Los días del cautivo
Kurt Westergaard, caricaturista danés autor de la viñeta de Mahoma, ha sido condenado a muerte por los extremistas islámicos. Víctima de un reciente intento de asesinato, recibe a EL PAÍS en su casa, donde vive bajo constante vigilancia policial. Ésta es su historia
Es una guerra, pero no sé donde está el frente", dice Kurt Westergaard, con una sonrisa amarga. Nadie lo sabe. El frente puede estar en cualquier parte. Incluido este estudio, de su domicilio, en Aarhus (Dinamarca), donde conversamos. Fue en esta misma casa, entonces sin presencia policial, donde el 1 de enero pasado irrumpió armado de hacha y cuchillo un somalí de 28 años dispuesto a rebanarle el cuello. El mundo entero es un frente de guerra para Kurt Westergaard, el caricaturista danés de 74 años que osó dibujar a Mahoma con un turbante bomba, sin pensar que cada trazo era una condena a muerte.
La publicación de aquella viñeta, junto a otras 11 sobre el islam, en el diario Jyllands Posten, en septiembre de 2005, desató una crisis como no se había conocido en Dinamarca desde la II Guerra Mundial. Millones de musulmanes salieron a la calle en todo el mundo para protestar por los dibujos. Los disturbios, en los que se asaltaron embajadas danesas, se quemaron banderas nacionales y se atacaron intereses occidentales en países musulmanes, se cobraron más de doscientas vidas. Y Kurt Westergaard, principal culpable, pasó a convertirse en objetivo prioritario del terrorismo islamista.
El ataque le sorprendió en casa, con una nieta. Tuvo 38 segundos para ponerse a salvo. La niña creyó que era un ladrón
Gitte Westergaard lleva la situación con entereza. "¿Qué otra cosa podría hacer? De esto no saldremos" "
Westergaard no quiere que se politice su caso. Se querelló contra un político holandés que usó su caricatura
No he hecho nada malo. Sólo he cumplido con mi trabajo, que está en consonancia con la libertad de expresión"
Westergaard vive ahora con dos escoltas. "Tengo la misma vigilancia que el primer ministro y que la reina", bromea
"Sé que la mayoría de los musulmanes son pacíficos. Pero quizás no les disgustaría que me atacaran los fanáticos"
"Mi mujer y yo pasamos mucho tiempo cambiando de una casa de seguridad a otra. Cambiando de coche una vez por semana. Fue tremendo. Una etapa espantosa. Eso de salir de casa y no saber cuándo vas a poder volver es deprimente", cuenta. Cuando el pánico amainó, y la pareja pudo regresar a su casa, convertida para entonces casi en una fortaleza, se produjo el ataque frustrado del joven somalí. La dirección donde habían vivido los últimos 25 años pasó a ser del dominio público. Pero las autoridades estimaron que no tenía sentido seguir huyendo. Bastaba con llenar la casa de policías.
"Ahora tengo la misma vigilancia que el primer ministro y que la reina Margarita. No se puede pedir más", bromea Westergaard. La casa, de una sola planta, está ubicada en un barrio residencial de Aarhus, segunda ciudad de Dinamarca. En la calle, dos policías uniformados piden el pasaporte a los visitantes. Se lo devolverán al marcharse.
Son las diez de la mañana de un día gélido de febrero. Una capa de nieve helada cubre el suelo. Westergaard se asoma a la calle para recibir a los periodistas, escoltado por dos agentes de paisano. Es alto, algo grueso, cojea ligeramente y tiene una mirada franca bajo las cejas arqueadas. La barba y el pelo, escaso, son blancos, pero conservan algún vestigio rojizo. Viste camisa negra, chaleco negro de cuero, pantalón rojo y un pañuelo de colores anudado al cuello. Una indumentaria de las que no pasan inadvertidas.
"Por allí entró el terrorista", dice señalando una pequeña puerta en la valla trasera que delimita el jardín. De ahí pasó al salón, después de romper con el hacha la puerta de cristal blindado. "Quizás el cristal tendría que haber sido un poco más grueso. Pero el tipo tardó 38 segundos en romperlo y en ese tiempo pude encerrarme en la habitación del pánico y activar la alarma policial". Westergaard dejó sola a una nieta de cinco años que estaba con él. Sabía que el atacante no le haría daño.
