Alguien que vuelve
El alma de la fotografía es el encuentro, dice Alberto García-Alix. Uno va al Reina Sofía creyendo que va a encontrarse una exposición de fotos y desde que entra en ese laberinto de antiguas salas de enfermedad y muerte lo que encuentra es mucho más: una crónica, una novela, una confesión, una noche oscura del alma, un viaje al fin de la noche, un viaje de ida y vuelta que es la refutación de su misma imposibilidad. De donde no se vuelve. Por las escaleras y las esquinas, por los corredores del museo, yo percibo siempre el escalofrío de su antigua condición de hospital. En un lugar así los personajes de Alberto García-Alix revelan su condición frecuente de enfermos y difuntos, de seres dañados literalmente por golpes o navajazos o por su propia decisión de elegir el desastre. También es más fácil de entender aquí (en estas salas donde tantas veces se quedaría en la almohada de una cama recién desocupada el hueco de la cabeza de un muerto) el talento de García-Alix para retratar la ausencia: la camisa de alguien muy querido que murió, la camisa estrujada y llena de sangre de una mujer asesinada, un par de zapatos, una ventana, una pared vacía. Al final, viene a decirnos, presencia y ausencia son lo mismo, porque nada nos retrata mejor que el vacío que hemos dejado al salir de una habitación o que las cosas cotidianas que usamos; y porque esa cara rotunda que nos mira desafiándonos en un primer plano, como queriendo imponernos no sólo su presencia física sino también las normas según las cuales debemos mirarla, muy pronto habrá sido modificada por la desgracia o el delirio y por el paso del tiempo y más pronto o más tarde habrá dejado de existir.
Pero no sólo recorremos una galería de retratos de personajes familiares o anónimos y un mapa de lugares que tienen en común su cualidad extraterritorial (habitaciones de hotel, descampados, bloques gigantes de apartamentos recién terminados en los que todavía no vive nadie, patios de vecindad en ese momento hondo de la noche en el que ya quedan muy pocas ventanas iluminadas, o en ese otro del principio del amanecer en el que ya se han encendido las luces en los dormitorios y las cocinas de los más madrugadores y en el que la luz todavía débil de la mañana no borra la de las farolas). También asistimos a la crónica de unos tiempos que parecían el ayer mismo hasta hace poco y ahora se han vuelto muy lejanos, y a un relato que tiene una arquitectura sofisticada de novela y un desgarro de confesión personal. En los últimos setenta, en los primeros ochenta, la vindicación pop del presente y de lo nuevo parecía implicar una garantía de perpetua juventud. Viejos eran otros, y lo habían sido desde siempre: los padres, por ejemplo, con sus trajes formales y sus gafas de concha anticuadas, las madres con sus batas caseras, con sus sonrisas de obstinado y desfallecido optimismo; viejos eran los barbudos y los melenudos, los del rock sinfónico, la canción protesta, el espesor ideológico. García-Alix hizo entonces la crónica de lo instantáneo, de lo que estaba sucediendo delante mismo de sus ojos, y por eso fue fácil tomarlo distraídamente por un fotógrafo de moda y de lo que estaba de moda: ciertas indumentarias y tipos de peinado, celebridades mayores o menores del momento, a medio camino entre la frivolidad y el malditismo.
Pero lo que hacía en realidad y no ha dejado de hacer desde entonces es lo que no ha hecho casi nadie más con esa suma de verdad y de talento, con esa desvergüenza, no sólo para ser testigo del esplendor y de la destrucción de los demás, sino para mirarse a sí mismo. Una y otra vez, a lo largo de treinta años, Alberto García-Alix se ha sometido al escrutinio de su cámara con una valentía más admirable aún en un país en el que todos, siendo tan propensos al exabrupto ronco y a las proclamaciones terminantes, somos sin embargo de una mojigatería extrema a la hora de escribir en primera persona sobre nosotros mismos. La crónica tendría trampa si no fuera también una confesión; la mirada que retrata inflexiblemente los paraísos artificiales y los infiernos de los otros tendría algo de espionaje morboso si no se volviera hacia el fotógrafo para mostrarlo como uno de ellos. Diane Arbus perseguía a los raros y a los monstruos pero guardaba siempre la distancia en el fondo hipócrita de la observación: "Os busco y os espío pero no soy uno de vosotros", parece decirles, emboscada tras la cámara. La originalidad de un artista como Alberto García-Alix es inseparable de una decisión moral que no es menos rigurosa por jugar con el exhibicionismo y con la máscara, con la impostura, con la jactancia: si sabe tanto de esos mundos es porque él mismo ha viajado por ellos; si retrata el tenebrismo lívido del ritual de la heroína es porque alguna vez ese brazo en el que se hinca la aguja ha sido el suyo; quien lo probó lo sabe: si no lo supiera no habría podido retratar esa cara de expectación y pánico del que espera al dealer y no sabe si lo verá aparecer; no percibiría el drama de la primera luz del día en un paisaje de extrarradio ni la sonrisa ebria ni el peso de los párpados entornados de quien se perderá durante los próximos minutos en una especie de densa eternidad sin dolor.
Él ha estado en ese lugar de donde no se vuelve: él ha regresado, ha emprendido otros viajes. En una sala a oscuras del Reina Sofía, detrás de un cortinaje negro, yo veía la película o el montaje visual que ha hecho Alberto García-Alix con sus fotos y con las músicas que ama y con el metal de su propia voz y pensaba con envidia: qué novela. El viaje al pasado sucede a lo largo de otro viaje simultáneo a los confines del mundo y casi a los del porvenir. El porvenir que no pudieron conocer los que ya están muertos; el que mira el superviviente con la sensación de estar viendo por error un tiempo demasiado lejano para ser suyo: las autopistas, los callejones ruinosos, los rascacielos en construcción de Pekín, siniestros como acantilados de nichos. Una novela es una mirada y una voz y el lugar en el tiempo desde el que se cuenta la historia. Desde la máxima lejanía, una noche de otro siglo en Pekín, un hombre recuerda a los vivos y a los muertos y sostiene su propia mirada en el espejo de una habitación de hotel que se parece mucho a tantas otras que frecuentó en sus vidas pasadas. Pero en esa distancia en la que se ve perdido advierte signos familiares: ventanas iluminadas, claridades de amanecer sobre tejados pobres, caras de hombres y mujeres tan perdidos como él y en cuya fragilidad y locura se reconoce. Dispara la cámara y los retrata con ella, figuras emergiendo en la oscuridad, perdiéndose. El encuentro es el alma de la fotografía. -
De donde no se vuelve. Alberto García-Alix. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid. Hasta el 16 de febrero. www.museoreinasofia.es/
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