Una nocturna aparición
De grandes cenas están las sepulturas llenas. Pero no sólo: también los pretendidos fenómenos paranormales (y, quizás, los sobrenaturales) se originan a menudo en comilonas nocturnas excesivas, en estómagos saturados, en libaciones pantagruélicas. Todo ello, unido a mi carácter sobremanera impresionable, quizás explique el extraño suceso que me ocurrió el pasado miércoles y que, desde entonces, me tiene sumido en abismal zozobra. Después de una copiosa cena con amigos en la que corrió más alcohol del conveniente, y tras acostarme e intentar en vano concentrarme en la lectura de La gran madre, el apasionante libro de Erich Neumann (1905- 1960) acerca del arquetipo de la Diosa matriarcal que acaba de rescatar Trotta, me venció un tan irresistible y repentino sopor que ni siquiera tuve tiempo de adoptar una postura propicia para el descanso y apagar la luz de la mesilla. No he podido recordar qué estaba soñando cuando, un par de horas más tarde, me despertó bruscamente un espantoso ruido procedente de la biblioteca del pasillo, pero tengo la difusa sensación de que algo tenía que ver con las imágenes de las venus esteatopígicas paleolíticas reproducidas en el libro o, quizás, con otras semejantes incluidas en El mito de la diosa (Siruela, 2005), de las también junguianas Anne Baring y Jules Cashford, un volumen que había consultado por la tarde para contrastar algunas de sus tesis con las de Neumann. Salté de la cama como impulsado por un resorte y llegué rápidamente al pasillo. Fue allí donde tuve la visión que -ahora lo sé- me conturbará hasta el fin de mis días. Rodeado de una nube de humo de pestilencia deletérea y luciendo un prominente abdomen que evidenciaba su avanzado estado de gestación, se alzaba la figura de monseñor Martínez Camino, a quien me quedé mirando tan mesmerizado como esos ciervos que encuentran la muerte tras ser deslumbrados por los faros de un automóvil mientras atraviesan carreteras secundarias a altas horas de la noche. El prelado vestía de negro (no recuerdo si con sotana o clergy; mi mirada se concentraba en su abultado vientre) y se tocaba con un gorro de piel de lince ibérico (lynx pardinus) muy semejante en forma y tamaño a aquellos de pellejo de mapache con los que se cubría Davy Crockett, uno de los héroes de mi infancia. De nuestra conversación -porque la hubo, y distendida, aunque preñada (sí: repleta, cargada) de reproches mutuos- sólo recuerdo una frase de enigmático significado que el eclesiástico pronunció a modo de despedida (y que, posteriormente, he rastreado en Corintios 1, 29-30): "Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran, los que lloran como si no lloraran; los que están alegres como si no lo estuvieran". Dicho lo cual, y tras escucharse un nuevo estrépito iniciado en el corazón de la nube, el prelado desapareció. Soy consciente de que es difícil que alguno de mis improbables lectores llegue a creerme, lo que redundará sin duda en una (nueva) caída en desgracia laboral. Si les sirve de algo, y tras consultar con amigos de confianza, ya no me siento seguro de lo que vi. Por eso he decidido pedirle a mi antiguo psicoanalista que me haga el favor de readmitirme en sus horas de cuarenta minutos (dos veces por semana). Creo que quedan algunos extremos en los que deberíamos seguir profundizando.
No dejen de consultar las novedades de la interminable bibliografía acerca de aquella guerra de nuestros abuelos o de nuestros padres
Conmemorando
Ignoro si los nostálgicos más o menos fachosos y la siempre adorable carcundia ("¡cuídate, España, de tu propia España!", advertía el cholo César Vallejo en 1938) tienen algo preparado para el próximo 1 de abril, festividad setentona de la cautividad y desarme del ejército rojo, así como del alcance de los últimos objetivos militares por las tropas nacionales. Hace cincuenta años, cuando los arriba mencionados todavía no tenían motivo para la nostalgia y campaban por sus respetos en un solar de su entera y exclusiva propiedad (¡y que Dios y la policía política libraran a quien intentara ponerlo en duda!), los vencedores conmemoraron la efeméride con una inauguración de campanillas (y cruces): la del Valle de los Caídos. En el discurso que pronunció en la abarrotada explanada aquel soleado 1 de abril de 1959, el despiadado Caudillo de voz atiplada recordó los valores de la Cruzada y no profirió para nada el término "reconciliación", lo que dejaba bien a las claras de qué "caídos" se trataba. En El Valle de los Caídos. Una memoria de España (Península), el periodista Fernando Olmeda ha reconstruido la historia (también la oculta) de aquel faraónico monumento funerario y de los esclavos que lo levantaron, de su coste, de sus símbolos, de las intrigas y codazos que su construcción suscitó entre los detentadores de la victoria y entre los técnicos y artistas que lo diseñaron. Si tienen el día tonto y conmemorativo, no dejen de consultar otras novedades de la interminable bibliografía acerca de aquella guerra de nuestros abuelos o de nuestros padres (que todavía, sin embargo, de vez en cuando, etcétera). Yo lo he hecho con dos libros muy diferentes publicados por esa apabullante máquina editorial que es RBA: el muy sugerente El arte de matar. Cómo se hizo la Guerra Civil española, en el que Jorge M. Reverte pone al día, analiza e interpreta la historia militar del conflicto, y Partes de guerra, una estupenda antología de cuentos de importantes autores escogidos por el novelista Ignacio Martínez de Pisón, que ha dispuesto cronológicamente las diferentes narraciones de manera que, en conjunto, ofrezcan a su vez un más extenso relato de aquel conflicto lejano (pero que todavía, sin embargo, de vez en cuando, etcétera).
Dentista
La salita de espera de mi dentista es mi segunda biblioteca de revistas, de manera que procuro llegar con anticipación. En ella la oferta es ecuménica y felizmente atrabiliaria. En publicaciones como Mía me entero de trucos para blanquear la dentadura sin usar abrasivos. En Política Exterior leo un artículo sobre los piratas globalizados del Índico. Esta última semana, ojeando con flemón el último número de Arbor me he encontrado con un interesante artículo de Álvaro Ribagorda acerca de los intelectuales de la Residencia de Estudiantes. En algunas de sus notas el autor lamenta la nula colaboración prestada por "los directores" de la Fundación Residencia de Estudiantes a la hora de consultar sus archivos. Algo en ese sentido puede leerse también en una nota a un artículo incluido en el estupendo catálogo publicado con motivo de la exposición La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la Segunda República. Resulta discriminatoria -además de frustrante- la política de acceso a las fuentes y el irritante secretismo practicados por quienes caen en la tentación de considerar como propio (o de "los suyos") el patrimonio de la institución que gestionan (con acierto, en otros aspectos). Como ya he manifestado anteriormente, una cosa es la necesaria protección de los archivos, y otra muy distinta dispensar autorizaciones, negativas o aplazamientos según criterios arbitrarios.
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