Universal Obama
El presidente electo de Estados Unidos posee inteligencia, calma y aplomo. Ni sus adversarios más tenaces lo niegan. Su mandato estará marcado por un profundo instinto reconciliador
Un atardecer en Hawai, Barack Hussein Obama, padre del presidente electo de Estados Unidos, estaba en un bar tomándose unas copas con su suegro y algunos amigos universitarios cuando un hombre blanco le espetó el insulto más grave, más hiriente, más políticamente incorrecto que existe en el inglés estadounidense. Le llamó nigger, algo así como negrata, pero con una cuota de desdén multiplicada por cien, ya que fue el apelativo con el que se denigraba a los esclavos en el siglo XIX.
Concretamente, el hombre blanco declaró que no quería tomarse un trago "al lado de un nigger". Obama era conocido como un hombre orgulloso y se esperaba una pelea. Más aún cuando éste se dirigió con pasos firmes hacia su agresor. Pero no. Obama se plantó frente al hombre con una sonrisa y procedió a darle una serena y erudita clase de civismo. Citó la declaración universal de los derechos humanos, le recordó los ideales en los que se basaba el sueño americano y le explicó que la intolerancia, más que una grosería, era una estupidez. El hombre blanco se sintió tan mal que no sólo le pidió efusivas disculpas, sino que soltó un billete de cien dólares y le pagó todas las copas y la comida a él y a sus amigos.
Es difícil concebir dos individuos más diferentes que Barack Obama y el presidente saliente, George W. Bush
El presidente electo ha logrado convertir su mestizaje en símbolo de optimismo y unificación
Hay muchos escépticos que dudan que Estados Unidos pueda observar al mundo con otra óptica que no sea la imperial
Lejos de albergar resentimiento hacia su país adoptivo, como sus compatriotas negros, Obama es un patriota
Sus raíces y su capacidad de ver a su país desde adentro y desde afuera le convierten en el antídoto a la era Bush
Ha sido elegido por mayoría y envuelto en un fervor público no visto desde tiempos de John Fitzgerald Kennedy
"Estamos entrando en una fase radicalmente nueva de las relaciones entre Estados Unidos y el resto del mundo"
"Creo que tengo unas cualidades especiales y que sería una pena desperdiciarlas", dijo Obama a una amiga
"Obama nos ha hecho sentir, de la noche a la mañana, que somos americanos al cien por cien", opina un profesor
"Barack es más reflexivo que Bill Clinton. No empuja. Tiene un aire relajado que atrae. Eso es tan poco usual..."
Se enfrentará al escándalo de un sistema de salud incapaz de atender a los pobres y a parte de la clase media
Hay motivos para pensar que, en circunstancias parecidas, el hijo de aquel Obama haría lo mismo. La anécdota aparece en la autobiografía de Barack Hussein Obama, Los sueños de mi padre, un libro que, como el título sugiere, rebosa fascinación por la figura paterna. Obama apenas conoció a su padre, nacido en Kenia, ya que éste abandonó a la familia en Hawai y se divorció de su mujer para irse a estudiar a Harvard cuando el pequeño tenía dos años. Sólo se verían una vez más en la vida. Pero el viaje de autodescubrimiento que narra el libro pasa por una exploración minuciosa del padre, una especie de trabajo de detective que concluye con interrogaciones a fondo de sus medio hermanos, primos, tíos y abuela durante su primer viaje a Kenia, a los 26 años.
Lo que queda claro hoy es que Obama ha heredado, y también conscientemente emulado, las virtudes de su padre, sin dejar de sacar las lecciones debidas de una tendencia terca y autodestructiva que lo condujo a la depresión, a la bancarrota, al alcoholismo y a la muerte, a los 46 años, en un accidente de coche.
El comandante en jefe número 44 de la historia de Estados Unidos posee la inteligencia, la calma y el aplomo de la mejor versión de su padre. A tal punto que ni sus adversarios más tenaces lo niegan. Charles Krauthammer, célebre columnista neoconservador del Washington Post, ha llegado a escribir que Obama goza de "una inteligencia de primera y un temperamento de primera". Pero posee una cualidad incluso de más calado a la exhibida por su padre en aquel bar de Hawai y por él mismo durante y después de la campaña presidencial, que será la que definirá a su presidencia: un profundo instinto reconciliador.