-¿Cómo reaccionó la madre de la niña al saberlo?
-Lo entendió perfectamente. La niña ha sido examinada por psicólogos y está bien. La policía, que llegó enseguida y detuvo al terrorista, le explicó que era un ladrón. Ahora viven en el extranjero, pero mi hija me ha contado que la niña le comentó después: "Ese ladrón estaba loco".
Si algo demostró el ataque es que esos locos no le han olvidado. Que el odio que generó su dibujo sigue intacto en muchos corazones, y que los extremistas están dispuestos a matarle. Westergaard no quiere dramatizar. "Llevo una vida casi normal. Con una ventaja, cuando salgo me llevan en un coche estupendo, con chófer, y ya no tengo que viajar en mi desastroso Fiat Punto", dice mientras recorremos el pasillo camino de su estudio.
El miedo está ahí, desde luego, pero lo contrarresta con la rabia, la indignación de saberse prisionero en su propia casa, en su propia ciudad, en su propio país. Dinamarca se jacta de ofrecer las mayores libertades y las mejores condiciones de vida a sus ciudadanos y también a los refugiados políticos e inmigrantes. Es un paraíso cerrado, con fronteras poco permeables, donde los 5,5 millones de habitantes disfrutan de uno de los mayores niveles de bienestar de la Unión Europea. En este idílico ambiente social, Westergaard vive la peor de las pesadillas, la de ser un hombre juzgado y condenado a muerte por un tribunal anónimo y oculto.
"Tengo casi 75 años. Soy demasiado viejo para desaprovechar lo que me queda de vida dejándome arrastrar por el miedo". Westergaard se sirve un café, y toma asiento ante su mesa de dibujo, repleta de lápices, rotuladores, papeles. Los guardaespaldas han advertido amablemente que esa pieza es la única que puede ser fotografiada. Es un cuarto pequeño, con grandes ventanales y una gigantesca televisión de plasma. De una de las paredes cuelga la reproducción enmarcada de las 12 viñetas del escándalo.
Westergaard accede a posar ante ellas, mientras recuerda las circunstancias en las que Flemming Rose, responsable de Cultura del Jyllands Posten, le encargó el dibujo. Rose quería poner el dedo en la llaga sobre la autocensura que impera en Occidente en lo tocante a temas del islam. Por eso encargó sus caricaturas sobre Mahoma, para demostrar que había artistas capaces de afrontar el reto y un diario capaz de publicarlas.
"Hice el dibujo sin pensar ni remotamente que podría desencadenarse esta locura. Me limité a utilizar la vieja bomba anarquista, como metáfora del terrorismo, y luego hice ese rostro, que ni siquiera es el de Mahoma, aunque se haya interpretado así. Después añadí la inscripción en árabe, 'no hay más Dios que Alá y Mahoma su profeta". Su viñeta fue la que causó una verdadera conmoción. "Quería explicar que los terroristas se inspiran en el islam, se nutren del islam. No pensé en ningún momento en lo que se me venía encima".
-¿Y no se reprocha ahora no haberlo pensado?
-No, en absoluto. Tengo una coartada moral que me sostiene y es que sé que no he hecho nada malo. He cumplido con mi trabajo. Un trabajo que está en consonancia con la tradición danesa, con la defensa de la libertad de expresión. Después de lo ocurrido, he leído mucho sobre religión, y creo que esa frase del libro del Génesis que dice "Dios creó al hombre a su imagen y semejanza" tendría que ser a la inversa: "El hombre creó a Dios a su imagen y semejanza".
En la habitación contigua, los dos guardaespaldas conversan en voz baja, y en la cocina luminosa, Gitte, su mujer, prepara un almuerzo ligero para los visitantes: frikadeller (una especie de grandes albóndigas), gambas cocidas y pan típico. Westergaard se considera afortunado pese a las circunstancias. Su esposa ha aceptado la situación con entereza. Ha sido siempre solidaria. "¿Qué otra cosa podría hacer? De esto no saldremos", dice ella con gesto serio.
