Se podía decir no a Hitler
Joachim Fest discrepa de Günter Grass sobre la supervivencia política en los años oscuros de la Alemania nazi
En general, fueron pocas las motivaciones intelectuales que habían llevado a Hitler al poder; fueron más determinantes las experiencias vitales de la gente. Entre ellas estaban la inflación y la crisis económica mundial, junto con el derrumbamiento de la clase media que tradicionalmente había llevado el peso del Estado. A partir de ahí, cualquiera que se hubiera visto afectado por esos problemas temía hundirse aún más en el vacío. A esto hay que añadir el desgarramiento ideológico de la idea del Estado y el hecho de que la tendencia de la época se orientaba hacia sistemas totalitarios o al menos dictatoriales, especialmente cuando su portavoz era un especialista en el manejo de la opinión pública y un demagogo como Hitler. Por ello, amplias e indecisas capas de la población que habían simpatizado totalmente con la República no sólo se creían amenazadas por los radicales de derechas y de izquierdas, sino que se rendían cada vez más ante la opinión de que nada menos que el llamado espíritu de los tiempos imponía un cambio de rumbo. Con Hegel en la mochila, la idea resultaba familiar.
La explicación más sencilla para el auge del nacionalsocialismo era que, al igual que todos los grupos lucrativos y dispuestos a utilizar la fuerza, atrajo a los oportunistas
Entre los factores que hicieron que el Reich nazi sobreviviera, aunque con consecuencias terribles, se contó durante años la relación entre alemanes y judíos
Cuando Grass manifestaba su sentimiento de vergüenza no quería llamar la atención sobre su propia culpabilidad, más bien sobre los motivos de los demás para avergonzarse
El país asolado al que yo regresé en 1947 no era un mundo de tantas estrecheces y miserias como se suele presentar hoy día. Más bien ofrecía espacios libres
No obstante, hoy uno se pregunta todavía cómo todos estos motivos pudieron hacer enloquecer a un viejo pueblo civilizado como el alemán. ¿Cómo los dirigentes del movimiento nacionalsocialista pudieron pisotear todas las garantías constitucionales sin que hubiera la más mínima resistencia? ¿Cómo fue posible tanta arbitrariedad jurídica en una nación amante del orden? Una vez le escuché a mi padre decir que los alemanes ya no eran alemanes: "Han perdido su pasión por la reflexión y han descubierto su afición por lo primitivo. El tipo de erudito reflexivo del siglo XIX ya no es el modelo en que se fijan. Lo fue durante mucho tiempo. Ahora se fijan más en el guerrero tribal que baila en torno a un poste y que orienta hacia el cabecilla su rostro pintarrajeado. ¡El pueblo de Goethe!".
La explicación más sencilla para el auge del nacionalsocialismo era que, al igual que todos los grupos lucrativos y dispuestos a utilizar la fuerza, atrajo a los oportunistas. Esto queda demostrado tanto por el tumultuoso desbordamiento de los llamados "caídos de marzo", que se contaban por cientos de miles y que se afiliaron al partido a última hora durante la primavera de 1933, como también por la desaparición del partido en 1945 sin dejar rastro. Nadie deseaba haber pertenecido a algo que había resultado tan estéril. Durante años no se habían querido ver los atroces delitos del régimen y se había dado coba a los poderosos: altos funcionarios ministeriales, empresarios, generales y cualquier otro. Cada cual se hacía su composición tranquilizadora. La excepción la tenemos en una salida de la actriz Adele Sandrock. Cuando Hitler, durante un "té para señoras" celebrado en la cancillería del Reich, se mostró muy enérgico en contra de los judíos, ella le cortó diciendo: "¡Mi Führer! ¡Ni una palabra en mi presencia en contra de los judíos, por favor! ¡A lo largo de mi vida han sido mis mejores amantes!". Pero esto era solamente una anécdota que se contaba con la boca pequeña. Después uno se colocaba la insignia del partido en el ojal, luego se iba a celebrarlo, y por fin, en 1945, vino el gran desmentido.
Un "silencio elocuente"
La adaptación durante los primeros años de la posguerra se ha calificado posteriormente como "silencio elocuente", lo cual no suponía simplemente una forma de represión. Más bien en él se mezclaban el desencanto, la vergüenza y el despecho, en un conjunto impregnado de rechazo de la culpa. Hay que añadir la tendencia a interpretar papeles protagonistas. Unos se inventaron actos de resistencia que nunca realizaron; otros, en el juego del arrepentimiento, se esforzaban por buscar un sitio bien visible en el banco de la autoacusación. Sin embargo, en medio de sus lamentos parecían dispuestos a calumniar a quienes no hicieran como ellos y se dieran continuamente golpes en su pecho pecador. Cuando Günter Grass o alguno de los innumerables autoacusadores manifestaban su sentimiento de vergüenza, en modo alguno querían llamar la atención sobre su propia culpabilidad, más bien sobre los muchos motivos de todos los demás para avergonzarse. No obstante, según ellos, para su escándalo y el de todos los demás, la gran masa no estaba preparada para esto. Ellos se sentían ya libres de cualquier reproche gracias al reconocimiento de su vergüenza.
En conjunto, lo que yo viví fue el desmoronamiento del mundo burgués. Ya se veía venir antes de que Hitler apareciera en escena. Lo que sostuvo su vigencia fueron sólo caracteres individuales, nada de clases, grupos o ideologías. Demasiadas fuerzas sociales colaboraron en la destrucción de ese mundo, la derecha política, así como la izquierda, el arte, la literatura, los movimientos juveniles y otros más. En esencia, Hitler únicamente recogió los restos que quedaban. Era un revolucionario. Pero mientras procuraba dotarse de una apariencia burguesa, arruinó las fachadas vacías del orden burgués con la ayuda de los propios burgueses: el deseo de acabar con él era demasiado poderoso. Ese deseo inspiró también los cambios que se produjeron a lo largo del camino, lleno de confianza en el futuro de la historia, de los años de la posguerra, ya que la necesidad de chivos expiatorios siempre ha sido enorme, al igual que antes había sido el inspirador y en parte el ejecutor de los innumerables crímenes del régimen.
