La reconfortante perspectiva del largo plazo
En Estados Unidos nos encontramos en medio de un desempleo del 10%. En algunos países, la política fiscal se ve limitada por temores legítimos de que un mayor gasto deficitario genere crisis de deuda externa. En muchos otros países, la política fiscal se ve afectada por la confusión entre déficits cíclicos de corto plazo y estructurales de largo plazo.
Mientras tanto, la política bancaria resulta afectada por la reacción populista contra más rescates financieros, y la política monetaria por una extraña actitud mental de los funcionarios de los bancos centrales que temen a la inflación, a pesar de que el crecimiento no para de caer. Como dijera R. G. Hawtrey a propósito de los predecesores, de esta gente en la Gran Depresión: "Gritan ¡Fuego! ¡Fuego! En medio del Diluvio Universal".
Comunicación, transporte e inventores nos hicieron progresar en el siglo XIX. Esperemos se mantengan
Es momento de tranquilizarse. Y la mejor manera de hacerlo es mirar la perspectiva de largo plazo.
Si todo va bien en China e India -y si nada va catastróficamente mal en el núcleo noratlántico de la economía global, rico y postindustrial- la próxima generación alcanzará un verdadero hito. Por primera vez más de la mitad del planeta tendrá suficiente comida para no pasar hambre, techos suficientes para protegerse de las inclemencias climáticas, ropas suficientes para no pasar frío, y suficiente atención médica para dejar de preocuparse de que ellos y la mayoría de sus hijos mueran prematuramente a causa de microparásitos.
La mayor parte de la humanidad estará ocupada en encontrar suficientes retos y diversiones conceptuales en sus vidas laborales y de ocio como para evitar el aburrimiento, y suficiente estatus relativo como para no vivir envidiosa de sus vecinos. Y, por supuesto, tendrá que librarse de los matones que antes usaban espadas y hoy disponen de misiles crucero y bombas de hidrógeno, es decir, los macroparásitos que han infectado a la humanidad desde que los agricultores se dieron cuenta de que tener cultivos eliminaba la opción de escapar al monte.
¿Cómo llegó a ocurrir este milagro?
Algunos dicen que fue el desencanto del mundo: el paso de una visión que confiaba en la oración y los espíritus propicios a una basada en la manipulación racional de la naturaleza y la sociedad. Los griegos clásicos contaban con la filosofía natural y los romanos clásicos creían en determinar lo que funcionaba y aplicarlo. No obstante, todo lo que produjeron fueron algunas espléndidas obras de arquitectura e infraestructura, y un sistema de entrenamiento militar que llevó su sociedad más allá del Mediterráneo.
Algunos dicen que el milagro surgió de una revolución agrícola que liberó a una gran parte de la mano de obra para crear y construir objetos, en lugar de cultivar alimentos. Sin embargo, la China del siglo once vivió una revolución agrícola mayor y más temprana que la Inglaterra del siglo XVIII, y China tendría que esperar otro milenio antes de emerger como potencia mundial.
Algunos dicen que lo que merece el crédito es la conquista europea de América. Pero lo que se enviaba a Europa a través del Atlántico -y lo que se pagaba por las importaciones asiáticas con productos americanos- nunca fue verdadera riqueza. No era más que oro y plata estériles, algunas calorías vacías -en forma de azúcar- y algunos productos psicoactivos: café, té, chocolate y tabaco.
Algunos plantean que lo que nos llevó a la victoria sobre la escasez fue la revolución comercial y el ascenso de la clase media. Pero Adam Smith en 1776, y David Ricardo tiempo después, tenían una visión de una Inglaterra futura muy parecida a China: un país con alta productividad agrícola y una división bien desarrollada de la mano de obra, pero con un campesinado y una clase trabajadora muy pobres, gobernados por terratenientes muy ricos.
O quizás fue la revolución industrial británica del siglo dieciocho -la máquina de vapor, la fragua y el molino de algodón- lo que dio impulso al tren del progreso. Pero, ya en 1871, John Stuart Mill escribía que era dudoso que cualquiera de los inventos de la revolución industrial hubiese aliviado las penurias cotidianas de un solo trabajador.
Si miramos hacia atrás, es difícil evitar la conclusión de que a fines del siglo XIX ocurrió algo realmente especial. Y ese suceso especial estuvo compuesto por tres partes.
En primer lugar, la llegada de las comunicaciones globales significó que las ideas inventadas, descubiertas o aplicadas en una parte del mundo se podían comunicar y adaptar rápidamente en otras partes del mundo, en lugar de esperar décadas o siglos a que atravesaran los océanos.
Segundo, el desarrollo del transporte global significó que cualquier buena idea se podía poner en práctica para producir enormes utilidades a medida que se aprovechaba en todo el planeta.
En tercer lugar, y en gran medida como consecuencia de los dos factores anteriores, el ascenso del inventor profesional y el laboratorio de investigación industrial crearon una clase de gente cuyo negocio no era crear y aplicar un invento específico, sino inventar el proceso mismo de invención e innovación constantes.
Puesto que estos tres avances ocurrieron más o menos al mismo tiempo, se creó una masa crítica y la reación en cadena que nos llevó hasta acá. Esperemos que la podamos mantener en movimiento, y que no desperdiciemos ni perdamos de vista los elementos realmente importantes que le dieron origen.
J. Bradford DeLonG, ex secretario asistente del Tesoro de EE UU, es profesor de economía en la Universidad de California en Berkeley e Investigador de la Oficina Nacional de Estudios Económicos. ©Project Syndicate, 2010. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.