El litigio más largo
Tres islas y una docena de islotes resisten en mitad del océano Atlántico como el litigio más largo, cinco siglos, que mantienen España y Portugal. Pese a no tener agua potable, ser inhabitables y sólo contar con 2,7 kilómetros cuadrados de superficie, las islas Salvajes brillan en el mapa por dos razones: de ellas dependen los derechos de explotación económica de miles de kilómetros cuadrados de océano y son un tesoro biológico que alberga más de 50 especies endémicas. Los guardas del parque natural de Madeira, en turnos de tres semanas y aprovisionados por la Marina lusa, son sus habitantes, aunque el único mamífero que vive en las islas de verdad es Salvaje, una perra de raza incierta y carácter afable.
¿Son o no las islas capaces de sostener una actividad económica y una población? Ése es el meollo del asunto
"Son como las últimas islas vírgenes del Atlántico, Galápagos en miniatura", dice la conservadora del parque
España y Portugal se disputaron la soberanía de las islas desde 1438 -cuando el navegante luso Diego Gomes da Cintra desembarcó allí- hasta 1997, cuando, con ocasión de unas negociaciones sobre el flanco sur de la OTAN, España admitió los derechos en superficie de Lisboa. La renuncia no cerró el litigio sobre lo realmente valioso: las aguas que rodean al archipiélago.
La cuestión consiste en acordar si las Salvajes son islas habitadas o meros islotes. Los tratados dicen que cualquier pedazo de tierra da derecho a su Gobierno a gestionar como le plazca las primeras 12 millas de mar que lo rodean. Si además este territorio tiene población fija y actividad económica, el Gobierno también tiene derecho a explotar económicamente (pesca, recursos minerales...) las 188 millas siguientes. Son las 200 millas marítimas conocidas como la zona económica exclusiva (ZEE). Cuando entre dos países no hay mar suficiente para dos ZEE, la frontera marítima debe trazarse sobre la línea equidistante.
Las islas Salvajes, situadas a sólo 82 millas (150 kilómetros) de las Canarias y al doble de Madeira, tienen un elevado potencial de conflicto. Si, como sostiene España, son "islotes incapaces de sostener una población y actividad económica", como dice el Ministerio de Asuntos Exteriores, la frontera debería situarse en la línea equidistante entre las Canarias y la portuguesa isla de Madeira, separadas por 240 millas.
Portugal sostiene justo lo contrario. Dice que las islas siempre han estado sujetas a cierta explotación económica, que los guardas del parque son sus habitantes, y que si no hay más es porque las leyes de protección medioambientales lo impiden. El día que se decida poblarlas, añade, se podrá desarrollar una actividad económica basada en el turismo ecológico. Por si quedase alguna duda, han clavado un buzón en la isla mayor para dejar clara su soberanía. Lisboa pretende así que la frontera se trace entre las Salvajes y las Canarias, a 40 millas de cada archipiélago. Esta propuesta se sitúa 80 millas (150 kilómetros) más al sur que la española. Con lo ancho que es el Atlántico, el mar en disputa son decenas de miles de kilómetros cuadrados.
Lisboa y Madrid dan un perfil bajo al conflicto, sobre todo para que "no sea aprovechado por sectores radicales de los dos países para crear un falso contencioso", según una nota del Ministerio de Asuntos Exteriores español. Pero la discreción no está reñida con el pulso firme. Lisboa ha emitido airadas notas diplomáticas de protesta cuando a la Aviación española se le ha ocurrido sobrevolar las islas. Y, como saben los pesqueros canarios, acercarse demasiado a las Salvajes puede costar una multa y la confiscación de la carga.
Al caminar por las Salvajes, sin embargo, no hay rastro de los cinco siglos de disputas. El pico Veado corona la mediana de las islas, la Salvaje Pequeña, 20 hectáreas de roca volcánica y bancos de arena. Pardelas y otras aves marinas cuidan con mimo sus polluelos en nidos excavados en la arena. En una orilla resisten los restos oxidados de un petrolero de 100.000 toneladas, el Cerno, al que una tormenta estampó contra las rocas en 1971. Iba sin carga. Un kilómetro al este se encuentra la isla de Fora, la más pequeña, ocho hectáreas llanas y casi imposibles de visitar por lo peligroso de sus costas. Y al norte puede verse la Salvaje Grande, una meseta de 2,4 kilómetros cuadrados rodeada de abruptos acantilados. En la Salvaje Pequeña, además de un pequeño faro y los restos del Cerno, el único signo de presencia humana es el refugio: una cabaña de madera con dos catres, una cocina de butano y unas cajas de patatas, cebollas y otros alimentos. Aquí viven, en turnos de tres semanas y dos personas, hombres como Nelson Pereira y Ricardo Rodrigues, que pasan las noches escuchando emisoras de radio canarias, las únicas que se sintonizan.
