Acorazados de bolsillo
Quizá algunos de mis improbables lectores recuerden aquella película de Powell y Pressburger que se llamó La batalla del Río de la Plata. En aquel drama bélico, que vi de niño con los ojos ardiendo como antorchas, se relataba la persecución y hundimiento (por orden de su capitán) del acorazado de bolsillo Admiral Graf Spee, acorralado en el gran estuario (diciembre de 1939) por una flotilla de la Royal Navy enviada para acabar con sus acciones corsarias en el Atlántico Sur. Como se sabe, los pocket battleship fueron una de las más letales soluciones imaginadas por la Kriegsmarine para esquivar las restricciones militares impuestas a Alemania en el Tratado de Versalles. Los he recordado a propósito de la apabullante invasión de nuestras librerías por esos magníficos artefactos de la cultura de masas que son los libros de bolsillo, y que ahora se presentan remozados como respuesta de los editores al desplazamiento creciente del gasto familiar hacia bienes de consumo de bajo precio. La pelea por el mercado del libro se traslada a esos pequeños acorazados de (aprox) 12,5 por 19 centímetros que, convenientemente rejuvenecidos, se enseñorean de las librerías ofreciendo a bajo precio lo mejor de cada casa. Casi no hay grupo que no haya lavado la cara -y las tripas- con mayor o menor intensidad a su colección "menor" para hacerla más atractiva. En algunas, como DeBolsillo -la primera de España en ventas-, se cambia y unifica el diseño de las cubiertas. En otras, como en la de Zeta, se individualiza cada volumen "porque el libro de bolsillo tiene un valor emocional" (?). Una de las consecuencias de la invasión bolsillera es la reducción del tiempo entre la edición trade (normal) y su correlato económico, que en España era de los más dilatados de Europa. Otra es la ampliación del espacio consagrado a los libros económicos: incluso en esos grandes almacenes a los que me abstendré de criticar (son grandes anunciantes, y no está el horno para bollos) se han habilitado más estanterías para albergarlos. Por eso, a muchos libreros independientes que se iban acomodando a los pequeños números y a ganancias más lentas, iniciativas como la quiosquera -y bien diseñada- Biblioteca Anagrama (distribuida por RBA: no olviden el dato) les sientan como si un rinoceronte irrumpiera furiosamente en su pequeña cacharrería cultural. Ya sé que Herralde, que celebra orgulloso (et pour cause) el 40º aniversario de su Yoknapatawpha editorial, dirá que se trata de públicos (y canales) distintos, pero dudo que esos argumentos emocionen a los libreros que venden sus "compactos", pero no su "marca blanca" para quiosco. En todo caso, que los lectores aprovechen las ofertas en "productos" con (por ahora) precio fijo es bueno, porque les recuerda algo sospechosamente olvidado en este sector tan "espiritual": que también son consumidores. De manera que busquen, comparen y compren lo mejor que encuentren. Y, a propósito, no se olviden de que existen las bibliotecas públicas: ahí los libros cuestan aún menos. De nada.
Los libros de bolsillo se presentan remozados como respuesta de los editores al desplazamiento del gasto familiar hacia bienes de consumo de bajo precio
Novísimos
Recientemente impartí en un máster un módulo sobre la edición literaria ante una treintena de jóvenes (ellas eran mayoría) seducidos por la idea de hacer libros. Cierto que no habían leído mucho, pero ésa es una enfermedad de fácil tratamiento. La antorcha editorial -aún con el libro gutenbergiano en pleno estupor de pantalla plasmática- continúa su marcha de siglos desde los antiguos bibliópolas hasta los ciberpublishers. En esos mismos días recibí noticia de tres nuevas editoriales que me han interesado. Capitán Swing recibe sintomáticamente su nombre de un imaginario líder de la rebelión antitecnológica luddita, antes de que el incipiente movimiento obrero comprendiera que sus enemigos no eran precisamente las máquinas. Apuestan ideológicamente por formas blandas y compartidas de propiedad intelectual, como las llamadas licencias creative commons y el copyleft. Hasta la fecha han publicado un volumen, Florencia insurgente, de Maquiavelo, y anuncian el inencontrable ¿Por qué no hay socialismo en Estados Unidos?, de Werner Sombart. Aún más misteriosa me resulta la editorial Belvedere -"sociedad unipersonal"-, que ha publicado dos libros para anglófilos recalcitrantes: Los infortunios del reverendo Amos Barton, de George Eliot, y la muy naturalista Esther Waters, de George Moore, una de esas novelas sobre "mujeres caídas" que hicieron furor en la Inglaterra tardovictoriana. Por último, Huacanamo publica con el título de guiño pop Noches de blanco papel la poesía completa ("lo que en este momento deseo conservar en el estado en que actualmente deseo conservarlo") de Roger Wolfe, un poeta a quien conviene releer de vez en cuando para desempalagarse de los pastelillos de chantilly con fresas y frutos del bosque. Ojalá estos editores cumplan también algún día 40 años de actividad, lleven o no su fondo al quiosco.
Postrimerías
Mi admirado crítico J. A. Masoliver Ródenas, a quien la Providencia dotó de un don para la taxonomía, agrupó bajo el marbete de "apocalípticos" a ciertos (nuevos) narradores que, como Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), nos hablan "del derrumbe de la sociedad contemporánea, de que el mundo se hunde", etcétera. Narradores, parecería, de nuestras postrimerías más o menos cercanas. Acabo de terminar El corrector (Seix Barral, en las librerías en febrero), la última novela del escritor asturiano (144 páginas con generoso interlineado: un cuento en época de Henry James) con la misma (pero más acusada) sensación de trascendencia impostada que me acompañó durante la lectura de La ofensa (2007) y El derrumbe (2008). El argumento es a la vez ambicioso y sencillo: un día (el 11 de marzo de 2004) en la vida de un dimitido novelista que se gana la vida corrigiendo pruebas. No de cualquier libro: las que le ocupaban en la ominosa jornada eran, muy convenientemente, las de la traducción de Los demonios, de Dostoievski. El corrector-narrador que cuenta la historia se refiere a su relato (al menos cinco veces) como crónica, pero este lector curioso -nunca crítico acerbo- ha sido incapaz, al terminarla, de saber exactamente de qué o de quién. Innecesariamente sobrecargada de referencias, y deliberadamente "literaria", durante su lectura he echado de menos a Thomas Bernhard -a quien RMS ha leído-, que conocía perfectamente la diferencia que existe (en las novelas) entre hablarnos del dolor (o del amor, o de la muerte, o del fracaso) y mostrárnoslo. Por cierto, el 12 de febrero conmemoraremos el 20º aniversario de la muerte del genial cascarrabias austriaco. Habrá reediciones (Anagrama, Alianza), pero habrá que esperar algo más para la publicación (por Alianza) del relato inédito Mis premios, una crónica (dicen) bastante sulfúrica de los 15 galardones que aceptó "por motivos pecuniarios". El traductor, afortunadamente, sigue siendo Miguel Sáenz. -
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