Seriedad, humor y erotismo

Desde la desaparición de la Unión Soviética hace una década, no sólo se ha desvanecido la ideología comunista, sino el diferente cine que se hacía, con más pena que gloria, en sus distintas repúblicas. Sin embargo, de vez en cuando, siempre con la ayuda de distintos coproductores europeos, aparece una pequeña joya, una especie de milagro que recuerda que el cine sigue vivo en esos lejanos y olvidados países.

Uno de estos casos es 27 besos robados, una coproducción entre la ex república soviética de Georgia, Francia, Reino Unido y Alemania. Eso que durante mucho tiempo se ha denominado europuding y que, de manera irremediable, estaba abocado al fracaso. Aunque la situación ha mejorado mucho desde que no es necesario que intervengan técnicos y actores de los países coproductores, lo que convertía las películas en disparatadas torres de Babel.

Muy lejos de la casualidad, 27 besos robados es producto del trabajo serio y continuado de la realizadora Nana Djordjadze. Desde Robinsoniad (1986), su primera película, y a través de El chef enamorado (1996), ha llegado a esta pequeña obra maestra, siempre con la colaboración de su guionista, Irakli Kivirdadze, y del actor francés Pierre Richard.

Ha logrado dominar su personal estilo, que siempre se ha movido entre la realidad y la fantasía, para dejarlo más cerca de aquélla que de ésta y sazonarlo con unas buenas dosis de humor y erotismo. Luego lo ha aplicado con exquisita sutileza a una historia mínima, pero que funciona con perfección, y a la descripción de un atractivo e idílico lugar.

En gran parte gracias al peculiar encanto de Nino Kuchanidze, una joven pelirroja, delgada y feúcha, la historia de la adolescente de 14 años que llega a un perdido pueblo de Georgia para pasar el verano con una olvidada tía y se enamora de un aficionado a la astronomía de 41 años, mientras su hijo de 14 lo hace de ella, se convierte en una divertida e interesante película. Tanto por la descripción del peculiar triángulo como del pueblo donde se desarrolla y de sus simpáticos habitantes.

La excelente fotografía de Phedon Papamichael da un mágico tono veraniego a un lugar y unas gentes revolucionadas en su erotismo por la proyección de la mítica Emmanuelle (1973), de Just Jaeckin, de la que sólo se ve un peculiar cartel, mientras todos canturrean su pegadiza cancioncilla.