El príncipe Mishkin
Leo, releo El Idiota desde muy joven. Recuerdo nítidamente varias escenas, otras, aunque a menudo las repase, se me olvidan o permanecen en el limbo, ahora descontinuado. Su carácter profundamente melodramático me sorprende y me cautiva: la rápida sucesión de los acontecimientos, el uso de recursos folletinescos, el amor a primera vista -ver a una mujer, en persona o en retrato- y enamorarse fatal, literalmente, de ella; esbozar como en cualquier historia amorosa respetable un triángulo perfecto, cuyas aristas se multiplican y anuncian desde el principio el trágico final. Quizá no haya novela en donde los acontecimientos se anuden de manera tan vertiginosa como en la primera parte de este texto, cuyo inicio se desarrolla en un vagón de tercera clase de un tren que recorre, un gélido día de finales de noviembre, el camino entre Varsovia y San Petersburgo.
Quizá no haya novela en donde los acontecimientos se anuden de manera tan vertiginosa como en este texto
En ese vagón se reúnen varios de los principales personajes de la novela, Rogozhin, Mishkin -el príncipe- y el mezquino, arribista y burócrata Levédev. Cada personaje es descrito primero por el narrador en clásica prosopopeya: su fisionomía, su estatura, su atuendo, su manera de hablar y de mirar; luego, los protagonistas se van delineando a medida que el tren y la conversación avanzan, sobre todo cuando entra en escena, sin aparecer en ella, atormentada Nastasia Filipovna Baríshkova.
Mishkin es de estatura superior a la normal, de descolorido pelo rubio, ojos azules e inocentes en cuya mirada se revela un desvarío, anuncia esa enfermedad que aqueja a la vez al protagonista y a su creador, la epilepsia, mal sagrado por antonomasia. En cambio, Rogozhin es pequeño, oscuro, malévolo, de cabellos castaños y rizados y pertenece a una clase a caballo entre el campesinado y la de los pequeños comerciantes, en rápida evolución en la Rusia de mediados del siglo XIX. Al ver a Nastasia Filipovna, Rogozhin siente "como si un rayo lo hubiese atravesado", -Dostoievski jamás se arredra ante el lugar común-, y Mishkin exclama cuando contempla su fotografía, "es una mujer admirable". Estamos frente a una joven de excepcional belleza, vestida con un traje de seda negro sobrio y elegante. Resaltan su enorme palidez y su delgada figura, que contrastan con la robusta contextura de las tres jóvenes Epánchinas, sobre todo Aglaé, la otra gran pasión del príncipe.
Como en Crimen y castigo, la confesión es pública. Mishkin llega a Rusia, vestido como un mendigo extranjero y su primera visita es a casa de una parienta, la generala Epánchina, donde es recibido por un criado y tratado como tal; Mishkin toma al mayordomo como confidente, le cuenta no sólo su vida sino una de sus experiencias más extremas, la de haber contemplado cómo, minutos antes de su ejecución, un condenado a muerte es amnistiado. Experiencia que, bien lo sabemos, había vivido el propio Dostoievski en Siberia; por ello, ésta fue su novela más autobiográfica y la que más apreciaba: Mishkin, cuyo modelo sería a la vez el propio novelista, el Quijote y el Triste caballero, personaje de un poema prohibido de Pushkin.
Los estereotipos extremos del folletín rigen su historia: tratado como criado por sirvientes y señores y par dessus le marché como idiota -y para colmo por Nastasia Filipovna y Aglaé Ivanovna-, despreciado por su vil atuendo y su pobreza, Lev Nicolaiévich, en repentina revolución narrativa, se vuelve millonario y se convierte en la figura romántica por excelencia, el hombre por el cual se disputan las dos mujeres más bellas de la sociedad petersburguesa, el hombre que sin quererlo y, mientras participa en él, modifica su entorno.
Adoro al idiota, lo venero, lo idolatro. Me prosterno ante él y con inmensa pena advierto que habrá de caer en trance de epilepsia: esos instantes previos -los pródromos epilépticos- se caracterizan, en palabras del propio Dostoievski, "por una fulguración de la conciencia y por una suprema exaltación de la emotividad subjetiva".
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