Hay dos categorías de políticos: los que llegan al poder y gobiernan a partir de la división, apelando al tribalismo inherente a la especie -la inmensa mayoría-, y los unificadores, los grandes, los que trascienden su época, como las figuras históricas más admiradas de las dos culturas que han forjado a Obama: Abraham Lincoln y Nelson Mandela, modelos reconocidos por el propio Obama.
La fe en que lo logre resume la esperanza global que ha despertado Obama de que, tras ocho años de infamia, y por primera vez desde tiempos de John Fitzgerald Kennedy, Estados Unidos vuelva a aportar de manera explícita y activa su fuerza y su peso moral para la creación de un mundo mejor.
Es difícil concebir dos individuos más diferentes que Barack Hussein Obama y el presidente saliente, George W. Bush. Este último nació en el seno de una familia perteneciente a la aristocracia adinerada del noreste de Estados Unidos. Su padre fue, sucesivamente, jefe de la CIA, vicepresidente y presidente de Estados Unidos. George W., la oveja negra de la familia, fue un estudiante vago que ingresó en Yale gracias a las conexiones familiares y pasó su juventud oscilando entre la borrachera y el despilfarro, sin demostrar jamás la menor curiosidad por el mundo que le rodeaba, mucho menos el mundo mundial. Hasta que a los 40 años cambió el alcohol por el evangelismo cristiano. Lo más notable que había hecho hasta aquella epifanía religiosa, el impulso divino que le hizo el favor a la humanidad de lanzarle a la política, fue estrellar el coche de su padre tras una noche de juerga en el acomodado barrio de Georgetown, en Washington.
Obama, recién llegado al mundo en 1961, ya era un iconoclasta: un símbolo, llevado a extremos impensables, de reconciliación racial. En una época en la que el Ku Klux Klan seguía linchando y en varios Estados de Norteamérica todavía era ilegal tener relaciones sexuales interraciales, Obama nació en Honolulú de un padre "negro como el carbón" y una madre "blanca como la leche", como él mismo los describe en Los sueños de mi padre. Cuando tenía seis años, su madre, Ann Dunham, se casó con un ingeniero indonesio musulmán (la misma religión que practicaba el abuelo paterno de Obama) y se trasladaron a Yakarta. Obama, que en seis meses hablaba el indonesio, jugaba todos los días en las calles de la bulliciosa ciudad con los niños más humildes, y allí se acostumbró a comer, entre otras delicias locales, carne de perro y de serpiente y grillo asado. Con 10 años consiguió ingresar en el mejor colegio de Honolulú, lo cual le obligó a dejar atrás su hogar familiar en Yakarta e ir a vivir con los padres de su madre. Él era un simpático veterano de la segunda guerra mundial llegado a menos; ella, una disciplinada empleada de banco que aportaba más que su marido a la economía familiar. Obama fue a la universidad en California y después en Nueva York; consiguió trabajo como activista comunitario en los barrios más pobres y más violentos del sur de Chicago; hizo una gira de cinco semanas por Kenia, donde conoció a su extensa familia paterna y visitó los lugares donde su padre pastoreaba cabras de pequeño y donde su abuelo cocinaba y limpiaba las casas de los oficiales coloniales británicos. Obtuvo una beca para estudiar derecho en Harvard; allí fue el primer hombre negro en ser elegido presidente de la prestigiosa revista Harvard Law Review; y volvió a hacer política de barrio en Chicago. A los 33 años completó algo inimaginable para George W. Bush, y para muy pocos políticos de cualquier época y cualquier lugar: escribió su autobiografía, un libro que se caracteriza por una redacción impecable, una penetrante capacidad de autorreflexión y una generosa sensibilidad hacia los demás.
14 años después, tras breves etapas representando al Partido Demócrata en el Senado estatal de Illinois y el nacional de Washington, ha concluido los capítulos iniciales de una historia que apenas comienza con lo que él ha llamado el "improbable" desenlace de ser elegido, por sustancial mayoría y envuelto en un fervor público no visto desde tiempos de John Fitzgerald Kennedy. Lo tenía todo en su contra, y sus rivales republicanos lo sabían. Le acusaron de todo. De ser radical, socialista, marxista, musulmán, amigo de terroristas y antiamericano. Como dijo un columnista de la revista New Yorker, el futuro presidente "será un hombre cuyo primer nombre es una palabra en suajili derivada del árabe (significa bendición)", cuyo segundo nombre no sólo es el de un nieto del profeta Mahoma, sino que también el del blanco original de una guerra sin terminar que empezó Estados Unidos, y cuyo apellido rima bien con Osama. "Ése no es un nombre, es una catástrofe, por lo menos en la política americana", agregaba el columnista.