Gitte es una mujer grande, rubia, de pelo corto, enfundada en unos anchos pantalones negros y una blusa estampada. Habla poco, ocupada en cuestiones logísticas todo el tiempo; en preparar la comida, llamar a un taxi, cerciorarse de que todo lo que pueda necesitar su marido está listo.
Westergaard es más locuaz. A veces, salpica su inglés con palabras en español. "Mi hijo, que vive en Florida, está casado con una médica peruana, y mis nietos ya no saben danés", se queja. La pareja tiene otras cuatro hijas y un total de siete nietos. Hay otra razón para su interés lingüístico: le apasiona la historia de la Guerra Civil española, "esa guerra loca", dice. Lee todo lo que cae en sus manos sobre el conflicto. Libros sobre Millán Astray, García Lorca, Franco. Pregunta por un libro del general Yagüe. "¿Sabe usted que unos quinientos daneses lucharon con la República?".
El salón-comedor de la casa es confortable y luminoso. En todas las paredes hay acuarelas y dibujos a tinta firmados por Westergaard. Sobre unas estanterías de obra hay una delicada colección de copas de cristal, reunidas por Gitte en sus viajes por Europa, cuando eran una pareja anónima, con libertad de movimientos. Junto a la chimenea, cerrada con un cassette, hay un cesto de briquetas ecológicas, y otro con ovillos de lana, que hablan de las rutinas de una vida tranquila y hogareña que ha saltado ahora por los aires.
Westergaard, nacido en la pequeña localidad de Dostrup, en el noreste de la península de Jutlandia, el 13 de julio de 1935, se hizo profesor, pese a su vocación artística, por presiones familiares. "Mi padre, que tenía un comercio, no pensaba que se pudiera vivir del arte. Me sugirió que me hiciera profesor, porque los profesores tienen muchas vacaciones, y así podría pintar". Tras 25 años en la enseñanza, pasó a trabajar para el Jyllands Posten, el principal periódico danés, con el que mantiene una relación laboral desde hace 28 años.
Cuando se produjo el escándalo de las caricaturas estaba parcialmente jubilado. Al principio, sólo hubo una manifestación en Copenhague, de unas dos mil personas. Una cifra modesta, porque los musulmanes son aproximadamente un 4% de la población danesa. La mayoría iraquíes y somalíes.
Pero era sólo un aviso de lo que se avecinaba. "Para los daneses ha sido toda una sorpresa lo que me ha ocurrido", dice el dibujante. "Mucha gente se pregunta cómo ha sido posible. Aquí hemos ayudado siempre a inmigrantes y refugiados. Se les ha dado alojamiento, se les ha facilitado el acceso a la enseñanza, que es gratuita, incluida la Universidad. Los estudiantes tienen ayudas de unos mil euros al mes, que no tienen que devolver".
-Su atacante tenía lazos con Al Qaeda, según la policía secreta. ¿Le han contado qué dijo en los interrogatorios?
-No. La policía me dijo que hay un tipo de terrorista que actúa solo. Al parecer, es el más peligroso porque es más impredecible. Será juzgado y, probablemente, condenado a cadena perpetua.
-A mucha gente le sorprende que Dinamarca, un país tan pacífico y tan amigable, tenga una policía y unas leyes tan duras.
-Sí, la policía es dura al hacer cumplir la ley. Pero las leyes que tenemos son las que ha querido la gente. Ahora quieren ley y orden. Los musulmanes han conseguido asustar a este país, y muchos daneses están angustiados por el futuro, sobre todo a la luz de algunas fantasías demográficas. ¿Qué pasará cuando sean más que nosotros?
Westergaard sabe que el recurso al terrorismo no es privativo de los fanáticos islamistas. En Euskadi y Navarra, un millar largo de personas viven con escolta permanente como él, amenazadas por ETA. "Conozco la situación del País Vasco Vasco", dice.
