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Tribuna:UN PANORAMA DE MADRID
Tribuna
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Tensa espera

Las primeras semanas de marzo son las de la tensa espera. El campo no ha brotado todavía, pero las lluvias copiosas han dibujado los prados con el verde cobalto de las hierbas nuevas. Los árboles de hoja imperecedera subrayan desde su oscuridad invernal un acento de lozanía lustrosa y erguida. Hay poco tráfico en la tarde dominical desde Madrid y se puede transitar despacio desde Boadilla hasta San Martín contemplando el inmenso boscaje de los encinos del valle del Guadarrama.La revuelta carretera que se extiende de Colmenar del Arroyo hacia Robledo exhibe en su soledad la belleza de un bravío paraje. De pronto surge del rincón intacto un tremendo conjunto de edificios y artefactos ultramodernos de cemento y metal en el camino de Fresnedillas. Son las estaciones de conducción espacial con sus antenas parabólicas y estructuras curvilíneas. Es el desafío de la tecnología, clavada en la naturaleza, para ayudar al hombre a escudriñar más hondamente el universo cósmico que nos rodea, es decir, la naturaleza misma. De Robledo de Chavela y el risueño valle del Cofio se sube a los recodos del puerto. Desde la cima se adivina el admirable entorno que tiene Madrid hacia su noroeste, alfombra acogedora y todavía semipoblada, regada por las aguas que bajan de la cordillera.

Es un grandioso parque que nos ha regalado la naturaleza. Tiene árboles de riqueza bien nutrida y arroyos en abundancia. Pienso, al contemplarlo, en el imparable avance demográfico del foco urbano que es Madrid, cuyo dinamismo interior tiende a crecer, a medida que el Estado es más grande, más poderoso, más numeroso y más rico, cada día. Y temo que esa expansión se haga a remolque de los acontecimientos en vez de adelantarse racionalmente a ellos.

Zócalo urbanístico

Leía hace poco los argumentos del arquitecto Stern en favor de una revalorización del suburbio norteamericano quitándole toda connotación de agobio, polución, miseria, atmósfera degradante y contagio industrial. "Debemos hacer una rehabilitación de los suburbios de las grandes ciudades", escribe. "Darles calidad, ambiente, buen transporte y comunicación". Y, lógicamente, descentralizar los servicios administrativos de la capital para que tengan un alto coeficiente de autonomía local propia.

Stern habla de los suburbios planificados como "gloria de la vida estadounidense". ¿Arcadia para todos? Quizá, más simplemente, la idealización colectiva de la individualidad. ¿No podría planificarse desde ahora el Madrid del siglo XXI con un zócalo de núcleos urbanísticos aparentemente dislocados, bien arropados en la envoltura verde, con red comunicadora perfecta y todos los servicios accesibles? ¿No sería ésa la gran reforma urbana de la capital de España que debe marcar la efeméride de 1992? Barcelona tendrá la suya. Y Sevilla también.

En la tarde marceña se adivina a lo lejos la silueta de Madrid, con los rascacielos blanqueando su silueta a través de la bruma caliginosa. No nos da tiempo a detenernos en esa contemplación, pues ya están en la mira del descenso las cúpulas renacentistas de El Escorial. Volvemos a la capital por el borde del Campillo con su torre altiva restaurada por la reina Isabel. En la sierra, la nieve velazqueña motea de blanco jaspeado el azul añil de los picachos.

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La savia acude en estos días, presurosa, a la cita del calendario astronómico. El mundo vegetal se siente invadido por la fuerza genética que empuja desde la profundidad telúrica. ¿Cómo no sentirnos incluidos en el general proceso de la resurrección anual? Si los animales de la escala zoológica lo perciben, ¿cómo no lo ha de sentir la especie humana, que convive y comulga en el gran festival de la primavera?

Llegamos a Madrid a la hora en que se apaga lentamente la luz del radiante día y el sol inicia su desaparición. Confieso mi pasión por observar la salida del astro-monarca y despedirlo en su ocaso. Es un rito antiquísimo del hombre al que simbólicamente es bueno volver de cuando en cuando para curarnos en humildad y corregir los excesos del antropocentrismo sobrador.

Desde mi rincón doméstico instalado en los cerros del viejo camino de Húmera oteo la hora del sol moribundo. Miro hacia Madrid extendido en lo alto, sobre una comisa interminable de edificios nuevos salpicados de muchas torres diversas. El último fajo de rayos que viene del poniente enciende de golpe cientos de cristaleras. Madrid es como un cuadro de Antonio López con llamaradas de fuego. Se abre por encima un cielo azul celeste y azul dorado, con largas rayas que lo envuelven con nubes rosadas, anaranjadas y acaminadas. Semeja una inmensa paleta el techo madrileño, que recuerda algunos frescos de las bóvedas de Maella. O acaso los que pintaba el italiano Fernando Brambilla en su colección de los sitios reales.

La tensa espera es un despertar larguísimo y a la vez intenso. Día a día aparecerán nuevas sorpresas en los arbustos y en los rosales que se estiran, a ojos vista, envolviendo las paredes cercanas a mi casa.

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