El toreo lo firmó Ortega Cano
El único toreo que se vio en la tarde llevaba la firma de Ortega Cano. Lo demás era de fábrica.
Toreo breve, ciertamente, en una faena justa, como debe ser. La sabiduría popular lo tiene acuñado: de lo bueno, poco.
El toreo, si bueno, se percibe, se paladea y queda guardado de por vida en la parte más sensible de los corazones ardientes. ¡Óle!
El toreo, si seriado, cansa, aturde, hasta puede acabar levantando dolor de cabeza.
De este toreo fabril perpetraron inclemente desmesura Enrique Ponce y El Juli. Vaya par de toreros vulgares y pesados. Igual que si les hubiesen dado cuerda, la emprendían a derechazos y era un frenesí. O la emprendían a naturales, con similar afán aunque con peor tino.
Domecq / Ortega, Ponce, Juli
Toros de Juan Pedro Domecq, de escaso trapío y flojos, varios anovillados e inválidos, principalmente 2º y 5º; manejables en general y la mayoría dóciles. Ortega Cano: estocada corta atravesada perdiendo la muleta, pinchazo, otro hondo -aviso-, dos descabellos y estocada corta ladeada (algunos pitos); pinchazo y media (ovación y salida al tercio). Enrique Ponce: pinchazo bajo -aviso-, pinchazo, estocada corta atravesada y rueda de peones (silencio); pinchazo -aviso con retraso- y media estocada caída (silencio). El Juli: estocada trasera ladeada; se le perdonaron dos avisos (petición y vuelta); estocada (oreja). Plaza de Valencia, 16 de marzo. 6ª corrida fallera. Lleno.
Las trazas que emplearon ambos coletudos para interpretar el toreo al natural, los ve aquel Chicuelo de la preguerra, artífice de sus mejores recreaciones, y le da una alferecía.
Entrambas figuras engendraron la peor tauromaquia imaginable. Sin embargo, si se tuviera que discernir quién de los dos es el principal responsable, uno señalaría a Enrique Ponce y su empeño en colar el astroso pegapasismo de las ventajas, de los trucos y del total desprecio a la torería.
Y todo ello, con los dos toros de menor fuste de la corrida. Dos toros sin trapío ni fuerza, inocentes de puro dóciles, cuya embestida la sustanciaban pegando tumbos.
Enrique Ponce recibió a los dos con unas verónicas largando tela que obligaban a pasar a los pobres toros por la lejanía, y en los últimos tercios les pegó sendas palizas muleteras. A ellos y a la sufrida afición.
La sufrida afición llegó un momento en que quiso revelarse contra ese sino sufridor, arbitrario e injusto, y harta de sufrir protestó los excesos pegapasistas del torero y empresario de la plaza.
Tampoco es que fueran muchos quienes protestaban. La mayoría del público, por el contrario, aplaudía disciplinadamente al empresario-torero cada vez que se tomaba un respiro en su tenaz faenar. Es corriente en parte del público actual: manifestar su adhesión inquebrantable a quien digan que manda.
Ocurre con el público de toros y con cualquier otra colectividad. Los ecos de aquel surrealista '¡Vivan las caenas!' que se oyó en ciertas movidas de este país estrafalario, vuelven a sonar en tiempos de democracia y libertades plenas. Claro que quizá resulte más convincente decir 'Biban las caenas', y aún se ajustaría mejor a la modernidad matizando 'Biban las kaenas'. Una K bien puesta justifica totalmente el progresismo pasota.
El Juli recibió por verónicas al tercer toro y con tres largas cambiadas de rodillas seguidas de más verónicas al sexto. No es que valieran mucho, mas la voluntad de agradar quedaba suficientemente demostrada. A ambos los cuarteó banderillas al montaraz estilo y les hizo abundosas faenas de muleta.
Las tandas que daba El Juli, frecuentemente transcurrían bajo un sepulcral silencio, y sin embargo al dar el pase de pecho la plaza se venía abajo. Cuando Ponce acaecía otro tanto. Al actual público de toros los pases de pecho es que le privan.
Los silencios durante las tandas se debían a la mediocridad técnica y a la vaciedad interpretativa del autor, qué le vamos a hacer. Buscar en el toreo que empleó El Juli alguna intención artística, cierta predisposición para aplicar los registros de la verdadera tauromaquia, constituía vana pretensión.
Se demoró la muerte de su primer toro y pese a que transcurrió el tiempo reglamentario para que sonaran dos avisos, el presidente no envió ninguno, si bien después tampoco concedió la oreja que pedía el público. El sexto toro murió pronto, el público pidió apasionadamente las dos orejas, el presidente sólo concedió una y se ganó por ello un fenomenal abucheo.
Ahora bien, pasado el ruido y concluida la función, lo único que quedaba en el recuerdo era el toreo de Ortega Cano. Lances a la verónica mecidos en su primer toro, dos series excelsas de redondos en su segundo, llevaban la firma del artista y poseían todas las características que acreditan a las obras exclusivas por su grandeza.
La gente se tomaba un poco a guasa la reaparición de Ortega Cano, se oían por el tendido tópicos leídos en las revistas del corazón, no le pasaban movimiento mal hecho y cualquiera de ellos se interpretaba como miedo.
Pero qué miedo... Un torero que se trae al toro toreado, le carga la suerte y le liga los pases es un valiente a carta cabal. Y así toreó Ortega Cano en todas sus intervenciones. Con dudas y reservas al enfrentarse al encastado primer toro; con hondura y templanza al embarcar al pastueño cuarto. Se echó la muleta a la izquierda y no acabó de conjuntar la suerte. Pero tiró luego de trincheras y pases de la firma, y el aroma de la torería embriagó la plaza. Y ahí quedó eso.
Babelia
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