sesenta le sirven en esta ocasión como marco argumental, pero Mankell niega cualquier proximidad ideológica con ese personaje. Nunca militó en la extrema izquierda ni en los grupos cercanos al partido comunista siempre fui libre con respecto a los partidos, aunque cuando contaba 20 años apoyó las protestas contra la guerra de Vietnam. Todavía tengo alguna marca, añade señalando en algún punto de su cabeza la cicatriz que oculta su blanca caballera. Se trata de una herida de guerra, recuerdo de la policía francesa cuando corría por las adoquinadas calles de París, en pleno Mayo del 68. Entonces y ahora, la cuestión básica en la que basa su militancia personal se llama solidaridad. Sin ella es difícil crear una sociedad justa. Para explicarlo recurre a una historia que les suele contar a los jóvenes: Imagina que te encuentras en casa viendo televisión y en un momento dado escuchas que alguien grita en la calle pidiendo socorro. Tienes dos opciones: subir el volumen o bajar a la acera y tratar de ayudar. La solidaridad pesa más que las ideologías. Muchas personas creen que esa fraternidad se identifica con un tipo de emoción, y es verdad, pero también es algo racional que tiene que ver con la inteligencia; si quiero que mis hijos tengan un mejor futuro, debo procurar que los otros también lo alcancen.
Esa militancia impregna todo su trabajo, aunque se defienda alegando que se trata de un artista, no de un político. Nunca soñó con triunfar en el género negro. El creador de Kurt Wallander, el inspector que le encumbró y al que retiró de un plumazo cuando empezó a cansarle, tuvo claro desde el momento en que inició esos libros que quería un personaje que cambiara constantemente, no deseaba alguien como Poirot. A partir del tercer libro hablé con una amiga que es médica para que le diagnosticara una enfermedad, dada su forma de vida, siempre mal alimentado y manteniéndose a base de café, y que resultó ser la diabetes. En el siguiente título, el inspector descubre que es diabético y fue el libro más popular. Nadie imagina a James Bond con esa enfermedad; claro que Bond juega en el Real Madrid, y Wallander, en la quinta división. No oculta el orgullo que le produce la adaptación que ha realizado el actor Kenneth Branagh para la BBC de tres de sus libros. Fue el propio actor el que planificó la serie en la que participa también como productor. Me gustó mucho hablar con él y tratar de ayudarle.
Otro escritor sueco, Stieg Larsson, y dos de los títulos de la trilogía Millennium ocupan las listas de libros más vendidos desde hace semanas en Europa, pero Mankell no parece muy interesado en hablar de ese fenómeno. Ha leído los libros que se publicaron tras la muerte del periodista, pero no le han emocionado. Su opinión es que el éxito de Larsson se puede equiparar al de cualquier best-seller, en el estilo Dan Brown. Y lo dice sin envidia. Ciertamente, Mankell no tiene problemas de ventas Mi administrador dice que contando desde que nací hasta hoy habría vendido mil libros diarios, y el dinero, aunque sea fácil decirlo cuando sobra, no parece su prioridad. Nunca me voy a comprar un Mercedes, mi vida se basa en el trabajo y en vivir con mi mujer y mi familia. No quiero grandes mansiones con piscina. Tiene cuatro hijos de tres matrimonios anteriores a su relación con Eva Bergman. Dispone de un piso en Gotemburgo, otro en Estocolmo, y paga muchos impuestos, pero parte del dinero que gana lo dedica a apoyar proyectos en África.
Si con la obra de Larsson se mostraba reticente, su rostro se ilumina cuando escucha el nombre de John Le Carré: Es muy importante para mí. Los dos estamos muy enfadados con la situación del mundo. Ambos han criticado a las empresas farmacéuticas por el precio de los medicamentos en África o por su adulteración en algunos casos. En los 55 minutos que llevamos hablando han muerto 25 niños de malaria y sus muertes podrían haberse evitado porque hay medicamentos para atenderles, pero las grandes compañías prefieren ganar dinero. Hay una cosa que me duele mucho, el analfabetismo. Ahí reside la causa de todo. Aquí, en Maputo, el 75% de la población no sabe leer ni escribir, y ése es un problema que tendría fácil solución. Algunos creen que se trata de una cuestión de dinero, pero basta hacer las cuentas. Sólo con lo que nos gastamos en Europa en alimentar a nuestras mascotas durante un año solucionaríamos esa lacra; no quiero decir que no los alimenten, sino que se trata de poco dinero. Cómo se van a defender del sida si no saben leer.
Cuando Mankell se arranca a hablar de África no hay fisuras. La crisis del VIH en el continente africano o las condiciones de vida de sus habitantes le han inspirado nuevas historias que ha publicado en formato de literatura infantil, como la trilogía dedicada a Sofía, una historia real sobre una niña mozambiqueña que perdió las dos piernas al pisar una mina abandonada tras la guerra, en un accidente en el que falleció su hermana María y que en España ha publicado Siruela. La trilogía en la que recrea la cotidianidad en las aldeas africanas A un kilómetro de donde nos encontramos hay gente que pasa hambre pone los pelos de punta. El dinero que ingresa por la venta de estos libros se destina a la aldea de Sofía. Mankell solía sentarse con ella y le leía los cuentos en los que relata cómo se desplazaba, apoyada en sus muletas, varios kilómetros para acudir al centro de salud o cómo la abandonó su marido en la selva para que la devoraran los animales, pero ya ha cerrado esa historia. El vínculo entre ellos es demasiado fuerte, tanto que el primer hijo de Sofía fue bautizado como Leonardo Henning.
Mankell parece haber encontrado en África algo más que esas historias con las que trata de conmover a los descreídos ciudadanos del primer mundo. Uno de sus trabajos relacionado con ese continente devastado, Moriré, pero mi memoria sobrevivirá, su particular reflexión sobre las personas que mueren de sida cada día sin fármacos para combatir la enfermedad, le dio mucha más satisfacción que la fama y los actos literarios en los que participa. Mientras viajaba por Uganda quería saber buscando documentación, en las afueras de Kampala se cruzó con Aida, una niña que había perdido a su madre. Aida no sabía leer ni escribir; abrazado en su regazo, guardaba un cuaderno del que emergió una mariposa azul al abrir las páginas. Como las que le gustaban a su madre. Los ojos del escritor se han llenado de lágrimas, una reacción propia de un personaje sensible, como Wallander, o de alguien que sabe por experiencia lo que supone crecer sin la mirada de una madre.
El chino. Henning Mankell. Traducción de Carmen Montes. Tusquets. Barcelona, 2008. 471 páginas. 20 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.