El paisaje es sobrio: rocas, pequeñas dunas y muchos matorrales. Un tesoro para personas como Susana Fontinha, directora del parque. "Las Salvajes son como unas Galápagos en miniatura, las últimas islas vírgenes del Atlántico", afirma entusiasmada. "No hay ningún otro lugar en la Unión Europea con tantas especies endémicas en tan poco territorio", añade. Lázaro Sánchez-Pinto, director del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife, ha hecho varias expediciones a las Salvajes. Ríe al conocer las palabras de Fontinha, pero confirma que las Salvajes son una "reserva natural de primer orden". "Sobre todo la Salvaje Pequeña y Fora, sin influencia humana", explica.
Más de 50 especies son endémicas, entre ellas más de 20 insectos, un molusco, un arácnido -un "seudoescorpión"- y un lagarto de ojos grandes y escamas blancas y negras que mide 10 centímetros. Es el Tarentola boettgeri bischoffi, un primo lejano de dos endémicos de las Canarias. Fontinha está "enamorada" de un pequeño escarabajo, el Deuchalion oceanicus, y la planta que lo cobija, la Euphorbia anachoreta. "Se parece al drago canario, pero es mucho más pequeña", afirma. El escarabajo y la planta llevan miles de años evolucionando juntos y ya no pueden vivir el uno sin el otro: ella le da un hogar y él la poliniza. Son algunos de los endemismos extremos, aquellos que sólo habitan en una de las tres islas. En Fora, por ejemplo, viven unas 30 euphorbias y un número desconocido de escarabajos.
La única forma de salir de la Salvaje Pequeña es con la lancha en la que se llega, pero hay que esperar a que termine el desembarco de los víveres para los guardas. La lancha lleva hasta la patrullera del Ejército portugués Zaire. Si no se tiene barco, ésta es la única forma de llegar a las Salvajes. Con buen tiempo, el trayecto desde Funchal dura 13 horas.
El viaje de la Salvaje Pequeña a la Grande dura una hora y permite conocer a los guardas, gente amable, de entre 30 y 50 años, que ama su trabajo. "¿No se hace largo estar tres semanas aislados?". "Para nada", responden. "Tenemos mucho trabajo: las visitas, mantener el puesto, vigilar..., y la sensación única de vivir en un lugar especial", aclaran. Bregados tras años de servicio, algunos no pueden parar. Fernando, con 50 años cumplidos, ya no se queda en las islas de guarda. "Me ocupo de gestionar la logística desde Funchal", explica. Pero lo echa de menos. Tanto que está gastando sus primeros días de vacaciones en el cambio de guardas.
La patrullera navega sobre aguas de riqueza incierta. La pesca existe, pero no constituye ningún caladero relevante excepto por el atún. Nadie conoce, en cambio, lo que puede haber bajo los más de 4.000 metros de profundidad que aquí tiene el Atlántico. No se cree que escondan mucho petróleo, pero la incógnita gravita sobre la existencia de yacimientos de nódulos ricos en manganeso, cobre, níquel, cobalto u otros cotizados metales.
Si se encuentra una roca valiosa, España y Portugal rebuscarán argumentos en los baúles de la historia. Lisboa dirá que Diego Gomes da Cintra descubrió las islas en 1438 y las incorporó a las posesiones de su señor, el infante don Enrique. España podría replicar que las islas ya eran conocidas, según confirma Alberto Vieira, investigador del Centro de Estudios del Atlántico, con base en Funchal. "El primer mapa que las incluye data de 1375 y es de la escuela catalana de cartografía. Su autor fue un judío mallorquín, Abraham Cresques. Mapas anteriores, el último de 1370, no las incluyen, por lo que alguna expedición las visitó por aquellos tiempos y la noticia llegó a oídos de Cresques", sigue Vieira. El mapa, seis hojas que forman el Atlas Catalán, es una valiosa joya de la cartografía medieval que descansa en la Biblioteca Nacional de París.
Lisboa contestará que la propiedad de las islas ha estado siempre en manos portuguesas hasta que el banquero Luis da Rocha, en 1971, las vendió al Estado por un millón de escudos. Cada propietario, añadirá, explotó mediante un sistema de licencias los recursos de las islas: la pesca, las plumas de las aves marinas y la orchilla, un liquen del que se extraía un cotizado tinte púrpura muy apreciado por la industria textil de Flandes.
