"¡Cómo mola, tengo un ictus!"
La doctora Jill Taylor, neuroanatomista, sufrió una hemorragia cerebral. En 'Un ataque de lucidez' (Debate) cuenta esta experiencia, su posterior recuperación y lo que supuso para una especialista en la materia experimentar en carne propia el colapso de su cerebro
Eran las siete de la mañana del 10 de diciembre de 1996. Me despertó el familiar tic-tic-tic de mi lector de discos compactos que se disponía a sonar. Medio en sueños, apreté el botón de aplazamiento justo a tiempo para coger la siguiente onda mental que me devolvería al país de los sueños. Allí, en esa tierra mágica que yo llamo "Thetaville" -un lugar surreal de conciencia alterada, a mitad de camino entre los sueños y la realidad-, mi espíritu resplandecía, bello, fluido y libre de los confines de la realidad normal.
Seis minutos después, cuando el tic-tic-tic del CD avivó mi recuerdo de que yo era un mamífero terrestre, me desperté perezosamente, sólo para sentir un agudo dolor que taladraba mi cerebro justo detrás del ojo izquierdo. Bizqueando a la luz de la mañana, desactivé la inminente alarma con la mano derecha e instintivamente me apreté el costado de la cara con la palma de la mano izquierda. Como casi nunca me pongo enferma, pensé que era muy raro que me despertara con tanto dolor. Mientras mi ojo izquierdo palpitaba con rimo lento y deliberado, me sentí desconcertada e irritada. El dolor palpitante detrás del ojo era agudo, como la sensación cáustica que a veces se siente al morder un helado.
Además de tener problemas de coordinación y equilibrio, mi capacidad de procesar el sonido era errática
"¿Qué está pasando?", me preguntaba. En lugar de hallar respuestas, encontré una creciente sensación de paz
En el fondo de mi ser, una voz autoritaria me habló claramente: "Si te tumbas ahora, no volverás a levantarte"
Me dije: "Vale, muy bien, estoy teniendo un ictus. ¡Pero soy una mujer muy ocupada...! Ahora, ¿qué hago? Buscar ayuda"
Al rodar fuera de mi cálida cama de agua, salí tambaleante al mundo con la pesadez de un soldado herido. Bajé la persiana de la ventana de mi cuarto para evitar que el raudal de luz me diera en los ojos. Decidí que un poco de ejercicio haría circular la sangre y tal vez ayudara a disipar el dolor. En un momento monté en mi cardio-glider (una máquina de ejercicio para todo el cuerpo) y empecé a moverme al ritmo de Shania Twain, que cantaba Whose bed have your boots been under? ("¿bajo qué cama han estado tus zapatos?"). Inmediatamente sentí que una fuerte e insólita sensación de disociación se apoderaba de mí. Me sentía tan rara que puse en entredicho mi estado de salud. Aunque mis pensamientos parecían lúcidos, mi cuerpo se sentía extraño. Mientras miraba mis manos y brazos que se movían adelante y atrás, adelante y atrás, en sincronía opuesta con mi torso, me sentí extrañamente desligada de mis funciones cognitivas normales. Era como si la integridad de mi conexión mente/cuerpo estuviera en peligro.
Sintiéndome separada de la realidad normal, me parecía que estaba contemplando mi actividad en lugar de sentirme como una participante activa que realiza una acción. Me sentía como si estuviera observándome a mí misma en movimiento, como quien recupera un recuerdo. Mis dedos, aferrados al manillar, parecían garras primitivas. Durante unos segundos vacilé y observé, llena de asombro, cómo mi cuerpo oscilaba rítmica y mecánicamente. Mi torso subía y bajaba en perfecta cadencia con la música, y la cabeza seguía doliéndome.
(...) Aturdida, sentí que la frecuencia de las punzadas aumentaba dentro de mi cerebro y me di cuenta de que, probablemente, lo del ejercicio no era buena idea.
Un poco nerviosa por mi condición física, desmonté de la máquina y atravesé tambaleándome el cuarto de estar, camino del baño. Al andar me percaté de que mis movimientos no eran fluidos. Los sentía pausados y casi a sacudidas. A falta de una coordinación muscular normal, mis andares no tenían gracia y mi equilibrio era tan defectuoso que mi mente parecía exclusivamente preocupada por mantenerme erguida.
Al levantar la pierna para entrar en la bañera, me apoyé en la pared para sujetarme. Parecía raro que pudiera sentir las actividades internas de mi cerebro, que ajustaba y reajustaba todos los conjuntos musculares opuestos de mis extremidades inferiores para impedir que me cayera. Mi percepción de estas respuestas automáticas del cuerpo ya no era un ejercicio de conceptualización intelectual. Más bien tenía el privilegio momentáneo de experimentar con precisión lo mucho que se estaban esforzando los cincuenta billones de células de mi cerebro y mi cuerpo, trabajando al unísono para mantener la flexibilidad e integridad de mi estado físico. Con los ojos de una ávida entusiasta de la magnificencia del diseño humano, contemplé sobrecogida el funcionamiento autónomo de mi sistema nervioso, que calculaba y recalculaba cada ángulo de mis articulaciones.