Como otros perseguidos, se lamenta de no haber encontrado suficiente apoyo en Dinamarca. "El primer ministro y el Gobierno se han volcado. Pero mis colegas caricaturistas, el periódico en el que publico, y yo mismo, estamos decepcionados por la falta de apoyo de los creadores, de los intelectuales".
Por razones que se le escapan, ni el sindicato de escritores ni otras muchas instituciones que hacen uso constante de la libertad de expresión se han pronunciado sobre el caso.
"Nos han dejado tirados. Un día me encontré a un viejo amigo, de los años de juventud, cuando casi todos éramos de izquierdas -yo me sitúo ahora en el centro-, y me dijo, 'si te pasa algo, estate seguro de que en la izquierda habrá quien piense que te lo tienes merecido'. Es muy lamentable".
Westergaard ha rechazado, sin embargo, algunos apoyos. Incluso se ha querellado con el político holandés de derechas Geert Wilders, por utilizar su viñeta en una película muy crítica con el Corán.
"Al final me indemnizó con 100.000 euros. No quiero que se politice mi caricatura, ni mi caso. Quiero mantenerme neutral, aunque en una ocasión cometí el error de acudir a un congreso del Partido Popular de Dinamarca que es de derechas. Me invitaron, y fui. A mi editor no le gustó nada". Esta neutralidad no le impide criticar lo que considera "el excesivo relativismo cultural de la izquierda".
Es razonable que Occidente haya hecho un esfuerzo por tender puentes hacia el islam, y por no irritar a los extremistas. Pero Westergaard teme la influencia de las minorías fanáticas sobre la masa de fieles. "Sé que la mayoría de musulmanes son pacíficos. No me agredirían, pero, seguramente se alegrarían si me atacaran los extremistas".
Westergaard, que se crió en un ambiente social de rigor luterano, se declara hoy ateo. Pero es muy consciente de que la religión es un asunto vidrioso para un caricaturista. Un dibujo suyo sobre el capitalismo, en el que representaba a un Jesucristo vestido de ejecutivo que se bajaba de la cruz dejando un letrero, 'disponible sólo domingos', desató una airada reacción de los cristianos.
-También irritó usted a los judíos.
-Sí, eso fue porque utilicé un símbolo judío al ilustrar un artículo. Los símbolos son materia muy sensible también. Dibujé a un palestino con una estrella de David, en la que se leía, 'árabe'. Una especie de transposición de aquella estrella que los nazis obligaban a llevar a los judíos en la II Guerra Mundial. La comunidad judía se enfadó mucho. Nuevamente tuve que explicarles que no era mi opinión personal, pero tenía que ser fiel al texto del escritor.
Westergaard intentó también dialogar con los líderes musulmanes daneses, explicarles el sentido de su caricatura de Mahoma. Sin resultado. "Un canal de televisión nos invitó a mí y a un prominente miembro de la comunidad musulmana a un debate. Era a comienzos de 2006. Me pareció una persona razonable. Pero cuando empezó el programa, abruptamente, me pidió una disculpa por la viñeta. Le dijo que no, ya le había advertido de que no me disculparía. Al final se exaltó muchísimo, dijo ante las cámaras que mi periódico, lejos de ser independiente, estaba controlado por los judíos americanos. Cosa totalmente absurda, pero me di cuenta de que lo creía de verdad. Si una persona cualificada es capaz de creerse cosas así, ¿qué pensará un musulmán de a pie?".
Ese mismo año 2006, tras una visita de imanes daneses a Oriente Próximo, se desató la crisis, en la que, según Westergaard "Dinamarca perdió su inocencia internacional". La de un país pequeño, agradable, "que contribuye mucho, tanto con fondos económicos como con especialistas, al desarrollo de un montón de países pobres, incluidos varios musulmanes".
"Los líderes religiosos musulmanes utilizaron lo de las caricaturas de manera oportunista. Todas aquellas manifestaciones fueron alentadas por los gobiernos de esos países, pobres y con muchas dificultades. Era una forma de distraer la atención sobre sus verdaderos problemas. Una forma de dar salida a la frustración de la gente". La oleada de indignación no tardó en alcanzar a Westergaard y al Jyllands Posten. Empezaron las amenazas telefónicas, las cartas iracundas. "El periódico tuvo que ser desalojado muchas veces por avisos de bomba".