Sin embargo, Obama ha logrado transformar la aparente catástrofe en un triunfo histórico, convirtiendo su mestizaje en símbolo de optimismo y unificación. Como todo gran político, posee el don de la persuasión. Por eso hay tanta gente dispuesta a creer su grandilocuencia cuando define su misión de la siguiente manera: "Una nación curada. Un mundo reparado. Una América que vuelve a creer". Lejos de albergar resentimiento hacia su país adoptivo, característica hasta hoy de una buena parte de sus compatriotas negros, Obama es un patriota. Lo declaró con convicción en el discurso que lo propulsó a la fama, durante la convención presidencial demócrata de 2004: "Me presento aquí hoy agradecido por la diversidad de mi patrimonio... sabiendo que mi historia es parte de una historia americana más grande, que estoy en deuda con todos aquellos que me precedieron y que en ningún otro país del mundo mi historia sería ni siquiera posible".
Obama ha vuelto a recordar a todo el mundo los motivos por los cuales Estados Unidos ha sido históricamente digno de admiración, hasta "la larga oscuridad política" en la que se había perdido su país, como él mismo definió en aquel mismo discurso a los primeros cuatro años del mandato de Bush. Lo que está por ver es si seguirá ganándose la admiración mundial tras instalarse, el próximo 20 de enero, en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Hay muchos escépticos, especialmente de izquierdas, que dudan de la capacidad de Estados Unidos de observar al resto del mundo a través de otra óptica que no sea la imperial, independientemente de la identidad o la retórica del presidente. Y es verdad que en la política exterior de Estados Unidos, como en la de cualquier país, están los intereses, primero, y después -en el mejor de los casos- los amigos. La diferencia ahora es que Obama, más que cualquier otro presidente que le precede, conoce el imperio desde adentro y desde afuera; es capaz de ver a su país desde el punto de vista de un patriota convencido y de un extranjero crítico.
En este sentido, tiene por lo menos tanto que agradecer a su madre como a su padre. En una entrevista, Obama se refirió a su madre como "la figura dominante de mi juventud, los valores que me enseñó siguen siendo mi piedra de toque en el mundo de la política". Ann Dunham, que murió de cáncer a los 53 años y nunca dejó de estar enamorada del padre de Obama, sería una mujer atípica hoy en un país en el que la proporción de matrimonios entre blancos y negros es mucho menor que en Europa occidental; pero cuando esta hija de un soldado, nacida en Fort Leavenworth (Kansas) durante la Segunda Guerra Mundial, se casó con Barack padre a los 18 años tras conocerle durante una clase de ruso (¡de todos los idiomas posibles en plena guerra fría!), era una aberración. Poco más normal fue casarse después con un indonesio, mudarse a su país y procurar que su hijo no sólo se empeñe a fondo en el colegio, sino que se integre de lleno en una cultura extraña. Como cuenta Obama en su autobiografía, su madre le enseñó durante su infancia asiática una lección que recordaría toda su vida: "A desdeñar aquella mezcla de ignorancia y arrogancia que con demasiada frecuencia caracterizaba a los americanos en el extranjero".
Su condición de negro parcialmente desheredado en un país en el que hasta su aparición pública los matices raciales no han tenido palabra propia (los hijos que Thomas Jefferson tuvo en el siglo XVIII con una mujer esclava eran "negros", como todos los que han nacido desde entonces con sangre africana), le ha dado también esa perspectiva de outsider, de individuo que ve Estados Unidos desde afuera. Lo cual alimenta las esperanzas de William Greider, el decano del pequeño núcleo de observadores progresistas residentes en Washington, de que Obama lleve a cabo un giro radical en la política exterior de Estados Unidos.
"Lo que el auge de China y la India y Brasil nos señala es que estamos entrando en una fase radicalmente nueva de las relaciones entre Estados Unidos y el resto del mundo; una fase que requerirá una buena dosis de humildad", dice Greider, anteriormente columnista de Rolling Stone, hoy principal comentarista político de la revista de izquierdas The Nation. "Ahora, al ver cómo nuestro poder decae y llegan tiempos de decepción y dolorosos ajustes, tendremos que elegir entre la respuesta de siempre - "es la culpa de los chinos y los musulmanes y los demás extranjeros"- o la respuesta sensata, que consiste en reflexionar un poco y evaluar hasta qué punto nuestros problemas los hemos creado nosotros mismos".