Ignorando el grado de peligro que corría mi cuerpo, equilibré mi peso contra la pared de la ducha. Al inclinarme hacia delante para abrir el grifo, me sorprendió el brusco y exagerado estruendo del agua que caía en la bañera. Esta inesperada amplificación del sonido era a la vez ilustrativa y perturbadora. Me revelaba que, además de tener problemas de coordinación y equilibrio, mi capacidad de procesar el sonido entrante (la información auditiva) era errática.
Sabía que, en el plano neuroanatómico, la coordinación, el equilibrio, la audición y el acto de inspirar aire se procesaban a través del puente de mi tronco encefálico. Por primera vez, consideré la posibilidad de estar sufriendo una grave disfunción neurológica que podía poner en peligro mi vida.
Mientras mi mente cognitiva buscaba una explicación de lo que estaba ocurriendo anatómicamente dentro de mi cerebro, me eché hacia atrás en respuesta al rugido amplificado del agua, ya que el inesperado ruido perforaba mi delicado y dolorido cerebro. En aquel instante, de pronto me sentí vulnerable y noté cómo la constante charla mental que rutinariamente me familiarizaba con mi entorno ya no era un flujo constante y predecible de conversación. Ahora mis pensamientos verbales eran incoherentes, fragmentados e interrumpidos por un silencio intermitente.
(...) Cuando mi charla cerebral empezó a desintegrarse, sentí una extraña sensación de aislamiento. Mi tensión arterial debía de estar bajando a consecuencia del ictus, porque sentía como si todos mis sistemas, incluida la capacidad de mi mente para inducir movimientos, se estaban ralentizando. Sin embargo, aunque mis pensamientos ya no eran una corriente constante de parloteo acerca del mundo exterior y mi relación con él, yo estaba consciente y constantemente presente en mi mente.
Confusa, busqué en los bancos de memoria de mi cuerpo y mi cerebro, comprobando y analizando todo lo que recordaba haber experimentado en el pasado y que fuera remotamente similar a esa situación. "¿Qué está pasando?", me preguntaba. "¿Alguna vez he experimentado algo parecido a esto? ¿Alguna vez me he sentido así? Esto parece una migraña. ¿Qué está pasando en mi cerebro?".
Cuanto más me esforzaba por concentrarme, más volátiles parecían mis ideas. En lugar de encontrar respuestas e información, encontré una creciente sensación de paz. En lugar de aquella cháchara constante que me había ligado a los detalles de mi vida, me sentí envuelta en un manto de euforia tranquila. Qué suerte tuve de que la parte de mi cerebro que registra el miedo, la amígdala, no hubiera reaccionado con alarma a estas insólitas circunstancias, arrastrándome a un estado de pánico. Mientras los centros de lenguaje de mi hemisferio izquierdo se iban silenciando y me iba desligando de los recuerdos de mi vida, me sentía reconfortada por una creciente sensación de gracia. En este vacío de cognición superior y detalles acerca de mi vida normal, mi conciencia ascendió a un estado de saberlo todo, de ser uno con el universo, si se prefiere decir así. De una manera fascinante, lo sentía como un buen camino a casa y me gustó.
A esas alturas, ya había perdido el contacto con gran parte de la realidad física tridimensional que me rodeaba. Mi cuerpo se apoyaba en la pared de la ducha y me pareció extraño ser consciente de que ya no podía discernir con claridad las fronteras físicas, dónde empezaba y dónde terminaba yo. Sentía la composición de mi ser como si fuera fluida y no sólida. Ya no me percibía como un objeto completo, separado de todo lo demás. Ahora me fundía con el espacio y fluía a mi alrededor. Mientras experimentaba una sensación cada vez mayor de distanciamiento entre mi mente cognitiva y mi capacidad para controlar mis dedos y moverlos, la masa de mi cuerpo se sintió pesada y mi energía disminuyó.
Cuando las gotitas de la ducha chocaron contra mi cuerpo como balas diminutas, volví de golpe a la realidad. Mientras levantaba las manos delante de la cara y movía los dedos, me sentía a la vez perpleja e intrigada. "Caramba, qué cosa más rara y asombrosa soy. Qué ser vivo tan extraño soy. ¡Vida! ¡Soy vida! Soy un mar de agua encerrado en esta bolsa membranosa. Aquí, en esta forma, soy una mente consciente y este cuerpo es el vehículo gracias al cual estoy VIVA. Soy billones de células que comparten una mente común. Aquí estoy, prosperando como vida. ¡Vaya! ¡Menudo concepto insondable! Soy vida celular... no, soy vida molecular con destreza manual y una mente cognitiva".
