Las glicinias de Faulkner
La noche del 31 de enero de 1936 William Faulkner fechó la última página del manuscrito de ¡Absalón, Absalón!, en su casa de Rowan Oak, en Oxford, Misisipi. No hay testimonios sobre su estado de ánimo en ese momento, pero no nos cuesta nada imaginar la extenuación y la felicidad, el repentino vacío, el estupor incrédulo de haber terminado. Vería las páginas, el escritorio, la habitación en la que se había quedado trabajando hasta tarde, tras una niebla de ligero mareo, de humo de tabaco y alcohol. Tenía menos de cuarenta años y estaba aposentado en el centro de su vida y en la cima de su talento. Los libros no le daban para vivir ni le habían deparado todavía una consideración indudable, pero el torrente prodigioso de su inspiración no había dejado de fluir durante más de ocho años desde que un día de mayo de 1928, en quiebra y rechazado por sus editores, recibió como un golpe de claridad la imagen de una niña que escala las ramas de un árbol para asomarse a la ventana de la habitación donde su madre está muriendo y se puso a escribir en estado de trance El ruido y la furia.
La rapidez en la escritura, la fecundidad, tienen mala prensa; se admira al artista que segrega una obra escasa y concentrada con la dolorosa lentitud de un cólico nefrítico. Entre 1928 y 1939 William Faulkner publicó al menos seis novelas magistrales -The Sound and the Fury, As I lay dying, Sanctuary, Light in August, Absalom, Absalom!, The Wild Palms- además de tres libros de cuentos. Escribió borradores de novelas futuras y guiones para el cine. Viajó a Hollywood; vivió angustiado por la falta de dinero, la infelicidad conyugal, la cerrazón hostil de la sociedad sureña, dentro de la cual era un extraño, y fuera de la cual se encontraba perdido; sucumbió varias veces al colapso alcohólico; aprendió a pilotar aviones y estuvo a punto de estrellarse más de una vez; y en medio de tantas turbulencias sombrías continuó escribiendo con una obstinación que se alimentaba de sí misma y tenía algo de desmesura entre heroica y demente, porque esos libros que para nosotros atraviesan como cometas la literatura del siglo tenían críticas romas y pocos lectores y estaban descatalogados al poco tiempo de su publicación.
A un escritor así uno no sólo lo admira. En la edad de descubrir, cuando uno empieza a leerlo, Faulkner es un modelo y un héroe, y su lado catastrófico más que disuadirnos de seguir su camino nos parece que confirma su grandeza. El literato joven suele vivir en una adolescencia retardada, y en el ejercicio de su vocación hay una parte de impostura, de actuación más o menos premeditada. Más que a escribir dedica su esfuerzo a imaginarse escritor; lee y estudia en el espejo su actitud lectora; y su admiración la reserva sobre todo para escritores que lo son muy visiblemente, que actuaron o actúan como tales y dedican cierto esfuerzo a cultivar su personaje. El literato joven, en otras palabras, es un fraude, y lo es más cuanto más auténtico se imagina, y puede llevar su devoción hacia otro escritor hasta el extremo de no darse cuenta de que en realidad no lo ha leído, tan sólo se ha dejado deslumbrar por una leyenda que es el espejo benévolo de su narcisismo. Tal vez Faulkner seducía más aún porque él también había cultivado mucho actuaciones de adolescente tardío, como vestirse con uniforme de oficial, fumar en pipa y afectar una cierta cojera para fingir que había participado en la guerra europea, o comprar una ruinosa casa de campo para imaginarse que era un hacendado del Sur. La diferencia es que en el gran escritor el impulso del fraude es el mismo que lo guía sin que él se dé mucha cuenta hacia los materiales que han de alimentar su ficción. William Faulkner, antes de inventar a sus personajes quiméricos, fabuladores y tronados, ensayó el prototipo en sí mismo, y cuando se puso en serio a escribir la impostura se convirtió en confesión, y las historias previamente mentidas o soñadas, las leyendas familiares que a cualquier adolescente le parecen la prueba halagadora de la singularidad de su destino, en su caso adquirieron la nobleza objetiva y universal de una mitología, en la que no faltan ni los relatos del origen del mundo ni los de la soberbia y la perdición de las generaciones humanas.
A los veinte años cayó en mis manos por primera vez ¡Absalón, Absalón!, en aquella edición de Alianza que tenía la letra diminuta y una portada tenebrosa. Me emocionaba tanto haberme convertido en admirador de Faulkner que apenas consideré necesario leer entera la novela. La llevaba en el bolsillo de mi chaquetón de universitario. Leía las primeras páginas, en las que se imponía el relato de una voz monótona, una presencia que era sobre todo una voz en una casa en penumbra, con los postigos cerrados contra el calor del verano, con un olor denso de glicinias recién florecidas. Las glicinias yo no las había visto en la realidad, pero su olor y su nombre eran tan poderosos que varios años más tarde, sin haberlas visto todavía, las incluí en una novela que había empezado a escribir. En esa novela, aparte de las glicinias conjeturales de Faulkner, estaba la sugestión de las voces que cuentan historias sucedidas antes de que uno naciera, historias que sólo existen porque alguien las ha recordado y porque alguien más las escucha queriendo establecer con ellas un corredor que lo lleve a las habitaciones canceladas del pasado.
Yo creía, honradamente, haber leído entera ¡Absalón, Absalón! De hecho había recibido su influencia. Pero más años después acepté el encargo de escribir un prólogo para una reedición de la novela, y descubrí que mi recuerdo era inexacto o quizás falso. Leí ¡Absalón, Absalón! con un sentimiento de novedad absoluta. La terminé y regresé al principio, y entonces creo que aprendí lo que sólo había intuido en mi lectura apasionada y fraudulenta de los veinte años. La novela a la que uno se asomó entonces se ha seguido escribiendo de manera incesante a lo largo de la vida; nos ha estado esperando para mostrarnos en cada lectura la parte nueva que ahora y no antes sabremos comprender; se convierte en parte de lo que nosotros mismos escribimos, como la materia orgánica en la savia de la planta.
Con el paso del tiempo se va volviendo más difícil la impostura, o más fatigosa de sostener. Ahora puedo identificar la forma y el olor de las flores de las glicinias y sigo leyendo esta novela en la que las encontré por primera vez hace más de treinta años. Acabo de recobrarla, en una edición nueva de La Otra Orilla, traducida por Miguel Martínez-Lage, con el formato justo para llevarla en el bolsillo de la gabardina, en este otoño lluvioso. Tengo la novela ahora mismo sobre la mesa, la entreabro, rozo la cubierta o el papel suave de las páginas, y no me hace falta ponerme a leerla para sentir ya que vuelvo a habitar en ella.
¡Absalón, Absalón! William Faulkner. Traducción de Miguel Martínez-Lage. Belacqva. La Otra Orilla. Barcelona, 2008. 528 páginas. 29 euros.
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