Greider confía en que Obama entienda esto, pero lo que no tiene tan claro es si le resultará políticamente factible llegar hasta el extremo de cuestionar aquel concepto "de manifiesta superioridad, de que somos la mejor esperanza para el mundo, de que nuestro papel natural consiste en dirigir el destino del planeta, que está tan arraigado en el ADN nacional, sin excluir a nuestros diplomáticos y a la prensa seria". Greider, un admirador de Obama, espera que el nuevo presidente se atreva algún día a violar "este tabú", lo cual dependería en gran parte del grado de liderazgo moral que llegase a consolidar sobre sus conciudadanos. Pero reconoce que hoy por hoy sería aconsejable que la izquierda americana, como la mundial, templara sus expectativas de cambio radical; aceptara que Barack Obama no va a ser, ni mucho menos, Hugo Chávez. Lo que sí se puede esperar con bastante certeza, dice Greider, es que se acabe con "aquella grosería y estupidez" que ha marcado la particular mezcla de arrogancia e ignorancia que ha sido marca de la casa en la era Bush.
Para empezar, la malograda "guerra contra el terror" cambia instantáneamente de carácter sin que Obama tenga que abrir la boca, mucho menos tomar nuevas medidas. En el ámbito de "mentes y corazones" ya hay una batalla ganada. Ya no va a ser tan fácil para los propagandistas de la yihad pintar a Estados Unidos como la tierra del Gran Satán cuando su presidente tiene el nombre que tiene, y su abuelo se convirtió al islam, entre otras cosas porque, según explicó un día a su esposa, no le convencía esa peculiar idea cristiana de "amar a los enemigos". Sin embargo, Obama, cristiano practicante, sí pretende hablar con ellos. Ha expresado su deseo de dialogar con Irán y con Siria sin condiciones; ha dicho que en Afganistán su política combinará la fuerza militar con el intento de buscar lo que sus asesores llaman focos de "reconciliables", gente relativamente moderada en su compromiso ideológico, entre los combatientes talibanes; ha declarado, repetidamente, que piensa extraer el grueso de las tropas estadounidenses de Irak, posiblemente dejando atrás algunos asesores militares, en un plazo de 16 meses; y ha expresado su convicción de que la mejor forma de evitar otro Irak u otro Afganistán no es la intervención militar cuando es demasiado tarde, sino la inversión económica antes de que afloren los peligros terroristas.
Y aunque Obama tampoco es Gandhi ("no me opongo a todas las guerras", ha declarado, y también, "mataremos a Bin Laden"), todo lo que ha dicho a lo largo de su carrera política sugiere que buscará establecer relaciones de respeto con todos los países que lo deseen, y que su primer impulso no será, a diferencia del de Bush, disparar primero y hacer preguntas después. Él mismo lo dijo, quizá recordando a su madre, en un discurso hace un año: "El no hablar con otros países no nos hace quedar como gente dura; nos hace quedar como arrogantes". Desde la muerte de su madre en 1995, y la de su abuela materna el día antes de que ganara las elecciones presidenciales, la persona de su familia con la que tiene más intimidad, y a la que más se parece, es su media hermana keniana, Auma, que ha vivido gran parte de su vida en Europa. Auma Obama, que una vez le aconsejó que no entrara en política porque era un camino siempre decepcionante, afirmó en una entrevista con The New York Times el mes pasado que, si había una cosa en la que se podía confiar, era en que su hermano, al que definió como "una figura unificadora", "entablaría un diálogo con el mundo".
Ya lo está haciendo con su propio país. Nada de lo que ha hecho hasta la fecha ha demostrado de manera más convincente su confianza en sí mismo y la vitalidad de su instinto reconciliador que "el equipo de rivales" -citando el título de un libro sobre Abraham Lincoln que ha influido mucho en Obama- con el que se ha rodeado en su futuro gabinete de Gobierno. Guiado más por el pragmatismo (cualidad imprescindible del reconciliador) que por las deudas contraídas y las habituales fijaciones partidistas, Lincoln eligió a los individuos más brillantes de su generación, independientemente de sus filiaciones políticas o del hecho de que algunos de ellos habían sido, hasta hacía muy poco, sus enemigos políticos acérrimos. Obama explicó el origen intelectual de su propio pragmatismo en su segundo libro, un tratado titulado, La audacia de la esperanza, publicado en 2006. Ahí escribe: "Creo que cualquier intento de los demócratas de seguir una estrategia duramente partidaria o ideológica significa no entender el momento político que estamos viviendo. Estoy convencido de que, cuando exageramos o demonizamos o simplificamos el argumento, perdemos. Cuando rebajamos el tono del debate público, perdemos. Porque es precisamente la búsqueda de pureza ideológica, la rígida ortodoxia y la total previsibilidad del actual debate político lo que impide el descubrimiento de medios nuevos para afrontar los retos que tenemos como país".