Poco a poco, las amenazas se fueron concretando. En noviembre de 2007, la policía detuvo en Copenhague a ocho islamistas que preparaban atentados en el país. En febrero de 2008 cayeron otros tres presuntos terroristas de la misma tendencia. Esta vez en Aarhus. En el piso que ocupaban, la policía encontró un plano de la casa de Westergaard. Y el dibujante y su mujer tuvieron que huir. Lo peor de aquella fuga era saber que el enemigo en la sombra no es de los que se rinden, no es de los que olvidan. Gitte tiene razón cuando dice, "de esto no saldremos nunca". Ella no se hace ilusiones sobre el futuro.
Y su marido, ¿ve alguna posibilidad de diálogo con el islam moderado?
-No lo sé. La Sociedad Internacional de la Prensa Libre me invitó a dar varias conferencias en Estados Unidos, a finales de 2009. Hablé sobre la libertad de expresión en Dinamarca. Fue interesante, pero no pude establecer el más mínimo diálogo con los estudiantes musulmanes que asistieron. Comunicarme con ellos fue tan difícil como me había sido ya con los imanes daneses. Y eso es siempre frustrante. Aunque había un joven imán con el que pude hablar. No estaba de acuerdo conmigo, por supuesto, pero al menos fue capaz de dialogar y dijo algo que me pareció muy importante: "Ninguna discusión debería terminar en un funeral".
-¿Se siente una víctima, un mártir?
-No. Soy una persona que ha cumplido con su deber, y que ha defendido uno de los principios más importantes de la democracia: la libertad de expresión. Mi principal apoyo es el hombre de la calle. Cuando me cruzo con la gente normal me animan. Me dicen, ¡muy bien hecho!, ¡sigue ahí!
Westergaard parece a ratos un hombre desengañado. Hubo un momento, recuerda, en que se dio cuenta de que las amenazas que pesaban sobre él eran una forma de estigma. La gente le reconocía y prefería alejarse de él. Un día, en el restaurante de uno de los hoteles más famosos de Aarhus, su mujer y él fueron invitados amablemente a abandonar el local, por motivos de seguridad.
Gitte Westergaard, que hacía una suplencia en una guardería de Aarhus, recibió una llamada una tarde sugiriéndole que no se molestara en volver al trabajo. "La noticia se publicó en el Jyllands Posten, y al día siguiente la llamó el alcalde de Aarhus para devolverle el puesto, con muchas disculpas", se ríe Westergaard.
Las cosas han mejorado, asegura. Gracias a la labor informativa de la policía. Miembros del servicio secreto organizaron encuentros con sus 46 vecinos más próximos para explicarles a fondo la situación. Hicieron lo mismo con los padres de los alumnos de la guardería de Gitte, y con los clientes del gimnasio al que acude Kurt cuatro veces por semana. También informaron de los riesgos y de la conducta a seguir a los hijos y demás familiares de la pareja.
Ahora las visitas que reciben están sujetas a un protocolo. Hay que notificarlo a la policía y encontrar el momento idóneo. Pero cada llamada que anuncia una visita es una alegría inesperada. Un alto en la rutina, una novedad en la sucesión de días idénticos.
"Todavía no he vuelto al trabajo, pero estoy dibujando mucho. Hago acuarelas, y se venden muy bien desde que soy famoso. Una de ellas se vendió por 20.000 euros en una subasta para recaudar fondos con destino a Haití. Mire esta copia".
Westergaard muestra una lámina repleta de personajes. Una pequeña liebre, en el borde inferior, y una espléndida joven desnuda en el centro. Un dibujo que es casi una declaración de intenciones: la vida no ha perdido su color, su ironía. Él no se rendirá. Aunque las noches sean largas y pobladas de amenazas. "Es inevitable. Por la noche le asaltan a uno las peores fantasías". Lo malo es encontrárselas de nuevo al despertar.
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