Tratado sobre la belleza
De la materia más doliente, de los avatares históricos más trágicos, de las huellas personales más desdichadas, Ricardo Menéndez Salmón extrajo lo más parecido a un tratado sobre la belleza. Eso me parece La luz es más antigua que el amor. O desde las sombras, un tratado sobre la luz. No es casual que hable de tratados. Porque la enseñanza en esta materia corre por estas páginas pareja a lo que se narra. Una enseñanza viva, carnal, perecedera. Nada más lejos de la desorientación, ni del desconcierto. Menéndez Salmón no nos da nada que nos confunda en su nuevo libro. Todo lo que hay en él nos conduce irremediablemente a la belleza. No a una inmaculada e inalterable. Sino, en todo caso, a un ejercicio de la belleza, en contra de lo que defendía Verlaine, permeable a lo justo, a lo verdadero, e incluso a lo útil, categorías que el poeta francés rechazaba casi con ira. Una belleza sensible. Y también intelectual, aunque la preceptiva estética clásica me desautorice. Quería antes que nada dejar claro esta cuestión en los términos expuestos. Quería que todo lo que tuviera que decir sobre la belleza en este libro no se redujera a una cuestión de bello estilo. Ni de prosa. El singular dibujo emotivo y racional de este libro exige también una interpretación distinta.
La luz es más antigua que el amor
Ricardo Menéndez Salmón
Seix Barral. Barcelona, 2010
174 páginas. 17,50 euros
Hasta ahora en La ofensa, El derrumbe y El corrector, Menéndez Salmón procedía con una idea directriz, una metáfora o símbolo de la contemporaneidad, pero también de la incorregible condición humana. Cada novela, o cada parábola, desplegaba de manera unitaria un asunto como eje: la escritura, de una prolijidad cortante, hacía el resto. Cada novela retrataba, nos retrataba a los hombres en unas condiciones históricas y personales insoportables. Esa trilogía tenía un solo defecto (del que no era totalmente culpable su autor): hacer creer al lector que esa era sustantivamente su literatura. Que ahí quedaban acotados su talento y su inventiva. La luz es más antigua que el amor es el tipo de libro que algunos escritores necesitan o para seguir o para comenzar otra etapa o para experimentar con algo difícil, arriesgado e incierto. Me parece que La luz
... corresponde a este último segmento. Asimétrico y falto de costuras invisibles. Parecen deficiencias. Y un lector podría considerar que las tiene, toda vez que no sabe exactamente dónde termina la ficción y comienza la realidad, si es o no un ensayo sobre pintura, si la muerte de la mujer del escritor Bocanegra es la muerte de la mujer del autor del libro que leemos, si era pertinente incluir un diálogo entre un supuesto pintor ruso y Stalin en medio de una materia tan literaria como la que rezuma La luz
..., si es una biografía del pintor Mark Rothko que esconde una autobiografía. No creo que Menéndez Salmón haya jugado a la ruleta rusa con este libro. Hay demasiado cuidado en su falta de estructura. Demasiada lógica en su desorden. Incluso una sutil y sensual tensión en su aparente desapasionamiento. Y sobre todo, la necesidad de vislumbrar un rayo de belleza hasta en los lugares más negros de nuestra conciencia del mundo y de nuestra experiencia vital. La elección de un estilo casi ensayístico, impersonal, por otra parte, no disimula el afán de neutralizar cualquier atisbo de melodrama. La convivencia entre el marido (el escritor Bocanegra) y el ex marido de la mujer que está agonizando introduce un tono de comedia de enredo en medio de una inmensa tristeza. El relato sobre la vida de Rothko, sobre su suicidio y el relato con todas sus claves sobre el propio relato que leemos, la obtención del Premio Nobel por parte de Bocanegra en 2040, todo ello conforma la esencia narrativa y humana de La luz es más antigua que el amor. Una novela probablemente enemiga de la novela, que se decía de Los monederos falsos, género al que pertenece sin lugar a dudas. En esto consistía el riesgo. En maniobrar en esa indeterminación, diría programática. Es probable que haya quien la considere una novela imperfecta. Y otros, como un texto que no ofrece la más mínima fisura. Los lectores son libres de elegir. Pero su autoridad estética y el calado de los interrogantes que plantea son incuestionables.
Vida y obra
En La obra maestra desconocida, de Balzac, la búsqueda de un absoluto conduce a la destrucción de la propia búsqueda. O a la destrucción de la Belleza encarnada en el que la busca por sobre todas las cosas. Puede que La luz es más antigua que el amor nos haga recordar todas esas obras que relacionan el hecho literario con la plasmación pictórica. Gestiones titánicas de la sensibilidad. Lo hizo Zola en La obra. Y quién no recuerda la inteligencia y el ojo analítico de Buero Vallejo cuando mira para nosotros Las meninas de Velázquez. Y nos queda Pierre Michon, primero en Señores y sirvientes y recientemente en Los once. En Autobiografía sin vida, Félix de Azúa traza un relato donde el arte parece explicarnos más cosas sobre nosotros (o sobre nuestro yo) que nosotros sobre el arte. Ricardo Menéndez Salmón, como algunos de esos autores, conjetura artistas y obras. Y ensaya una investigación espiritual al filo de la trascendencia o la desaparición física. La obra o la vida.
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