Dicho y, planteada la prueba, hecho. No ha llegado hasta el extremo de nombrar para su Gabinete a Sarah Palin, que declaró con toda la razón del mundo ante sus enfervorecidos correligionarios durante un mitin electoral en Florida que Obama no era un hombre "que ve América como vosotros y yo vemos América". Pero sí ha cogido al toro Clinton por los cuernos al nombrar a Hillary, su tenaz rival a la candidatura demócrata a la presidencia, para el puesto clave en política internacional de secretaria de Estado. Robert Gates, el secretario de Defensa, es un republicano que fue nombrado por Bush en diciembre de 2006, y que seguirá en su puesto con Obama. El equipo para enfrentar la grave crisis económica que indudablemente representará el reto inmediato más importante de Obama está compuesto por un tridente que incluso una conocida figura de la derecha washingtoniana, Sebastian Mallaby, del Council on Foreign Relations, no ha dudado en calificar de "absolutamente brillante". Los antecedentes de Larry Summers, Timothy Geithner y Paul Volcker demuestran más simpatía demócrata que republicana, pero los tres son conocidos ante todo como individuos de fuerte personalidad que no dudarán en entrar en conflicto con Obama si lo creen oportuno. "Ahora hay un consenso total de que hay que incrementar el gasto público", dice Mallaby, un experto en economía que conoce a los tres bien, "pero podemos estar seguros de que gente como Summers presionará a Obama, más temprano que tarde, para reducir el déficit, aunque esto sea a coste de programas de bienestar público que Obama quizá querría fomentar".
Otra persona que estará muy cerca de Obama, y con el que es seguro que tendrá discrepancias de criterio, será el nuevo ocupante del puesto de asesor de seguridad nacional, es decir, el jefe de política internacional dentro de la Casa Blanca. James Jones, un formidable ex general marine de 65 años, tiene un vasto conocimiento dentro y fuera de Estados Unidos en el terreno político militar. No ha delatado simpatías partidistas hasta la fecha y tal es la admiración que provoca su currículo que John McCain, el candidato presidencial republicano y ex militar, intentó infructuosamente reclutarle para su causa electoral.
La crítica más habitual que se le lanza a Obama, y la que le lanzaron con más frecuencia tanto Hillary Clinton como John McCain durante las dos fases de la campaña presidencial, es que, a sus 47 y con apenas cuatro años servidos en Washington, le falta experiencia para gobernar. Ni él ni sus más fanáticos admiradores lo niegan, aunque señalan (cosa que reconocen figuras de la derecha como Charles Krauthammer y Sebastian Mallaby) que su campaña electoral fue un modelo de disciplina y efectividad comparada con las caóticas campañas que llevaron a cabo los veteranos Hillary Clinton y John McCain. Lo que demuestran sus nombramientos para el futuro Gabinete, en otra opinión muy generalizada en Washington, es que tiene buen juicio y no teme rodearse de subordinados notablemente más experimentados que él e incluso, posiblemente, más inteligentes. El Gabinete de Obama tiene que ser uno de los más sesudos de la historia. De los 36 individuos nombrados hasta la fecha (el más reciente fue el premio Nobel de Física Steven Chu como secretario de Estado de Energía) la mitad tiene títulos de posgrado de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos.
Todo lo cual demuestra, una vez más, la tremenda confianza que tiene en sí mismo, y que él mismo expresó en privado hace cuatro años a una amiga y colaboradora política cercana, Valerie Jarrett. Todavía no era senador, pero confesó que su ambición era ser presidente. Lo recuerda Jarrett: "Me dijo: es que creo que tengo unas cualidades especiales y que sería una pena desperdiciarlas. Me dijo: ¿sabes? Creo que tengo algo".
