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Columna
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De tebeo

El viernes decidimos entregarnos a una noche que se alargara lo bastante como para que la resaca del día siguiente impidiera cualquier masoca tentación, tipo "pon Telemadrid, a ver qué cuentan". Nuestro plan de obviar a conciencia la rojigualda realidad resultó todo un éxito y logramos dar esquinazo a unas hordas fachas que podríamos calificar de tebeo.

Lo del tebeo no es frivolidad, como bien saben los amantes del octavo arte (lugar que ahora quiere ocupar el de los videojuegos, pero no; si acaso, será noveno), sino referencia a las fuentes: cuánta viñeta no habría podido inspirar al historietista Carlos Giménez la hoja parroquial de esa tarde que disfrazó a la de Cibeles de carnavalesca plaza de Oriente, con un retraso de décadas en el entierro del salmón; esos autocares de huevo duro, esos cardados de redecilla de noche, esas banderas de aguilucho extinto bien podrían colarse sin chirriar en alguno de sus Paracuellos.

El viernes por la noche, como digo, empezamos nuestro periplo de desmemoria prehistórica picando algo en Baco y Beto, una tasca chic en la calle de Pelayo especializada en buenos vinos y tapas de nueva generación, o sea, croquetas de setas contra chorizo de Pamplona.

Después, la primera, en el Pausa. Y la segunda. Porque el Pausa es un bar donde da gusto estar: Paolo y los suyos reciben y tratan con cariño, ponen copas sin garrafón y pinchan buena música. Qué menos se puede pedir hasta las dos de la mañana.

A partir de ahí ya es otra cosa, mariposa. Así que, mariposeando mariposeando, nos fuimos al Fulanita de Tal, bar de ambiente lésbico en la calle del Conde de Xiquena. Estaba a tope y, nuevo gin-tonic en mano, volvimos a tratar el viejo dilema de por qué en los bares de chicas es tan mala la música. Dado que doy fe de que muchas lesbianas, a título individual, están dotadas de exquisito gusto musical, el misterio sin resolver sigue siendo la razón de la pachanga en sus lugares públicos.

En fin, alegría, alegría, qué le vamos a hacer. Y tan alegres estábamos que acabamos en el Mito, calle de Augusto Figueroa. Antro donde los haya. Antro en toda la extensión del término: inefable gogó entrada en carnes, multiculturalidad underground, travestismos de toda condición, golfos y golfas, compañeros y compañeras. Como para que a los fachas que ya estaban madrugando se les cayeran los palos del sombrajo. En fin y fin.

De modo que mientras entraban a la ciudad los autocares de la tajada de mortadela nosotros la estábamos durmiendo. El primer movimiento fue de la cama al sofá, donde me estudié el primer número de El Manglar, revista de historieta e ilustración que, con impecable factura (les deseo que la cobren) y colaboraciones de, entre otros, Manel Fontdevilla o Mauro Entrialgo, han sacado a la luz Ricardo Esteban y Manuel Bartual. Atención, que la semana que viene sale el número dos.

Como El Manglar nos puso la viñeta en la boca decidimos plantarle cara al sol y nos fuimos de tiendas de tebeos. Empezamos por Espacio Sinsentido, en la calle de Válgame Dios y nunca mejor dicho, pues nos cruzamos de camino con un manifestante que ondeaba la bandera más cutre que Saldos Arias hubiera llegado a soñar; a saber, la del toro de Osborne: en su estupidez de Fondo Sur no la supera ni un estampado de águila imperial. Así las cosas, Espacio Sinsentido se diría el paraíso. Y de allí a Panta Rhei, en la calle de Hernán Cortés, un cielo al que, cual San Pedro revisitado, te abren las puertas las hermanas Ingrid y Lilo y tres perritas como tres querubines.

Habría jurado que el ruido de los helicópteros se oía por debajo de nuestras cabezas. Como Monkey Britstyle está en la acera de enfrente, pasamos a darnos ese punto mod que todo leonés de bien llevamos dentro, donde nos recibieron, con inglesa cortesía, el elegante Juan, el fox terrier Cantinflas y la bella Magui, que lucía corbata. Por último, Madrid Cómics, en la calle de Silva, donde nuestra chihuahua Poca rompió la timidez debida de varios frikies de patilla ancha y gafota de pasta.

Cuando nosotros volvíamos, ellos venían. Con tanto palo de escoba que parecían un servicio de limpieza nacional. Y, de nuevo tumbados en el sofá, a leer tebeos como Nacho Vigalondo: el 2 y el 3 de Bone, de Jeff Smith, encantadora serie con la que vas y vienes de un sábado de infancia sin solución de continuidad; el 3 de Lupus, de Frederik Peeters, un poco deprimente, demasiado vacío existencial para un día de resaca; y El Rastreador, de Jiro Taniguchi, mi favorito, un clásico. Y pasamos de Telemadrid. Por pasar, yo pasé hasta de los sms pásalo y no pasé ni uno.

A las buenas tardes.

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