Esta propiedad, sin embargo, nunca fue reconocida por España, que incluso en 1931 reclamó su soberanía para construir un faro en la Salvaje Grande. España también podría argumentar que los colonos que explotaban los recursos de las Salvajes no eran sólo portugueses. Los canarios también hacían lo mismo. "Toda la vida se ha ido allí", afirma Salvador Toledo, presidente de la Cofradía de Pescadores de San Ginés, en Lanzarote, y uno de los pescadores expulsados por la Marina portuguesa de las aguas que rodean las Salvajes. "Nuestros antepasados se asentaban una temporada y pescaban vieja, que ponían a secar", explica. Para los portugueses, sin embargo, "la presencia canaria en las Salvajes era ilegal", ya que incumplía unas licencias que, a su vez, no eran reconocidas por los españoles. Y así, hasta el infinito.
Un bocinazo de la patrullera avisa de la llegada a la Salvaje Grande. La lancha se acerca a un pequeño embarcadero de cemento donde salta entusiasmada Salvaje, la perra. "Tiene cuatro años y vive aquí desde que era un cachorro. La trajimos para que nos hiciera compañía", cuenta Nelson. También a pie de embarcadero está Frank Zino, médico de profesión, y la única persona con una casa en las islas. Cómo ha llegado a tenerla es una larga historia que se remonta a 1963, cuando él y su padre participaron en una de las primeras expediciones científicas a las islas. Volvieron maravillados por su riqueza natural y horrorizados por la explotación a la que eran sometidas. "Era algo horroroso, indescriptible. Cientos de hombres cazaban a mano las crías de pardela. Las arrancaban de los nidos y llenaban con ellas cubos enormes", recuerda. La matanza llegó a cobrarse 50.000 crías al año. El padre de Frank tuvo una idea que en aquellos años debió de ser un acto de pionerismo ecológico. "Compró las licencias de caza para no utilizarlas". Libres del expolio, la población de pardelas se recuperó hasta ser "la mayor reserva del mundo para la especie", cuenta Frank.
Pocos años después, en 1971, el banquero Rocha vendió las islas al Estado portugués, que lo convirtió en reserva natural. La familia Zino, como propietaria de las licencias de caza, tenía derecho a una pequeña residencia en la isla, condición que se mantuvo en el contrato de venta. La casa de Zino está enclavada en un acantilado, muy cerca del puesto de los guardas. Comparado con el de la Salvaje Pequeña, este refugio es todo un chalé: tres habitaciones, baño, cocina, teléfono, televisión y un reproductor de DVD, aunque sólo funcionan cuando el sol llega a las placas fotovoltaicas.
Aquí está también el buzón que demuestra la soberanía portuguesa. Pegado con celo, un cartel anuncia que "se venden sellos".
La Salvaje Grande que Frank Zino conoció en 1963 era muy distinta. Estaba infestada de cabras, conejos y ratones, y la gran llanura central era casi un bosque de tabaco moro. Las dos primeras especies habían sido introducidas por los colonos como comida, y la última, para leña. Los ratones llegaron escondidos en algún atillo. "Eran una plaga para las especies vegetales endémicas, que no estaban preparadas para defenderse", relata Fontinha.
Ha costado décadas devolver cierto equilibrio a la isla. La caza fue el sistema elegido para erradicar las cabras. Se intentó lo mismo con los conejos, pero se fracasó una vez tras otra. El Gobierno de Madeira acabó pidiendo ayuda a la UE para emprender una campaña intensiva con venenos que hace tres años logró erradicar conejos y ratones. "Era un veneno muy avanzado que no afectaba a ninguna otra especie. Dividimos la isla en cuadrículas de 10 metros cuadrados y en el centro de cada una pusimos una dosis de veneno. Costó, pero al final lo conseguimos", explica Nelson.
Para acabar con el tabaco moro, muy invasivo, no hubo más remedio que hacerlo a hachazo limpio. "No está erradicado, pero sí controlado. Sólo quedan semillas que brotan tras cada lluvia, pero las arrancamos", añade.
Un paseo por la Salvaje Grande ilustra con crudeza la dura vida que debieron de tener los colonos. En una zona abrigada de los constantes vientos quedan los restos de muros de lo que debieron ser rústicas viviendas. En el único cauce, siempre seco, una serie de represas medio derruidas queda como muestra de los desesperados intentos de conservar el agua de las escasas lluvias. "Era una vida dura", rememoran los guardas, identificándose con sus antecesores en la isla.
La patrullera Zaire iza a la caída de la tarde su bandera portuguesa y zarpa hacia Funchal. El Ejército portugués es amable y ofrece comida y traslado, pero no tiene camas para civiles. Hay que dormir sobre el suelo de acero. Desde aquí, el Atlántico no es portugués ni español, sólo una odiosa y encabritada sucesión de olas gigantescas.
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