No siempre tuvo las cosas tan claras. Tras una infancia variopinta y sin complejos en Indonesia y en el alegre limbo de Hawai ("era demasiado joven", escribe en su autobiografía, "para saber que necesitaba una raza"), se sumergió en el drama afroamericano a través de los guetos de Chicago. Al no tener alternativa social a ser clasificado como negro, se puso a estudiar a personas de su raza en Chicago que no eran inmigrantes, o hijos de inmigrantes, como él. Lo que aprendió no le llenó de felicidad. Todos delataban, en mayor o menor medida, la carga de angustia histórica que arrastran los descendientes afroamericanos de los esclavos, una carga que los distingue (con la excepción de los indios americanos) del resto de la población de Estados Unidos, país que se define por el optimismo del inmigrante, con su energía y ganas de forjarse una vida mejor; no importa que su país de origen sea Inglaterra, Polonia, México, Egipto o Kenia. Los afroamericanos no inmigrantes, como por ejemplo la esposa de Obama, Michelle Robinson, pertenecen al único grupo que no vino a Estados Unidos de manera voluntaria.
"Ha sido como transitar por la vida con una cadena y una bola de hierro atados al tobillo", explicó Jim Coleman, que tiene menos motivos que la mayoría de personas la raza negra para sentirse agraviado. Coleman es profesor de derecho en la Universidad de Duke, en Carolina del Norte. Se identifica con Obama, con quien comparte ciertas ventajas en la vida, como por ejemplo ir becado a un buen colegio cuando era niño y después estudiar en Harvard. "Pero por bien que te haya ido, como negro en este país no has podido entender las relaciones sociales sin mirarlas a través del eterno prisma de la raza", dijo Coleman. "Por eso incluso gente como yo, que hemos triunfado, nos hemos sentido como transgresores, como gente que nunca acabó del todo de pertenecer -o de ser admitidos- a este país". Si Coleman antes se sentía, o se imaginaba que los blancos le veían, como un ciudadano de segunda clase, el triunfo electoral de Obama ha representado para él, como para millones de afroamericanos, un salto a primera. "Es, ni más ni menos, una liberación. Esa angustia ancestral, esa cadena que arrastrábamos: adiós. ¡Fuera! Sentimos el país como nuestro también, por fin. Ya no estamos afuera mirando para adentro, porque dentro de la Casa Blanca vivirá una familia negra, igual que las nuestras. Obama nos ha hecho sentir, de la noche a la mañana, que somos americanos al cien por cien. Tendremos problemas como país, claro, pero la gran y mágica diferencia es que ahora los enfrentaremos todos juntos".
Sentimientos muy parecidos se han oído desde la victoria de Obama el 4 de noviembre de infinidad de personas negras, de todas las edades y toda la gama social. Esa liberación mental que han experimentado los descendientes de los esclavos, sumado a un más sutil fenómeno de casi equivalente importancia, la oportunidad implícita que han aceptado los blancos para pedir perdón a sus compatriotas negros por los pecados de sus padres, representan ya una hazaña histórica. Aunque no lograra nada más Obama durante su presidencia, eso ya tendrá una repercusión duradera. Pero el demócrata quiere que se le mida por mucho más. La promesa de "cambio" fue su eslogan electoral. Habla continuamente de la necesidad de regenerar el país y el mundo, de reparar los daños causados durante ocho años de Bush, a cuyo Gobierno Obama ha acusado de actuar con una "espectacular irresponsabilidad".
Ante tanta esperanza en Washington, donde se respira un aire de euforia a pesar de la crisis económica, existe, según las cabezas pensantes de izquierda y derecha, una gran duda. Si el punto más fuerte de Obama acabará siendo el más débil; si su afán reconciliador y su necesidad de consenso le conducirán a la parálisis; si tendrá las agallas, tras acumular tantísimo capital político, como lo expresó Sebastian Mallaby del Council on Foreign Relations, de gastarlo. Si acabará siendo no Obama, sino Obambi.
Cass Sunstein, profesor de derecho en Harvard, conoció a Obama durante sus años estudiantiles. Le define como un hombre que pretende cumplir grandes objetivos ofendiendo los valores del menor número de personas. "Pero también creo", dice Sunstein, "que tiene la convicción de que, si uno asimila los valores e ideales de sus contrincantes, si uno demuestra respeto por ellos, es posible dar pasos mayores de los que uno se podría haber imaginado".