(...) Debo reconocer que el creciente vacío en mi dañado cerebro era totalmente seductor. Agradecí el alivio temporal que el silencio proporcionaba respecto a la constante cháchara que me relacionaba con lo que ahora percibía como los insignificantes asuntos de la sociedad. Dirigí con ansiedad mi atención hacia dentro, hacia el constante tamborileo de los billones de células brillantes que trabajaban diligente y sincronizadamente para mantener fijo mi cuerpo en estado de homeostasis. Mientras la sangre se derramaba por mi cerebro, mi conciencia se fue reduciendo a un nivel sosegante y satisfactorio que abarcaba el vasto y maravilloso mundo interior. Estaba fascinada y a la vez abrumada por lo mucho que trabajaban mis pequeñas células, sin un momento de respiro, sólo para mantener la integridad de mi existencia en esta forma física.
(...) Estando allí de pie, con el agua golpeando mi pecho, una sensación de hormigueo me surgió del tórax e irradió con fuerza hacia la garganta. Sobresaltada, me di cuenta al instante de que estaba en grave peligro. El susto me hizo regresar a esta realidad exterior y de inmediato volví a evaluar las anomalías de mis sistemas físicos. Decidida a entender lo que estaba pasando, rebusqué apresuradamente en mis almacenes de conocimiento en busca de un autodiagnóstico. "¿Qué está pasando con mi cuerpo? ¿Qué está fallando en mi cerebro?".
Aunque el flujo de cognición normal, esporádicamente discontinuo, me tenía casi incapacitada, de algún modo conseguí mantener mi cuerpo en funcionamiento. Al salir de la ducha, mi cerebro se sentía embriagado. El cuerpo estaba inestable, se sentía pesado y le costaba mucho moverse muy despacio. "¿Qué estoy intentando hacer? Vestirme, vestirme para ir a trabajar. Me estoy vistiendo para ir a trabajar". Me esforcé mecánicamente para elegir la ropa, y a las ocho y cuarto de la mañana estaba lista para salir. Dando zancadas por mi piso, pensé: "Vale, voy a trabajar. Voy a ir a trabajar. ¿Sé cómo llegar al trabajo? ¿Puedo conducir?". Mientras visualizaba el camino al hospital McLean, perdí de repente el equilibrio cuando el brazo derecho cayó completamente paralizado contra el costado. En aquel momento lo supe: "Dios mío, estoy teniendo un ictus. ¡Estoy teniendo un ictus! Y al instante siguiente, un pensamiento relampagueó en mi cabeza: ¡Jo! ¡Cómo mola!".
Me sentía como si estuviera suspendida en un peculiar estupor eufórico, y sentí un extraño regocijo cuando comprendí que aquella inesperada peregrinación a las intrincadas funciones de mi cerebro tenía en realidad una base y una explicación fisiológicas. No dejaba de pensar. "Caramba, ¿cuántos científicos han tenido la oportunidad de estudiar el funcionamiento y el deterioro mental de su propio cerebro desde dentro?". Toda mi vida había estado dedicada a comprender cómo crea el cerebro humano nuestra percepción de la realidad. ¡Y ahora estaba experimentando el más extraordinario ataque de lucidez!
(...) Al posar los ojos en mi cálida y acogedora cama de agua, me pareció que me llamaba en aquella fría mañana de invierno en Nueva Inglaterra. "Ay, qué cansada estoy. Qué cansada. Sólo quiero descansar. Sólo quiero tumbarme y relajarme un ratito". Pero en el fondo de mi ser, resonando como un trueno, una voz autoritaria me habló claramente: "Si te tumbas ahora, no volverás a levantarte".
(...) Aun en esta condición, la mente egoísta de mi hemisferio izquierdo mantenía arrogantemente la creencia de que aunque estaba experimentando una dramática incapacidad mental, mi vida era invencible. Optimista, creía que me recuperaría por completo de lo sucedido esa mañana. Un poco irritada por esta repentina interrupción de mi plan de trabajo, me burlé: "Vale, muy bien, estoy teniendo un ictus. Sí, estoy teniendo un ictus... ¡pero soy una mujer muy ocupada! De acuerdo, ya que no puedo parar este ictus, muy bien, entonces haré esto durante una semana. Aprenderé lo que necesito saber sobre el modo en que mi cerebro crea mi percepción de la realidad y después seguiré con mi trabajo la semana que viene. Ahora, ¿qué hago? Buscar ayuda. Debo concentrarme y buscar ayuda". Y le rogué a mi reflejo en el espejo: "Recuerda, por favor, recuerda todo lo que estás experimentando. Que éste sea un ataque de lucidez ante la desintegración de mi mente cognitiva".
Un ataque de lucidez, de Jill Taylor. Editorial Debate. 272 páginas. 20,90 euros. Publicación: 23 de enero de 2009.
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