"La única obsesión de Hitler era tener el poder"
Sabe que es historia viva de una época que conmocionó al mundo y ha decidido escribir sus memorias (Con Hitler en el búnker. Los últimos meses en el cuartel general del Führer, julio 1944-abril 1945) para que las nuevas generaciones no repitan los errores y los crímenes del pasado. Tiene claro que luchó por Alemania, "no podía hacer otra cosa", y no por el régimen de Hitler, el mayor criminal de la historia. Casi 62 años después del final de la II Guerra Mundial, confiesa que no se siente responsable ni culpable de las innumerables atrocidades y crímenes perpetradas por los nazis porque él no cometió ningún acto contrario a los derechos humanos ni a las convenciones internacionales. A punto de cumplir unos intensísimos 93 años, Bernd Freytag von Loringhoven (Arensburg, Estonia, 1914) es el último testigo de primera fila de los últimos meses del nazismo, y por ello fue asesor histórico de la película El hundimiento, que dirigió Oliver Hirschbiegel e interpretó Bruno Ganz en 2004. Sentado en un sillón de la biblioteca del chalé con jardín donde vive, en un barrio acomodado de Múnich, este militar que asistió a reuniones diarias con Hitler y con sus principales lugartenientes entre julio de 1944 y abril de 1945, que escapó del búnker a través de un Berlín en ruinas rodeado por las tropas soviéticas, que fue prisionero de guerra de los británicos y que, más tarde, ayudó a reconstruir el Ejército federal alemán de la democracia y que se retiró como general en 1973, hace gala de una memoria prodigiosa y de las dotes de un gran conversador. Al evocar la derrota del III Reich en la entrevista concedida a este diario, el que fuera comandante Freytag declara sin pestañear y con todo el conocimiento de causa: "Adolf Hitler no estaba loco en modo alguno. Era una persona brillante, con una cabeza bien ordenada y una capacidad memorística fuera de lo común. Tener el poder fue su único objetivo, su única obsesión. No tuvo verdaderos amigos y nunca permitió que nadie le disputara el poder, y del mismo modo que encumbraba a sucesores como Göring o Himmler, después los apartaba del mando y los neutralizaba, los convertía en figuras irrelevantes. Sin duda, el sufrimiento del pueblo alemán durante los años 1944 y 1945 no le importó en absoluto, y buena prueba de ello fue que apenas visitó los frentes de guerra ni las ciudades bombardeadas por los aliados en aquel periodo".
"A Hitler no le importaba nada el sufrimiento del pueblo alemán al final de la guerra"
"En 1944 Hitler sólo confiaba en las llamadas armas milagro para ganar la contienda"
"El nacionalismo alemán ha quedado reducido a unos futbolistas que escuchan el himno"
"Caer prisioneros en manos de los rusos era nuestra peor pesadilla porque era una muerte segura"
"No supe del horror de los campos de concentración hasta que no terminó la guerra"
"Al igual que Helmut Schmidt puedo decir que luché por Alemania, pero no luché por Hitler"
El 23 de julio de 1944, un alto y apuesto comandante Freytag vio por primera vez de cerca al Führer en la Wolfsschanze (la Guarida del Lobo), el cuartel general instalado en Prusia oriental, y nunca olvidará que contempló a un dirigente hecho una ruina, a un envejecido hombre de 55 años que acusaba las heridas del atentado cometido dos días antes por el coronel Von Stauffenberg, al frente de una conspiración militar contra el dictador. "Acudí a aquel centro de operaciones rodeado de impresionantes medidas de seguridad como ayudante del general Heinz Guderian, jefe de Estado Mayor del Ejército de Tierra, y desde aquella jornada hasta la capitulación, asistí todos los días a las reuniones para analizar la situación que el Führer mantenía con sus más estrechos colaboradores tanto del Ejército como del partido nazi. Hitler me tendió una mano lánguida y musitó unas palabras de bienvenida. Noté que tenía la espalda encorvada, la cabeza estaba hundida y su piel presentaba un aspecto pálido y poco saludable. De cualquier manera, lo que más me impresionó, en contraste con una ocasión en la que había visto a Hitler en una tribuna de oradores en 1939, justo antes de la guerra, fue la pérdida de vitalidad en su mirada. Cinco años después, sus ojos transmitían mucho cansancio y no tenían ninguna expresividad. En aquella época ya sólo confiaba en las llamadas armas milagro para ganar la guerra".
