De libros y elegías
El borrador de una novela, una ecografía y una citación judicial se integran en C'est encore moi qui vous écris, texto de la escritora Marie Billetdoux y homenaje al periodista francés Paul Guilbert
Qué queda de la vida de un escritor? ¿Qué conservar? ¿Qué es lo que, al final de todo, o incluso cuando, a mitad de la vida, se vislumbra el fin, merece ser archivado? Algunos dirán: los textos, solamente los textos. Otros: los textos, sí, pero también los paratextos, que arrojan sobre aquellos una luz indirecta y decisiva: los diarios -íntimos o no-, los "diarios particulares" -en el sentido de Léautaud-, la correspondencia, los borradores, los pigmentos con los que se preparan los colores, algunos de los secretos de su fabricación. Y otros, más materialistas, dirán: todo eso, sí, pero ¿y el resto? ¿Y las facturas de la tintorería de Hemingway? ¿Y las cuentas de Baudelaire y el notario Ancelle? ¿Y los tirantes de Stendhal, en los que anotaba algunos de sus pensamientos? ¿Y las fotos de Barthes? ¿Y los escritos de infancia de Debord? ¿Y todas esas notas al margen, esos textos escritos con la mano izquierda o no escritos en absoluto, esos evadidos de los libros o esos puntos en los que éstos tropiezan y cuyos extravíos, zigzags, minúsculas inflexiones y agrietamientos inimitables y contingentes se estima -Schwob (escritor francés del siglo XIX) más que Plutarco- que, finalmente, constituyen la obra tanto como los textos mayores?
¿Qué conservar de un escritor? ¿Sólo los textos? ¿Y las facturas de Hemingway? ¿Y los tirantes de Stendhal?
En el libro de Billetdoux se unen el murmullo de una existencia a veces ínfima, y el ruido y la agitación del mundo
La concepción de la literatura de Marie Billetdoux pertenece, sin duda alguna, a esta última categoría. Pero ella radicalizó los procedimientos, las posturas, la audacia y, lo que es más importante aún, "la ampliación del campo de batalla" por la literatura tal y como ella la concibe. Y de ahí ese libro colosal. De ahí ese libro (C'est encore moi qui vous écris -De nuevo soy yo quien os escribe-), cuyo editor, Jean-Marc Roberts, no se equivoca al decir que es único en su especie. De ahí ese libro que, precisamente, no se parece ni al diario de Léautaud, ni al de Amiel, ni al de los Goncourt. Y eso porque en él se encuentra todo, realmente todo: de la clásica carta al padre a la correspondencia con el fontanero; del borrador de una gran novela a una citación ante la justicia o una ecografía prenatal. Pero ¡atención...! Un todo cuya singularidad reside en que su disposición parece a la vez producto del azar (un parte posoperatorio del Val-de-Grâce seguido, sin transición, de una conversación con François Nourissier o Dominique Bona) y haber sido, sin embargo, firme y casi cinematográficamente montada (uno tiene la sensación de una trama, de un soplo de vida como una larga frase que no puede abandonar, una vez que se adentra en ella). Mallarmé al revés, de alguna forma. El Mallarmé del Libro al que el universo entero debía conducir y resumirse. Pero un Mallarmé que hubiese añadido al Igitur y a la Tumba de Anatole la producción de Zizi y Miss Satin, los archivos del Almanaque de las Musas e incluso el jardín de rosas de Vulaines-sur-Seine o las facturas de electricidad de la Rue de Rome. El sueño del libro total, pero sin la religión que lo acompaña, sin todo ese carácter de carta sagrada, de Dios oculto, de martirio del escritor y sacerdocio del lector.
¿El Yo en el puesto de mando, entonces? ¿El Yo desbocado, estadio supremo de esta egología que representa una de las tendencias dominantes de nuestra época? Sí y no. Pues el misterio de este libro, el milagro del ojo de la aguja que es la mirada cada vez más aguda, habría que decir más "estrecha", de la novelista, es que por él pasa, al mismo tiempo que el murmullo de una existencia a veces ínfima, el ruido y la agitación del mundo. Un motel en Savannah Beach. Un banquete en Siena. El eco de una vida política que llega a través de aquel, Paul Guilbert, que fue, al mismo tiempo que el hombre de su vida y, por tanto, el verdadero protagonista del libro, uno de los más grandes periodistas -en su caso, habría que decir memorialistas- de la segunda mitad del siglo XX. La vida literaria, por supuesto. La sempiterna intriga de las relaciones entre el autor y su editor. Las eminencias del París de las letras. Sus glorias efímeras. Sus grandes voces y sus pequeños trapicheos. Y luego, la alta silueta de Paul, mi amigo Paul, cuya muerte, en 2002, fue el punto de partida de ese libro, al mismo tiempo que él de la decisión de aquella a quien los lectores conocían bajo el nombre de Raphaëlle Billetdoux de empezar a firmar como "Marie". Esto también es singular. Ha habido otros escritores que han cambiado de apellido. Pero ¿de nombre de pila? Sin duda, la autora no podía cambiar su apellido, hasta tal punto éste forma un único cuerpo con lo que constituye, con facturas de la tintorería o sin ellas, lo esencial de su obra: una colección de cartas de amor, que en francés se llaman billets doux. Pero ¿por qué cambiar de nombre de pila? ¿Acaso puede el nombre tener la misma existencia para un escritor que su apellido? ¿Nos encontramos ante una variante inédita de la gran aventura heteronómica? La interesada nos aporta una primera explicación: estaba harta de la Raphaëlle junto a la cual todos seguían viendo al fantasma de Paul; rompí con mi nombre como quien rompe un hechizo. Hay otra, que la autora no da, pero que se desprende de la lectura del libro: Raphaëlle era a la vez mi nombre público y el nombre secreto que llevaba en mi incansable interlocución con el amado; cuando el amado desapareció, era justo que esa parte de mí se fuese con él. E incluso hay una tercera, más coherente aún con el proyecto del libro: ¿qué fueron, a fin de cuentas, esos cuarenta años de vida, sino una forma de ir de Billetdoux a Billetdoux, atravesando los espejos de la vida? ¿Qué otra cosa se hace, en doce libros, sino dejarse doblegar por su siglo, aun permaneciendo distintamente la misma o transformándose, lo que viene a ser lo mismo, en idénticamente otra? Una Marie-Raphaëlle Billetdoux que, alejada de sí misma para volver a sí misma, nos narra hoy su odisea. Una hechicera que, unas veces Penélope, otras Calipso, Hermes, Telémaco o Ulises, inventa un nuevo género que no tiene mucho que ver con el espejismo egológico y que, si ella me lo permite, me atrevería a bautizar como egodisea.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva.
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