Demostrar respeto a la gente significa, en un importante sentido, escucharles con atención. Un veterano economista de Washington que hizo una presentación el mes pasado a Obama y a cuatro miembros de su equipo observó que durante las dos horas y media que estuvo con él, el político habló, como mucho, el diez por ciento del tiempo. "A diferencia de Clinton, que en las mismas circunstancias hubiera hablado la mitad del tiempo", explicó el economista. Frank Luntz, un conocido estratega republicano, tiene la misma impresión. "El típico político se impone a la gente con el objetivo de obligarles a prestarle atención", dijo Luntz. "Obama es más reflexivo. No empuja. Tiene un aire relajado que atrae. Eso es tan poco usual...". En otras palabras, sigue el consejo de Tom Daschle, el líder demócrata en el Senado, de que "la mejor forma de persuadir es con las orejas".
Lo hizo en la primera campaña política de su vida, en la que acabó siendo elegido presidente de la Harvard Law Review. Ganó gracias a los votos conservadores. No estaban de acuerdo con él, pero la sensación de que les escuchaba de verdad y les tomaba en serio resultó decisiva a la hora de la votación. Ocurrió algo muy parecido durante uno de los momentos más complicados de su campaña presidencial. Su larga asociación con Jeremiah Wright, el pastor negro que le casó, se convirtió en un peligro mortal después de que salieran a la luz sermones en los que el reverendo expresaba un resentimiento que parecía rozar el racismo contra los blancos de su país. Obama respondió el 18 de marzo en Filadelfia con el que muchos consideran el discurso más valiente de su vida. No hay nada más delicado en Estados Unidos que el asunto de la raza, pero lo que logró Obama aquel día fue colocarse por encima del debate, resumirlo y reconducirlo. Sin asumir nunca una postura defensiva, sin negar la ofensa histórica contra los negros, o que su "rabia" fuera legítima, reconoció también que algunos blancos podrían tener motivos para sentirse resentidos al ver cómo a veces la política de "acción afirmativa" daba a compañeros de trabajo negros, o a jóvenes estudiantes negros, ventajas negadas a los blancos por el color de su piel. "Declarar que los resentimientos de americanos blancos son racistas, sin reconocer que tienen su origen en preocupaciones legítimas, esto también amplía la brecha racial y obstaculiza el camino al entendimiento mutuo".
Tras presentar el argumento, se postuló a sí mismo como emblema hecho carne del noble objetivo, contenido en el prólogo a la primera Constitución de Estados Unidos, escrito hace 221 años, de crear "una unión más perfecta". "No puedo repudiar al reverendo Wright del mismo modo que no puedo repudiar a la comunidad negra, del mismo modo que no puedo repudiar a mi abuela blanca, que ayudó a criarme, que hizo un sacrificio tras otro por mí, que me quiere más que nada en el mundo, pero que una vez me confesó el miedo que sentía al cruzarse con hombres negros en la calle... Estas personas forman parte de mí. Y forman parte de Estados Unidos, este país que yo amo".
Fue quizá aquel el momento en el que salvó su candidatura y ganó las elecciones presidenciales. Despejó las dudas que podría albergar todavía la mayoría del electorado acerca de sus credenciales como patriota, surgidas de su condición de negro de padre africano, y convenció a todos -blancos, negros y de toda condición racial- de que hablaba por ellos y de que les entendía. Recondujo el debate en el sentido de que señaló no a los blancos y a los negros como el enemigo que hay que vencer, sino a la cultura corporativa "de avaricia a corto plazo" y a "las políticas económicas que favorecen a pocos a expensas de muchos".
Es en la economía, más que en política internacional o en cualquier otro terreno, donde los observadores de Washington creen que Obama marcará un antes y un después en la historia de Estados Unidos. No es un hombre alevoso ni de una progresía temeraria. Es recto, cauteloso, deliberado a la hora de tomar decisiones, tendiendo a conservador. A diferencia de Bill Clinton y George W. Bush, tuvo el coraje de reconocer que fumó marihuana en su juventud y consumió cocaína, pero hoy es un hombre de familia, abiertamente enamorado de su esposa, que va a la iglesia todos los domingos y da toda la impresión de haber rechazado explícitamente los excesos mujeriegos y alcohólicos de su padre. David Axelrod, el principal estratega de la campaña de Obama, ha dicho que sería un error creer que "desde el punto de vista de los valores" ha concluido la era conservadora de Estados Unidos, la reacción al flower power de los años sesenta, que comenzó con la llegada de Ronald Reagan al poder en 1981. Obama es lo que en Estados Unidos llaman "un conservador cultural". Pero desde el punto de vista económico, según dijo Axelrod, "no tenemos que elegir más entre una economía opresiva controlada por el Gobierno y un capitalismo caótico que no perdona". El gran legado de Reagan, que ni siquiera Bill Clinton pudo enterrar durante sus ocho años de presidencia, fue la idea de que la injerencia del Gobierno en la economía es por definición mala, antiindividualista, antiamericana.