Bernd Freytag accedió a mediados de 2004 a dictar sus memorias, que aparecerán el 9 de enero en Crítica en su edición española, cuando un periodista francés, François d'Alançon, descubrió su apasionante trayectoria al utilizar su testimonio para un reportaje aparecido en el diario La Croix. El nonagenario militar había escrito sobre sus recuerdos en 1948 cuando finalmente fue liberado por las tropas británicas después de haber pasado tres años como prisionero de guerra. En los cincuenta había intentado que algún editor publicara su diario, pero en aquellos tiempos los alemanes querían olvidar como fuera el pasado reciente, y el tono vital del país no estaba para recuerdos de oficiales que habían estado en el búnker con Hitler y su plana mayor. Alemania se aprestaba a emprender el camino del milagro económico de la reconstrucción y sus ciudadanos deseaban pasar página. Después vino la carrera de Freytag en el Ejército de la República Federal de Alemania, la Bundeswehr, y en la OTAN, donde ocupó puestos de responsabilidad, y sus memorias de la guerra durmieron en un cajón. "D'Alançon me convenció de la necesidad de publicar mi testimonio, y en el otoño de 2004 nos reunimos aquí, en esta biblioteca, nosotros dos y la mujer de François, que es austriaca. Así pude dictar el libro en alemán, aunque la primera edición se publicó en francés. La obra cuenta ya con ediciones en francés, alemán, inglés, italiano y checo, y están a punto de aparecer la traducción española y la portuguesa".
A pesar de sus achaques, Bernd Freytag von Loringhoven conserva el aire de un militar de familia aristocrática, procedente del Báltico, y exhibe una conversación de anciano muy culto en cuya biblioteca pueden verse un par de periódicos del día junto a biografías de personajes ilustres o tratados de ciencia militar. Este apasionado de la historia tiene que someterse tres veces por semana a sesiones de diálisis y todavía pueden verse junto a su ojo izquierdo las secuelas de un tumor operado. Ahora bien, familiares cercanos, como su hijastra Nicki y el marido de ella, Matthias, reconocen que no se queja nunca, mantiene una envidiable fortaleza de ánimo y despliega un humor muy sutil, como cuando confiesa al periodista que "el nacionalismo alemán ha quedado reducido a un himno que escuchan los jugadores de la selección de fútbol mientras mastican chicle". Exhibe el general retirado ese porte elegante de los caballeros antiguos, de la época en la que fue joven, y recibe al periodista vestido con chaqueta tweed de cuadros, camisa azul, corbata de seda y pantalones de pana. Se apoya en un bastón para caminar y los médicos le aconsejan que no hable demasiado para no fatigarse.
Pero Bernd Freytag von Loringhoven tiene muchas historias que contar. Porque no sólo fue testigo privilegiado del final del nazismo, sino que antes había tomado parte en la terrible batalla de Stalingrado. La expresión amable y simpática del anciano se transfigura cuando recuerda aquel horror en el que luchó como capitán de un batallón de tanques. "Fue un inmenso error de Hitler invadir la Unión Soviética porque cualquiera que conozca la historia militar sabe que nadie ha podido ocupar ese inmenso país que se llama Rusia. Además, al igual que en el caso de la invasión de Polonia que desencadenó la guerra en septiembre de 1939, el régimen nazi vulneró los tratados que había firmado con Moscú. En Stalingrado, los alemanes soportamos un cerco brutal durante dos meses en los que tuvimos que enfrentarnos a los rusos, sufrir temperaturas de 20 grados bajo cero y aguantar el hambre porque apenas comíamos un poco de pan y de sopa".
Al hablar de los rusos, Freytag recuerda con alivio que escapó en tres ocasiones de ellos, la última al abandonar el búnker de Berlín el 29 de abril de 1945, un día antes del suicidio de Hitler y de Eva Braun, con la misión de entregar un mensaje a unidades militares alemanas desmoralizadas que todavía defendían la capital. "Caer prisionero en manos de los rusos era nuestra peor pesadilla porque significaba una muerte segura y probablemente lenta en alguna de las prisiones soviéticas. Por ello, otros dos oficiales y yo sorteamos el cerco de Berlín, entre grandes penalidades y con mucha suerte de no ser descubiertos, hasta llegar tras muchas peripecias hasta las líneas británicas, en Dessau, a unos cuantos kilómetros de la capital. No en vano titulé Regreso a la vida el capítulo dedicado a nuestra salida de Berlín". Freytag pasó tres años como prisionero de guerra hasta que sus interrogadores británicos se convencieron de que el ex ayudante del general Guderian no escondía ningún secreto ni manejaba información de especial interés. A partir de su puesta en libertad en 1948, el militar de origen aristócrata empezó a rehacer su vida familiar y profesional precisamente en Múnich, adonde regresó después, ya jubilado, tras haber vivido en Bonn, la antigua capital de la República Federal de Alemania. Encontró trabajo en una editorial y pudo reunirse con su mujer y con su hijo, que en la posguerra habían logrado pasar desde Leipzig, donde residían, al sector occidental, en el land de Baden Württemberg, gracias a la ayuda de un diplomático suizo. Algún tiempo después, Freytag von Loringhoven se separó de su primera mujer, y aquel hijo murió de un cáncer. En los años cincuenta, cuando ya se había podido reintegrar al Ejército, volvió a casarse y tuvo otro hijo, nacido en 1956, y que en la actualidad trabaja en el Ministerio de Exteriores alemán. Su segunda esposa falleció en 1981 y el militar contrajo matrimonio por tercera vez con Hertha, con la que vive en la actualidad en un amplio chalé de dos plantas con jardín, atendidos por una asistenta y acompañados de dos perros. Ambos eran amigos y enviudaron en un corto espacio de tiempo, de modo que decidieron unir sus vidas. Su hijastra, Nicki, y su marido, Matthias, residen también en Múnich y visitan con frecuencia a la pareja de ancianos.
