"Señora, me ha disparado"
Contemplando el impacto de la muerte de Michael Jackson, la memoria retrocede. Evoca otras desapariciones igualmente bruscas, rescata defunciones que quebraron la imagen oficial de sus desdichados protagonistas. Entre ellas, pocas tan sórdidas como la de Sam Cooke.
Recuerden: en 1964, no había voz más dúctil, cálida y emotiva que la de Sam Cooke. Figura del circuito gospel, se había pasado al pop profano con fortuna. Anticipaba la explosión del soul y encarnaba un modelo emancipado de artista negro: componía, producía, controlaba una discográfica, era propietario de los masters que editaba RCA. Se le abrían varias posibilidades: convertirse en una estrella convencional, con parada final en Las Vegas, o profundizar en su arte, sin caer en compromisos, como sugería A change is gonna come, futuro himno del combate por los derechos civiles.
Sam vivía en Los Ángeles. Se llevaba mal con su esposa; ambos se comportaban como solteros. Sam salía a cazar con su labia, su buena planta, su fama. La noche del 10 de diciembre visitó un par de locales habituales del show business californiano. Estaba bien lubricado cuando se fijó en Elisa Boyer, una belleza euroasiática de 22 años.
No le costó mucho que se subiera a su Ferrari: ella se movía entre músicos y decían que ejercía la prostitución. Terminaron en el motel Hacienda, cutre pero anónimo. Se registraron como matrimonio, pagaron tres dólares y ocuparon una habitación. Sam estaba acelerado. Según contaría Elisa, empezó a desnudarla sin contemplaciones; ella sintió que aquello era una violación. Cuando Sam pasó al baño, arrampló con su ropa y la del cantante y desapareció. Al descubrirlo, Cooke se calzó los zapatos, se tapó con su chaqueta y se fue airado hacia la recepción.
Allí estaba Bertha Franklin, una negra desconfiada. Le molestó que aquel tipo semidesnudo interrumpiera su sesión de televisión, preguntando por su chica. No quiso abrir. Indignado, Sam rompió la puerta y registró las oficinas. Elisa no estaba allí.
Forcejeó con la encargada, seguro de que ella le ocultaba algo. La mujer cogió su pistola. Tres tiros, incredulidad: "Señora, me ha disparado". Tenía 33 años.
Enorme consternación entre la comunidad afroamericana. Se buscaron conspiraciones: una venganza de la Mafia, algún racista que quiso cortar las alas a un negro arrogante. Tales rumores siguen vivos, todavía se repiten en revistas y emisoras. Los datos, sin embargo, sugieren una conjunción infernal de deseo, engaño, temor.
Los socios de Cooke se unieron al clamor pero con discreción: sabían que era muy mujeriego, incluso en sus tiempos de cantante religioso. Contrataron un detective, que completó el rompecabezas: Elisa Boyer estaba especializada en robar a sus clientes, a los que despojaba cuando entraban al baño, antes de evaporarse; nada se supo de las tarjetas de crédito y el fajo de billetes que supuestamente llevaba Sam aquella noche. La familia prefirió guardarse esos hallazgos. Un jurado tardó pocos minutos en declarar inocente a la señora Franklin: matar a Sam Cooke fue "homicidio justificado".
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