La actual crisis ha convencido incluso a George W. Bush de que ese prejuicio pertenece al pasado. Pero Obama lo ha tenido muy claro desde antes de que estallara la burbuja de Wall Street. En una entrevista con Rolling Stone hace dos años declaró: "En África muchas veces ves que la diferencia entre un pueblo donde todo el mundo come y otro donde la gente se muere de hambre es el Gobierno. Uno tiene un Gobierno que funciona; el otro, no. Y por eso me molesta cuando oigo a gente como Grover Norquist [el intelectual neoconservador por excelencia] decir que el Gobierno es el enemigo. No entienden el papel fundamental que el Gobierno juega".
La esperanza de gente de la izquierda americana como William Greider es que, más allá de invertir fondos públicos en salvar los bancos y a la industria del automóvil, Obama se enfrentará al enorme escándalo de un sistema de salud estadounidense que, a diferencia del de los demás países desarrollados, es incapaz de atender a las necesidades elementales no sólo de los pobres, sino de buena parte de la clase media. "Ahora que el big government se ha vuelto cool, a ver si por fin vemos una reforma del sector sanitario para que tengamos, en vez de salud para sacar grandes ganancias, salud para todos", explicó Greider.
Queda pendiente la cuestión de si Obama tendrá la valentía de utilizar su capital político para tomar medidas que generarán polémica y desgastarán parte de su capital, que a su vez dependerá de su capacidad de mantener su popularidad personal en tiempos de profunda crisis. Lo que sí tiene a su favor es aquella enorme confianza en sí mismo, cualidad -más allá de la arrogancia porque es inherente- que comparte con los dos grandes reconciliadores, Lincoln y Mandela. Su padre africano fue su primer modelo, aunque muchas veces las lecciones que aprendió de él vinieran de segunda mano. Fue su abuelo materno, el ex soldado, el que le contó cuando su padre se atrevió a cantar canciones africanas ante un gran público en un festival internacional de música de Hawai: "No era nada bueno, pero estaba tan seguro de sí mismo que la gente le aplaudió". El abuelo sacó la siguiente conclusión del desparpajo de su yerno: "Ahora, ahí hay algo que puedes aprender de tu papá: la confianza. El secreto del éxito de un hombre".
No le quedó más remedio que aprender la lección, primero en la cultura ajena de Indonesia con un hombre que no era su padre; después en Hawai sin padre o madre; y después en el inhóspito submundo de la Chicago pobre. De ahí, vía Harvard y los senados de Illinois y Washington, llegó a decir en diciembre de 2004: "Me siento cómodo en mi propia piel. La gente ve una autenticidad en mí que va más allá de las barreras ideológicas. Me atengo a mis principios sin recurrir a trucos políticos baratos".
Eso lo ha demostrado durante una campaña presidencial cuya mesura y elegancia se contrastó de manera chocante con el cínico modelo republicano que patentó Bush e imitaron McCain y Palin, y que consistió en apelar al más bajo denominador común: el miedo y la división. Siempre se tuvo la sensación con Bush de que quiso ser presidente para exorcizar viejos complejos, para demostrar a su padre y a su madre que, pese a sus pocos auspicios comienzos, podía. Barak Obama, en cambio, declaró a principios de 2007, cuando decidió presentarse a la carrera para la Casa Blanca: "Sólo aspirar a ser presidente no es la mejor manera de pensar en el tema. Uno tiene que querer ser un gran presidente".
Las condiciones para serlo, las tiene. Y para serlo hoy, en la época de la globalización. Dice su asesor, David Axelrod, que Obama "es la personificación de su propio mensaje", "es la visión de sí mismo". Se refería a su condición híbrida. Hijo de madre blanca y padre negro, encarna la idea de que la reconciliación inherente a su persona se debe de extender a Estados Unidos y al resto del planeta para intentar crear una "más perfecta" unión humana. Lo veremos con nuestros propios ojos la primera vez que el Air Force One aterrice en un aeropuerto europeo, africano o asiático y emerja de la puerta del avión, sonriente y saludando, una pareja negra. El pasado familiar de Obama, sus raíces intercontinentales, su capacidad de ver a su país desde adentro y desde afuera, lo convierten en el antídoto a la era Bush y en el prototipo ideal de presidente para un mundo sin fronteras.
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