Como ya se ha mencionado, de los doce inquilinos que habitaban en Hentigstrasse, 13, sólo uno pertenecía al NSDAP, y, por lo que yo sé, en los edificios del vecindario la situación no era muy distinta. Si se le hubiera preguntado a cualquiera de los que vivían en esa casa, se habría mostrado totalmente convencido de la civilidad y sus valores. Pero, internamente, esta fachada hacía tiempo que estaba podrida; en consecuencia, me educaron según los principios de un orden caduco. Ese orden me ha legado sus reglas y sus tradiciones, y hasta su canon de poesía. Y todo eso me ha hecho apartarme un poco de mi tiempo; pero, a la vez, este orden me ha proporcionado una parcela de tierra firme que, en los años siguientes, me aportó cierta fuerza moral.
Esquivar el Régimen
Como resulta evidente cuando echas la vista atrás, cada miembro de nuestra familia tenía su manera personal de enfrentarse a las exigencias de los tiempos, y todos juntos representábamos un reflejo de las distintas posibilidades que existían de esquivar el Régimen. Mi padre poseía la testarudez, emparejada con un desdén jamás menguado que no toleraba la más mínima indulgencia. La resistencia de mi madre provenía de toda su escala de valores, impregnada de religiosidad y que solía utilizar con asombrosa destreza. Wolfgang solía dar jaque mate a todas las dificultades con su perspicaz encanto; yo lo hacía mediante alguna osadía, incluso política, contemplada por mis padres con bastante preocupación por lo que pudiera pasarme; Winfried, mediante su serena introversión. Mis hermanas vivían según un estilo en parte tranquilo y en parte provocador, y no tuvieron ningún problema ni con el mundo ni con su percepción irónica del mismo. Este catálogo familiar de tipos incluye el comportamiento de amigos o vecinos: cualquiera que perteneciera al círculo de amigos más cercanos tenía su propio estilo para subsistir con el menor sufrimiento posible.
Entre los factores que hicieron que el Reich nazi sobreviviera, aunque con consecuencias terribles, se contó durante años la relación entre alemanes y judíos. (...)
Numerosas voces, encabezadas por Gershom Scholem, han asegurado que la tan discutida simbiosis judeoalemana nunca llegó a existir. Resulta comprensible, como respuesta a la injusticia cometida durante generaciones y, sobre todo, a los horrores de los años nazis. Pero el supuesto no es correcto. La conexión entre judíos y alemanes ha sido siempre más profunda y basada en sentimientos de parentesco; mucho más que, por ejemplo, en el caso de la relación entre judíos y franceses, judíos e ingleses o judíos y escandinavos.
La sensación de unión contaba con tres pilares fundamentales. En primer lugar, la disposición a un espíritu imaginativo y especulativo, una reflexión en la cima que lleva a nuevos espacios de meditación, ya que todo radicalismo confiere al pensamiento la clarividencia necesaria y a veces, incluso, una bendición especial. En segundo lugar estaría la tendencia a construir edificios ideológicos demasiado complicados que, a ser posible, posean un acabado teológico y que finalmente terminen en una meta utópica, ya que mundo y hombre buscan constantemente la salvación. Y por último, cabría mencionar el obsesivo amor por la música en la medida en que ésta tenga un trasfondo metafísico, sobre todo como es el caso de la música alemana desde Beethoven hasta Richard Wagner. Al final, esas comunidades aparecen en las relaciones entre Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal, o entre Bertolt Brecht y Kurt Weill, así como en la infinidad de destacados directores de orquesta, desde Otto Klemperer hasta Leonard Bernstein. Por ello, no resulta tan descabellado considerar el odio alemán hacia los judíos y a su labor de exterminio como una especie de fratricidio, aun siendo consciente de todos los argumentos en contra.
Alemanes y judíos
La mayor parte de estas y otras muchas relaciones se perdieron también con ese odio, y el intento de Walter Hirsch de hacerlas revivir en su casa solamente duró lo que duraron las vidas de los que participaban en ellas. Hoy día, la relación entre alemanes y judíos está atrofiada y ampliamente trivializada. Ya no hay grandes comunidades, no hay resultados que se puedan exhibir. Entre todos mis papeles encontré unas notas tomadas en los años cuarenta durante mis conversaciones con el doctor Meyer, justo antes de que yo me fuera a Friburgo, y suenan como un canto de cisne anticipado: "No tenemos ningún futuro", replicó a una observación que había hecho yo sobre cómo seguiría todo. "Con nosotros se hunde el mundo. Todos nosotros participamos en una tragedia. Pero no existe un quinto acto. No hay continuación. El final del libro de nuestra vida se quiebra de repente. Alguien ha arrancado la última página". Si uno se quiere quedar con la imagen, Walter Hirsch intentó encajar la página en su sitio. Pero por poco tiempo.
El país asolado al que yo regresé en 1947 no era un mundo de tantas estrecheces y miserias como se suele presentar hoy día. Más bien ofrecía espacios libres y superficies vacías sin destino determinado. Los esfuerzos restauradores de los que todavía hablan los interlocutores sociales y los gobiernos fueron débiles intentos de encontrar reglas concretas que posibilitaran la convivencia social.
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