Fraudes modernos
Hace pocas semanas los sufridos visitantes de exposiciones temporales tuvieron ocasión de contemplar al notorio Damien Hirst en la Wallace Collection de Londres y lo que allí pudieron observar volvió a no dejar frío a casi ninguno de los asistentes: nunca he visto una cosa más fea. Era tan feo que decidí, junto con el crítico del periódico inglés The Guardian Jonathan Jones, no escribir siquiera sobre el tema. "Al final el arte feo es mal arte", dice Jones en su blog. Y anda cargado de razón porque lo que allí se podía ver, en medio de tan buen arte además, era una de las mayores tomaduras de pelo que he visto en mucho tiempo: unos floripondios con rayas a modo de constelaciones ridículas, rodeado todo por mariposillas flirteantes hacían reflexionar sobre los numerosos fraudes modernos y sobre la cantidad de cosas espantosas que este mundo actual nos obliga a mirar.
Sin embargo e igual que le ha pasado a Jones, aquí me tienen: hablando de esta pesadilla para aclarar que no pienso hablar de esta pesadilla. Es algo tan absurdo como la frase de las historias de amor adolescente: "Te llamo para decirte que no llames". Así que me siento a escribir sobre algo que no merece la pena ser comentado, quizás porque la cercanía de Arco me hace rememorar cuántas cosas horrorosas y sin sentido vamos a tragarnos en el paseo por la feria. Y no es que sea yo de los que opinen que el arte ahora es una patraña -desde luego que no: me apasiona la producción actual consistente-. Pero eso no quiere decir que no abunden en dicha producción tantas estafas que saltan hasta los primeros puestos de las listas de los más vendidos por ignorancia y esnobismo, en el mejor de los casos, y por intereses creados, en el peor y más habitual.
Claro que Hirst no ha sido siempre tan espeluznante -o eso creo, que a lo mejor entonces me deslumbró sin motivo-. Me pareció incluso radical cuando saltó a la arena con sus obras en Sensation. Jóvenes artistas ingleses en la colección Saatchi y una de las exposiciones estrella de finales del siglo XX. Se trataba de obras no sólo polémicas en lo obvio -molestar a esa mirada siempre higiénica de Occidente, observando desde fuera y a salvo- , sino en su puesta en cuestión, a través de los tan comentados animales en formol, de la tradición artística británica basada en el sueño bucólico de la "inglesidad". Allí empezaba el escándalo y después vendría el éxito y luego la calavera de brillantes -madre mía- con algo de Warhol y de Beuys, y por fin la venta directa -sin intermediarios- de todas sus obras a una conocida casa de subastas londinense porque quería olvidar su anterior vida, ser pintor, empezar de nuevo, convertirse en el siguiente Lucien Freud -dicen algunos insensatos-. Y ahora esto: tan feo, tan innecesario, tan tomadura de pelo. Lo que más rabia me da es que por culpa de estas jaimitadas me veré otro Arco -por cierto ¿se han dado cuenta de que año tras año los periódicos escriben lo mismo sobre la feria, con pocos matices, como si la feria fuera un ente inmóvil?- paseando ante una producción confusa y sin jerarquías con alguna amiga descreída del arte contemporáneo, explicándole que para acercarse a la producción actual hay que dejar a un lado la contemplación que exigen las obras clásicas y poner en marcha el análisis, mirar críticamente a lo que se tiene delante. Y ella contestará terca: "Pues yo no lo entiendo". Pondré mi mejor sonrisa y pensaré delante de cualquier equivalente de los floripondios de Hirst: "Ni yo, ni Jones". Que Arco les sea leve.
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