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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Tropiezo en las nubes

Ararat es una película en la que el cineasta canadiense (hijo de armenios y armenio de corazón) Atom Egoyan depositó algunas de las claves de su estrategia narrativa y de su ambiciosa y complicada visión de la vida y la historia. Egoyan es de esos artistas que cuando tropieza lo hace muy arriba, con las esquinas y las arrugas de las nubes, pues de ellas no se baja, y en ésta su última película miró demasiado alto, a los pies le faltó de pronto suelo y el tinglado se le vino encima. El filme es brillante pero duro de ver, aparatoso y carece de unidad interior, está disgregado, discurre a saltos entre tiempos que se estorban, no están bien engarzados y esto hace su visión dura y seguimiento fatigoso y farragoso.

ARARAT

Dirección y guión: Atom Egoyan. Intérpretes: Davis Alpay, Arsinée Khanjian, Christopher Plummer, Elias Koteas, Charles Aznavour. Producción: Atom Egoyan, Robert Lantos. Género: drama. Canadá, 2002.

Esto ya le había ocurrido al célebre director canadiense en obras (y pasajes de obras) precedentes, pero redimía a éstas de la amenaza de hermetismo y de confusión el refinado talento plástico de Egoyan, además de su rara, casi sorprendente, capacidad para usar la fantasía sin fantasear, conservando siempre en sus visiones irreales, surreales y oníricas un extraño eco de realismo y verismo escondidos.

Pero lo que en Exótica condujo a una inquietante y fascinante armonía de contrarios, en Ararat se convierte en disonancia, en desacuerdo y desarmonía. El filme es denso, grave, está hecho con buen gusto y oficio y en él, Egoyan prosigue su esfuerzo de sacar luz de ranuras oscuras e impenetrables del comportamiento. Pero lo que nos cuenta, y de ahí procede la desarmonía, es el cruce de una historia intimista, la suya y la de sus antepasados, en contrapunto con la reconstrucción de los datos esenciales de la destrucción de su pueblo, aquel bestial genocidio que sobre Armenia desencadenó el ejército turco de Kemal Pachá en 1915.

Ararat abre la herida de uno de los más brutales sucesos del siglo XX, el exterminio de un millón de hombres, gente en la que Egoyan se ve su propia sangre como un hilo desprendido de la de aquéllos. El filme es una continua y larga serie de saltos, de idas y venidas entre un tiempo pasado que no acaba de verse bien definido como reflejo cinematográfico de la historia y un presente que, por discurrir en exceso troceado por los retrocesos temporales, no logra crear escena ni ficción, es decir: un marco lo bastante bien construido y continuado que permita un desarrollo dramático convincente, en el que los actores puedan tejer una verdadera composición de la vida de los personajes expulsados de la historia. Y estos personajes se acartonan, mientras se hace visualmente inabarcable la aventura de los hombres que, repartidos por el planeta, viven a la sombra del monte Ararat, la gran montaña símbolo del gran genocidio. Enorme asunto, sobrecargado de ambición, que sobrepasa las fuerzas de Egoyan.

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