La gloria del libro
Leo en Charles Simic -el último de mis poetas favoritos- una estupenda nota acerca de una mujer tan acostumbrada a mentir que fingía orgasmos cada vez que se masturbaba. Me acuerdo de ello, por razones estrictamente torticeras y psicoanalizables, cuando pienso en la inminente Feria del Libro de Madrid, esa ocasión anual para el gozoso "encuentro de los escritores con su público". Aunque, por motivos tan repugnantes como elitistas (eso me reprochó un librero enfadado) nunca he sido el mayor fan del evento, lo cierto es que la feria beneficia a muchos, empezando por lectores que acuden a buscar lo que no pudieron hallar en las librerías. Lo malo es que en la mayoría de las casetas -hay excepciones, claro- se exhiben los mismos libros: este año contaré las que no tengan Larssons y Meyers. Y también, por cierto, las que muestren algún interés por el libro electrónico, el gran ausente. La feria está controlada desde hace tiempo por el Gremio de Libreros de Madrid, lo que cada año crea tensiones con algunos editores, que amenazan con llevar a los tribunales el litigio acerca de la titularidad. En los estatutos de la feria puede leerse que está organizada por los libreros con la colaboración de los distribuidores. Claro que algunos representantes de unos y otros me han confesado que la mayor ilusión de sus vidas sería tener acceso a las cuentas y curiosear un poco en aras de la transparencia. En el cartel "tipográfico" -que no acaba de gustarme, y bien que lo siento- se consignan frases que "identifican no sólo la gloria del libro, sino el regalo que es el libro". Me enviaron una primera versión con, entre otros errores, la frase de Edmund Wilson atribuida a Séneca, la de Bioy Casares a Quevedo, y la de Vasconcelos a Valéry. Luego las corrigieron (pero vaya usted a saber) y sustituyeron alguna. Me gusta lo de la gloria del libro. Mi primera novia -un amor desesperado a los 12- se llamaba Gloria, y cuando la conocí estaba leyendo un libro (ella). Este año la feria conmemorará a Darwin y a Larra, bicentenarios. Y la invitada de honor será la literatura francesa, que "cuenta con una tradición de gran vigor literario". Sin embargo, entre los patrocinadores no figuran ni la embajada ni ninguna institución del país del último Nobel de literatura (yo hubiera preferido a Modiano). Puede ser que nadie se lo pidiera. O que los franceses, tan literarios, sólo hayan pretendido realizar un pequeño homenaje a Félix Grandet, el tacañísimo papá de Eugénie (la de Balzac). Además, Telefónica y Caja Madrid han dejado su sitio a Mapfre, que ahora está a la que salta. Adoro la feria. Y la odio. Y la amo. Allí estaré también, si no me arrojan piedras. La gloria del libro. El libro de Gloria.
Eurovisión
Con la edad, mis antiguas convicciones políticas se han moderado. La madurez obliga al matiz, y el matiz disgrega las certezas, introduce la duda en creencias que se conjeturaban inamovibles. La edad derriba a los dioses y -ay- nunca los sustituye por otros de tan sólida apariencia. En virtud de esa ley desigual y combinada que afecta a la evolución del carácter de las personas, un antiguo partidario de los consejos obreros podría terminar, por ejemplo, afiliado a UGT o a CC OO, persuadido de que más vale pájaro en mano y el capitalismo es el mejor de los sistemas posibles. La edad calma. Claro que eso no sucede en todos los casos, ni siempre. En lo que a mí respecta, conservo una convicción radical que me forjé en mi loca juventud: tengo para mí que la verdadera construcción de Europa debe pasar necesaria y absolutamente por la prohibición del llamado Festival de Eurovisión, quizás el espectáculo de masas más irredimiblemente hortera y pretencioso de cuantos ha imaginado la mente europea desde el fin del Sacro Imperio Romano Germánico. Ignoro si alguno de mis improbables lectores tuvo oportunidad de caer hipnotizado, como me ocurrió a mí, por la puesta en escena del último: ante el escenario de la Olympisky Arena de Moscú hemos tenido ocasión de estremecernos por el europeo hortera y lamentable que todos -miembros, aspirantes y periféricos- llevamos dormido dentro. En su todavía aprovechable Contra la interpretación, Susan Sontag afirmaba que lo camp -esa peculiarísima y hoy habitual manera de mirar el mundo como fenómeno estético- tendía a verlo todo entre comillas: una lámpara era una "lámpara", y una mujer, una "mujer". En la última apoteosis de la horterez eurovisiva, hasta los espectadores hemos sido "espectadores". Nunca, jamás, había presenciado en la caja tonta algo semejante a esa inmarcesible y contumaz afirmación de sonriente y eufórico mal gusto (incluyo el Gran Hermano de la señora Milá). En cuanto a la canción ganadora del joven andrógino bielorruso (bajo bandera noruega), tengo que decir que la he grabado en un cedé que he enviado al espacio con el propósito de disuadir a posibles viajeros extraterrestres. Si vienen a visitarnos, que no se llamen a engaño.
Puente
Alérgico a viajar durante los puentes, y enemigo radical del grasiento casticismo de entresijos y gallinejas, celebré las fiestas de San Isidro encaramado en mi sillón de orejas y sumergido en la lectura de uno de esos libros que compensan del esfuerzo de hojear a diario docenas de otros inmediatamente postergables. En los últimos años, a medida que mejoraban los hábitos de lectura de los españolitos, hemos olvidado algo tan sencillo como que leer no es un fin en sí mismo. Leemos más, pero también leemos más basura. Hemos rebajado el listón, y nos hemos acostumbrado a que nos "cuenten historias" que se leen fácilmente, como cuando nos sentamos delante de la tele dispuestos a tragarnos lo que nos echen. De manera que nos hemos olvidado de que, a menudo, enfrentarnos con la excelencia requiere un esfuerzo que termina mereciendo la pena. Leyendo a los grandes novelistas, esos que además de usar el lenguaje para contar una historia lo utilizan para construir un estilo, conseguimos tener una experiencia de su mente. Y, con ellos, de igual a igual, aceptamos gustosos esa eterna invitación al diálogo que forma parte indisoluble de la literatura. Eso me ha pasado, estos días, con La lluvia antes de caer (Anagrama), de Jonathan Coe, una de las mejores novelas de mujeres escritas por un hombre que he leído en los últimos años. El autor, que ya había diseccionado el clima ideológico y moral de los años de la Thatcher (¡Menudo reparto!) y de Blair (El club de los canallas, El círculo cerrado) nos ofrece ahora la menos satírica (y política) de sus obras. Una historia familiar cuya trama se desenvuelve a partir de las grabaciones de una anciana que comenta una veintena de fotos tomadas a lo largo de más de medio siglo: en la prosa de Coe las palabras valen mucho más que mil imágenes, lo que no deja de ser reconfortante y balsámico. En serio, si buscan novelas que no se lean de un tirón y traten al lector con respeto, si les gusta desentrañarlas y demorarse en ellas, acudan a una buena librería, háganse con un ejemplar y elijan el momento más propicio para empezarla. Ya me contarán.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.