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Reportaje:REPORTAJE

Imágenes del infierno helado de Stalin

Gulag. Para los españoles, la palabra no cobró sentido hasta que el novelista y premio Nobel Alexander Solzhenitsin, se nos apareció a principios de los setenta en la pequeña pantalla como predicador anticomunista. Su testimonio estaba entonces distorsionado por la instrumentalización que del mismo hacía el franquismo. Luego, enseguida, una vez muerto el dictador, liberados de la estupidez de tener que llevarle la contraria a la estupidez, empezamos a interesarnos de nuevo por el Gulag, por lo que se escondía detrás del acrónimo de Glávnoie Upravlienie Lagerei (Dirección General de los Campos), la red de campos de concentración montada por Iosif Stalin. El archipiélago del que hablaba Solzhenitsin se hizo real gracias a sus libros. Pero era una realidad construida a base de palabras que, a través de un discurso célebre, ya había evocado en su día Nikita Jruschov para insuflarle credibilidad a su deshielo, pero que era una realidad escasa de imágenes. Un nuevo libro -sobriamente titulado Gulag- remedia en buena medida el páramo visual.

Thomas Kizny rescata fotografías tomadas por presos del Gulag y vuelve a los campos de concentración en busca del rastro del horror
El canal entre el lago Onega y el mar Blanco se excavó a pico y pala por 90.000 presos. Murieron 15.000. A Stalin le pareció "estrecho y poco profundo"

Tomasz Kizny es un periodista polaco nacido en 1958. En 1986, tras el encuentro con antiguos deportados polacos supervivientes del Gulag, descubre que algunos de éstos poseen fotografías del infierno. En la mayoría de los casos se trata de imágenes tomadas clandestinamente. En otras, el objetivo se siente más libre, pero menos curioso: el disparador, en esos casos, ha tenido que esperar al 5 de marzo de 1953, a la muerte de Stalin, para que el antiguo preso se autorretrate delante de la puerta del barracón o recinto en el que ha malvivido durante 5, 10 o 20 años. Kizny ha entrado en contacto con antiguos zeks (abreviatura de zakliutchonni, prisionero), ha descubierto otros archivos y él mismo ha retratado lo que queda del Gulag, es decir, la gente que lo conoció, pero también los rastros físicos de un sistema de campos de trabajo por el que pasaron millones de personas y que costó la vida también a millones.

El libro que ahora se pone a la venta en Francia, con prólogos de Serguéi Kovaliov, Norman Davies y Jorge Semprún, incluye 550 fotografías, entre ellas algunas procedentes de los archivos históricos rusos que, durante un breve periodo, han conocido también un deshielo, hasta que Vladímir Putin ha decretado una nueva glaciación.

En comparación -inevitable- con las imágenes que todos recordamos de los campos de concentración y exterminio de los nazis, las procedentes de la URSS obvian la muerte, al menos de manera directa. El amontonamiento de cadáveres esqueléticos no forma parte de la iconografía soviética, no tanto porque la muerte no hiciera horas extras en Solovkí, Kolimá, la construcción del tren polar o del Bielomorkanal, sino porque en la URSS ningún ejército extranjero irrumpió de pronto en aquel mundo, atrapando a los guardianes mientras preparaban la huida sin tiempo para hacer desaparecer las pruebas de sus crímenes.

Solzhenitsin o Chalámov sí hablan de centenares de cuerpos que esperan la primavera para poder ser enterrados en una tierra que deja de ser piedra, pero el testimonio gráfico de esa transformación, literal, del hombre en materia putrescible no existe o no ha sido encontrado aún. Tampoco las autoridades soviéticas compartieron con las nazis la perversidad de la experimentación médica ni levantaron recintos que fueran única y exclusivamente fábricas de muerte, lugares a los que se llegaba para ser inmediatamente transformado en humo y ceniza.

Si Auschwitz recibía a sus víctimas con un portal coronado por el cínico lema Arbeit Macht Frei (El trabajo nos hace libres), los campos soviéticos prometían que Cheries trud domoi (El trabajo es el camino hacia el hogar), una relación de causa-efecto dudosa, pero no siempre radicalmente falsa. El trabajo redentor estuvo siempre oficialmente en el corazón de las redes de campos, nazis o soviéticos, pero su explotación alcanzó distintos grados de locura o crueldad.

Trabajo de esclavos

Los presos eran mano de obra gratuita, aunque no siempre productiva, puesto que no en todos los campos estaba aplicada a algo útil, a algo que no fuese la mera extenuación de los esclavos, pero, en líneas generales, puede decirse que para la Alemania nazi, el trabajo realizado por los detenidos en los campos fue muy importante y permitió, por ejemplo, poner en pie las bases subterráneas de lanzamiento de las V-2. En el caso soviético, los prisioneros también fueron utilizados en gigantescas obras públicas o en lugares de extrema peligrosidad, como podía ser una mina de uranio en la que la extracción del mineral se hacía sin la menor protección.

Pero lo que de verdad nos interesa, quizá porque es lo que mejor explica la naturaleza profunda de un régimen, son los testimonios de proyectos insensatos, nacidos de la megalomanía del líder y que nadie fue capaz de cuestionar. Es el caso del Bielomorkanal, el canal de 227 kilómetros que puso en contacto el lago Onega y el mar Blanco, proyecto que en la cabeza de Stalin permitiría a la armada soviética en el Báltico poder acceder al Pacífico ahorrándose 4.000 kilómetros.