No tiene intención de escribir más libros ni de relatar más historias. "Lo que tenía que contar ya lo he dejado por escrito y, desde luego, me alegro de que el libro se haya traducido a varios idiomas y de que haya vendido miles de ejemplares. Creo que mi testimonio puede servir y, como digo al final de mis memorias, el respeto y la protección de la dignidad del ser humano están inscritos ya en nuestra Constitución, y la Alemania democrática, convertida de nuevo en miembro de pleno derecho de la comunidad internacional, tiene en ese ámbito una responsabilidad especial. Cuando la historia ilumina la memoria, se da el mejor antídoto contra la intolerancia". Con razón puede apelar este "viejísimo hombre", como él se define, a la historia, porque su recorrido vital ilustra el siglo XX alemán y desvela muchas claves sociales de los comportamientos frente al nazismo.
Freytag destaca que, entre sus compatriotas, se observaron tres conductas frente a Hitler. "Una tercera parte de alemanes fue partidaria incondicional del nazismo y votó a Hitler en las elecciones de 1933, en las que los nazis fueron la fuerza más votada. Otra tercera parte, más o menos, militó en la oposición y por ello fue fusilada, encarcelada u obligada a marchar al exilio. Por último, el resto se encuadró en una mayoría silenciosa que miró hacia otro lado durante los 12 años de dictadura nazi. Ahora bien, muchos no supimos la dimensión de las barbaridades y del genocidio, en especial, en los campos de concentración. Desde la perspectiva de hoy, de muchas fuentes de información, de una prensa libre y de un mundo globalizado, resulta difícil imaginar que yo supiera de la existencia de Dachau [un campo de concentración cerca de Múnich donde fueron encarcelados muchos alemanes de la oposición] e ignorara lo que estaba pasando en Auschwitz o en Mauthausen. En las guerras, todo se convierte en propaganda, de un lado y de otro, y Alemania estuvo llena de rumores. Cuando los británicos me mostraron fotos del horror de los campos de concentración me sentí conmocionado".
Bernd Freytag von Loringhoven ha escrito un libro con la cabeza y con el corazón donde descubre las pautas de conducta del mayor criminal de la historia. Al mismo tiempo explica su propia actitud, la del autor, la de un joven militar profesional que debe cumplir órdenes, pero que intenta no atentar contra los derechos humanos ni traicionar su conciencia moral y religiosa de un protestante convencido. Este anciano militar representa las contradicciones de un siglo. Admiró a Von Stauffenberg y no delató a los conspiradores contra Hitler, a la vez que cumplía las misiones encomendadas por el Führer. A modo de despedida, Freytag cita al que fuera canciller socialdemócrata en los años setenta, Helmut Schmidt, que había sido oficial de la Wehrmacht, y hace suyas estas palabras: "No podía hacer otra cosa que luchar por Alemania, pero nunca luché por Hitler".
"Aquel hombre respiraba crueldad"
UNO DE LOS MÁS estremecedores capítulos del libro de Bern Freyttag es el titulado Hitler tal como lo conocí, del que se reproduce a continuación un pasaje:
"Dispensaba un trato glacial a los que le rodeaban. Le bastaba un gesto o una actitud, no necesitaba palabras (...). Aquel hombre respiraba crueldad. Tenía el poder de decidir sobre la vida o la muerte de todos nosotros.
Durante las últimas semanas de la guerra, el temor que desprendía se volvió cada vez más opresivo. Recuerdo una reunión en la que se había discutido en presencia de Himmler la cuestión de los prisioneros de guerra aliados evacuados del frente oriental. Esas columnas de prisioneros se añadían a los refugiados obstaculizando las carreteras y dificultando los movimientos del ejército. Hitler se volvió de repente hacia Himmler, que estaba apartado detrás de él, y le dirigió una mirada amenazadora. A continuación hizo una breve observación sobre los pilotos aliados prisioneros de guerra. Todos los que lo oyeron pudieron concluir que la consigna era clara: los prisioneros no debían sobrevivir (...). Se hizo un silencio de muerte entre los asistentes, paralizados de miedo.
Hitler era cualquier cosa menos loco, en el sentido corriente del término. Poseía unas dotes intelectuales admirables y un agudo sentido de las relaciones interpersonales. No obstante, era un ser anormal en muchos aspectos, especialmente en su desconfianza radical hacia los demás. Hitler no tenía amigos (...), ya no confiaba en nadie y veía en todas partes traición y sabotaje. Cada vez más solitario, vivía al margen del mundo exterior, apartado del pueblo (...). No aceptaba consejos de nadie, ya que estaba convencido de ser infalible, tanto en política, como en asuntos militares. Era un inmenso egoísta".
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