La importancia del patrón
En el programa electoral del PSOE de 2004, el cambio en el patrón de crecimiento hacia uno basado en ventajas que permitieran mejoras de la productividad y de la competitividad de la economía española constituía una de las piezas esenciales. Había sido algo largamente reclamado por no pocos economistas, a tenor del muy explícito deterioro que sufría el saldo por cuenta corriente de la balanza de pagos y de la extrema vulnerabilidad asociada a la dependencia de la construcción residencial. Si la inversión privada buscaba destinos rentables a corto plazo en los activos inmobiliarios, la inversión pública en capital tecnológico y humano estaba lejos de compensar: era manifiestamente baja, inferior a la media de las economías de nuestro entorno.
Cuando se inicia la actual crisis internacional, España, su producción y el empleo, dependía más de ese sector que a mediados de los noventa; eso equivalía al doble de lo que representaba en las economías de nuestro entorno. Ese contagio de la crisis financiera originada en EE UU sorprende a la economía española con un elevado nivel de endeudamiento privado y un sistema bancario preñado de activos inmobiliarios. Sorprende también a un Gobierno que ya no parecía tan incómodo con la hegemonía de un sector que, aunque poco intensivo en conocimiento, le proporcionaba sabrosos ingresos tributarios y una subida del empleo sin precedentes. Trabajo, eso sí, poco cualificado y con contratos laborales que abundaban en la excepcional tasa de temporalidad del mercado de trabajo. En definitiva, en un patrón de crecimiento impropio de una economía moderna.
Que ahora el presidente del Gobierno haya basado toda su intervención en el último debate del estado de la nación en la aceleración del "cambio de modelo" (mejor sería reducir la retórica y limitarse a tratar de diversificar el patrón de crecimiento) hay que saludarlo: nunca es tarde si la dicha es buena. Y bueno es que el propósito de tratar de amortiguar el desplome de la demanda agregada se oriente hacia decisiones de inversión pública más directamente intensivas en esas formas de capital que han demostrado en otros países sus favorables efectos sobre la productividad y, en definitiva, sobre el crecimiento de la renta por habitante. Junto a esa mayor dotación de capital público en educación y capital tecnológico, harían bien las autoridades en predicar con el ejemplo y contribuir a la mejora de la productividad de las administraciones públicas. Aunque tardío, es saludable el compromiso en reducir los plazos y trámites para la creación de empresas, como lo sería extender esa garantía, un derecho propio de una sociedad moderna, a una interlocución digital única con todas las administraciones.
El potencial que ofrecía este debate prácticamente monográfico sobre la situación económica habría sido mucho mejor empleado si los partidos de la oposición, con el PP a la cabeza, hubieran exhibido sus propuestas en mayor medida que el empeño en descalificar y añadir más crispación. La confianza en las instituciones, en sus representantes políticos, es una parte importante de los componentes de esa otra forma de capital, el social, que cada día se revela más importante en el buen funcionamiento de las modernas economías.
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