En el quirófano
Demasiado joven para saber dónde me estaba metiendo, pero demasiado mayor para pasar por ello con dignidad infantil. Entré en quirófano tan aterrorizada, y tan aterrorizada estuve los días previos -por no hablar de los que siguieron; lo cual va a ser imposible, porque es el motivo de este texto- que, si es cierta la teoría de que el estrés por miedo provoca el brote repentino de canas, yo debería tener todo el pelo blanco desde mis 20 años. Tenía 20 años cuando, en un control médico rutinario, alguien decidió que había que arrancarme las cuatro muelas del juicio. Querían salir, pero al parecer no había sitio para ellas y su empeño amenazaba cosas terribles, dientes torcidos, comida acumulada, mal triturada y peor digerida, dolor de tripa, aliento fétido. Un panorama desolador para una chica joven, así que accedí sin tener demasiada idea de dónde me metía exactamente.
La temible anestesia general fueron apenas unos segundos de cuenta atrás, y al instante siguiente, aterida de frío en una sala iluminada, me despertó el dolor. De riñones, de garganta, de cabeza, y sobre todo un lacerante dolor de mandíbulas. Tenía la boca llena de gasas empapadas en antiséptico y sangre, para que las entumecidas mandíbulas ni se rozaran. Me costaba respirar. Lo primero que pensé es que algo no había ido bien, porque no podía ser que me encontrase tan mal cuando me habían asegurado unas simples molestias. No podía hablar ni emitir sonido alguno, así que la primera enfermera que me preguntó cómo estás recibió una mirada de lo más expresiva. Captó el mensaje y me suministró un analgésico. Luego, mientras me frotaba un algodón mojado por la cara, para limpiar las salpicaduras de sangre seca, me contó que todo había ido bien pero que había resultado bastante más difícil de lo que esperaban, que mis muelas estaban bastante adentro y hubo que abrir bastante las encías y forzar bastante las comisuras, para lo que el doctor tuvo que emplear bastante fuerza... En fin. No quise imaginar la escena -el doctor haciendo palanca, apoyándose con un pie, sudando la gota gorda-, pero el escozor en las comisuras, cuando la enfermera pasó el algodón, me la ilustró mucho mejor que sus palabras.
En los días inmediatos el dolor fue a peor. Las encías se inflamaron más y los puntos de arriba se apretaban contra los de abajo, a través de las gasas. Cerrar la boca para beber con pajita era un drama. Las enfermeras decían que exageraba, pero ellas también mentían con lo de la ligera hinchazón. Me parecía al Netol, pero en tonos amoratados y nada sonriente. Las bromas de las visitas no eran bien recibidas; a veces me he arrepentido de haber prohibido también las fotos. A los pocos días degradé en verde azulado. Para cuando llegué al ocre amarillo ya estaba en casa y podía ingerir alimentos algo más sólidos. ¿Alguien cree que adelgacé? Pues no, engordé dos kilos. Rumiando como los camellos un quesito tras otro. Cuando el doctor me dio el alta definitiva, meses después, y me preguntó ¿qué, valió la pena?, no supe qué contestarle. Me quedé mirándole más o menos como miré a la enfermera. De todo aquel calvario sobresalía una duda casi filosófica: ¿Era realmente necesario? ¿Sería mi vida muy distinta sin las tozudas, inútiles y amenazadoras muelas del juicio, de lo que había sido hasta entonces con ellas?
Quién lo sabe. Quién dice que no se trata de un complot cósmico para que entremos en la edad adulta más sumisos y manejables. Porque ya sea de una en una, o las cuatro a la vez, a todos nos quitan las muelas del juicio tarde o temprano. No se libra ni dios, aunque a algunos afortunados ya ni siquiera les salen, o lo hacen tan tímidamente que pueden quedárselas de recuerdo. A los caguetas como yo prefieren arrancárselas de golpe, es lo más cómodo para todos. La desventaja es que no hay tiempo de reacción y que es un mal trago inimaginable, una putada en toda regla. La ventaja es que lo olvidas tan rápido que puedes empezar de cero y dar algún crédito a la teoría de la conspiración planetaria; la prueba de que no es tan disparatada como parece es que, en efecto, yo lo había olvidado. Al fin y al cabo se trataba de madurar, ¿no?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.