Entre 1930 y 1933, más de 90.000 detenidos -unos 15.000 morirán en la empresa- realizan las obras a base de pico y pala. Los intelectuales -y entre ellos gente tan prestigiosa como Máximo Gorki o Victor Chklovski- son invitados a visitar la obra y a dar testimonio de la eficacia de la perekovka (rehabilitación), del poder regenerador del trabajo sobre los criminales más endurecidos.

Que entre esos criminales hubiese una mayoría cuyo único delito era ser campesino propietario de las tierras en que trabajaba, defensor de la libertad o, simplemente, un estaliniano tibio, eso carecía de importancia. Como tampoco tuvo mucha que, una vez acabado el canal, el dictador se mostrase disgustado porque era "estrecho y poco profundo", es decir, porque no admitía ni los grandes navíos de guerra ni los mercantes, convirtiéndose en una vía restringida a los viajes de placer, lo que no deja de ser irónico, visto el precio en sangre pagado por la obra.

Que Stalin se soñaba en heredero del zar Pedro el Grande quedó aún más claro cuando ordenó, en 1947, construir una vía de ferrocarril entre Petchora y Norilsk, con dos nuevos puertos en el mar de Kara, un trazado que discurriría íntegramente dentro del círculo polar ártico, unos 1.300 kilómetros de vía férrea levantados sobre marismas y tundra.

Como el dictador tenía prisa, las obras empezaron sin que el trazado definitivo estuviese decidido, sin estudios geológicos de ningún tipo, con la única obligación de poner el máximo posible de vías y traviesas para respetar las órdenes dictadas desde Moscú. Se trataba de cumplir con las estadísticas, con el plan quinquenal, con el deseo y las consignas de Stalin. Poco importaba que el agua inundase las vías durante varios meses, que éstas se hundiesen en el barro otros tantos, que las locomotoras no pudieran circular a más de 15 kilómetros por hora para evitar constantes descarrilamientos. Nadie le contaba la verdad del desastre a Stalin porque eso les hubiera costado la cabeza a los ingenieros, pero también a los mensajeros.

Es imposible no ver en la construcción de la llamada "vía muerta" -nunca se terminó; de los 900 kilómetros tendidos, sólo 190 pudieron ser explotados, y la obra se abandonó 20 días después de la muerte de Stalin- una metáfora del comunismo y de la propia URSS, un proyecto fundado en la razón y la ciencia, pero que muy pronto descarrila y exige más y más violencia y mentira para poder seguir creyéndose legítimo.

La vía lleva a ninguna parte, a un infinito desierto de nieve, al absurdo. Tomasz Kizny ha fotografiado las locomotoras hoy abandonadas en medio del bosque, los raíles cubiertos por el musgo, la utopía devorada por la naturaleza.

Enfermería al aire libre de uno de los campos en los que estaban internados los obreros forzosos del Bielomorkanal.
Enfermería al aire libre de uno de los campos en los que estaban internados los obreros forzosos del Bielomorkanal.

El doloroso deber de la memoria

EN GULAG, UNA SERIE de fotografías muestran a los detenidos haciendo teatro, equilibrismo, tocando en una orquesta, disfrazados de payasos o bailando. Algunos de ellos eran artistas profesionales y habían sido identificados por un agente del servicio secreto, de la siniestra NKVD, la predecesora del KGB, antes de que se perdiesen en el anonimato de los campos de trabajo.

Su misión, como en el resto de la Unión Soviética, era entretener a la población y, a veces, adoctrinarla. En ese sentido, todo el país era una cárcel, pero la calefacción era mejor fuera del archipiélago Gulag. La ideología, sin frío, sabe distinto. Obligación de memoria o recuerdo. Sin duda hay que saber, es preciso rescatar del olvido fenómenos como el Gulag, y libros como el de Tomasz Kizny quizá son piedras angulares del edificio de la memoria. Pero no hay que dejarse encerrar por ella.

De la misma manera que el precio del volumen -59 euros- y su formato lo convierten en libro-objeto o en materia de regalo navideño, en un incómodo equivalente de los catálogos de grandes exposiciones, los abusos de la memoria, el culto o sacralización del pasado nos pueden hacer ciegos al presente. Tal y como ha denunciado el filósofo Tzvetan Todorov, la reiteración de la condena de los errores del pasado puede hacernos incapaces de ver el racismo y la injusticia de hoy, que sin duda es heredero de aquel pasado, pero toma otras formas.

Erigir monumentos a las víctimas del nazismo y del comunismo, pero ser incapaces de pararles los pies a los actuales tiranos o paladines del Bien, dice poco en favor de la citada obligación de memoria.

Gulag, el libro, es impresionante, pero puede que lo sea porque todo lo que nos enseña ya lo conocemos, porque sus fotos no dejan de ser ilustraciones de lo que cuentan en detalle Solzhenitsin o Chalamov.

Los retratos contemporáneos de Kizny, siendo a veces muy buenos, incluso emocionantes en el caso de algunos personajes, no siempre quedan bien integrados en el volumen, a no ser que el discurso del mismo consista en decir que, contra todas las apariencias, los tiempos no cambian.

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