¿Crónica de un timo? Cela y la Hispanidad
Ahora que Camilo José Cela ya no está entre nosotros para estorbar su propia posteridad, va llegando la hora del balance. Pero no será pequeña tarea todavía la de ir clasificando (o tirando a la basura) el contenido de aquella alacena de desplantes castizos, chocarrerías sin gracia, infantilismos vanidosos y hasta cursilerías relamidas que fueron tan suyas como hijas del tiempo vital y literario que Cela encarnó: la posguerra franquista. Por eso, era inevitable que llegara previamente la hora de los ajustes de cuentas: los celos tardíos de un fiel escudero como Francisco Umbral, la conspicua semblanza en negativo de Ian Gibson o el balance entreverado de Francisco García Marquina (Retrato de Camilo José Cela, 2005) que no ha circulado mucho (ni lo conoce siquiera nuestro autor, Gustavo Guerrero), aunque resulta, entre los testimonios surgidos de su antigua corte literaria, el más equilibrado y penetrante de todos.
Historia de un encargo: 'La catira' de Camilo José Cela. Literatura, ideología y diplomacia en tiempos de la Hispanidad
Gustavo Guerrero
XXXVI Premio Anagrama de Ensayo
Anagrama. Barcelona, 2008
296 páginas. 19 euros
De los trancos de picaresca literaria protagonizados por Cela, el encargo de la novela La catira (1955), primera y única de sus 'Historias de Venezuela', fue uno de los más pintorescos. Lo esencial lo sabíamos, porque Cela presumió de él: fue un encargo -mejor, un autoencargo, como se demuestra ahora- del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez, pagado a peso de oro, que acabó en fiasco. La crítica americana despellejó la obra, aunque en España obtuviera un efímero éxito, pero el cómputo total de la aventura tampoco fue tan malo para su protagonista. De la España de 1953 salió para América un escritor escaldado por la prohibición de La colmena y ganoso de éxito a cualquier precio. Del desastre surgió un hombre decidido a rectificar el rumbo de su personalidad pública y hacerla más respetable: la fundación de Papeles de Son Armandans en 1956 y el ingreso en la Real Academia en 1957, tras dos años de trabajarse la candidatura, supusieron el abandono de aquel Cela que en el fondo había sido tan autárquico como lo fue la economía del INI franquista y que, desde entonces, se trocaría en un Cela claramente desarrollista.
Gustavo Guerrero ha contextualizado esta historia que ya no es un "chisme de salón", como confiesa haber temido, aunque el empeño se haya quedado un poquito corto como episodio de historia literaria. Su trabajo se ha hecho a tres bandas que se corresponden con otros tantos capítulos -'Viajar', 'Escribir', 'Leer'- que corresponden al motivo, a su realización y a su recepción. El más claro y determinante es el segundo: la invención venezolana de la etnia llanera y su aceptación por el despistado viajero resulta una historia tan hilarante que parece una invención, y no está a menor altura el minucioso cotejo de las fases del texto de La catira para demostrar cómo se fue convirtiendo en una superchería dialectal. No obstante, el análisis de su relación con Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, el presidente-escritor al que derrocó Pérez Jiménez, es certero pero sabe a poco, al igual que las reflexiones de Guerrero sobre el noventayochismo de Cela y su concepción de la Hispanidad, que resultan bastante elementales. El capítulo menos brillante es el tercero, al que se pudo haber sacado más punta. Y el más corto de elaboración pero, sin duda, el más atractivo por principio, viene a ser el primero. A La catira le pasó lo que le pasó porque chocaba con un nacionalismo rampante, en el momento en que toda América estaba por la misma labor: unas veces por la vía indigenista (como sucedía en Perú y Ecuador), otras por la progresista-popular (que explica el éxito de los cuadros de Portinari en Brasil o la difusión continental del Canto General, de Neruda, tras sus ediciones de 1950), otras por un cóctel de criollismo y autoritarismo paternalista, como ocurrió en Venezuela pero también en la República Dominicana de Trujillo o en la Cuba de Batista. Debemos a Guerrero haber situado en la génesis de La catira los olvidados libros de Laureano Vallenilla (el adalid del "cesarismo democrático"), las maniobras de su hijo homónimo (que fue el protector de Cela, como ministro de Educación del coronel Pérez Jiménez) e incluso los murales de su sobrino Pedro Centeno Vallenilla, inefable plasmación del "kitsch tropical". Y, sin embargo, el panorama se queda a veces en mero esbozo y las informaciones de Guerrero sobre las relaciones de los Gobiernos de Franco con las dictaduras americanas dependen demasiado de la bibliografía elegida.
Pese a todo, el libro es oportuno, está bien escrito casi siempre y también a menudo tiene brío de buen ensayo. Al final, deja en un educado claroscuro si Amelia Góngora, la hija del emigrante español Manuel de Góngora, fue la catira (la rubia) espectacular que Cela se trajo a España como trofeo erótico... García Marquina dice que así fue, y añade que había sido "Miss Venezuela", lo que no es cierto al parecer. En todo caso, el viaje americano del escritor no acabó mejor que el itinerario poético de Foxá, Rosales, Panero y Zubiaurre, a finales de 1949, que un día habrá de ser objeto de una crónica tan desprejuiciada y contundente como ésta. -
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