Operación rescate
Muy bien, prepárense: lo impensable está a punto de ser inevitable.
La semana pasada, Robert Rubin, el ex secretario del Tesoro, y John Lipsky, alto funcionario del Fondo Monetario Internacional, sugirieron que quizá haga falta recurrir al dinero público para rescatar el sistema financiero estadounidense. Lipsky insistió en que no estaba hablando de una operación de rescate: pero la verdad es que sí.
Es cierto que Henry Paulson, el actual secretario del Tesoro, sigue diciendo que cualquier propuesta de utilizar el dinero de los contribuyentes para ayudar a resolver la crisis no tiene "la más mínima posibilidad". Pero es una afirmación tan creíble como todos sus pronunciamientos anteriores sobre la situación financiera.
Ésta es la pregunta que deberíamos hacernos: cuando el Gobierno federal intervenga para rescatar el sistema financiero, ¿qué hará para asegurarse de que no está rescatando también a quienes nos han metido en este lío?
Vamos a ver por qué es inevitable una operación de rescate.
Entre 2002 y 2007, una serie de ideas equivocadas en el sector privado -que los precios de la vivienda no tenían más remedio que subir, que las innovaciones financieras habían eliminado los riesgos y que una clasificación con tres A significaba verdaderamente que una inversión era segura -desembocó en una epidemia de préstamos basura-. Mientras tanto, otras ideas equivocadas en el ámbito político -la convicción de Alan Greenspan y sus amigos del Gobierno de Bush de que el mercado siempre tiene razón y la regulación siempre es mala- hicieron que Washington ignorase las señales de alarma.
Por cierto, Greenspan sigue pensándolo: no acepta ninguna responsabilidad y sigue insistiendo en que "la flexibilidad de mercado y la competencia abierta" son "las salvaguardas más fiables contra el fracaso económico acumulativo".
El resultado de todos esos préstamos basura fue un caos financiero que va a causar billones de dólares en pérdidas. Una gran parte de esas pérdidas recaerá sobre las instituciones financieras: bancos comerciales, bancos de inversiones, fondos de gestión alternativa, etcétera.
Mucha gente dice que el Gobierno debe dejar que las cosas se resuelvan por sí solas; que habría que dejar que quienes hicieron préstamos basura sufran las consecuencias. Pero no va a ser así. A la hora de la verdad, los responsables financieros -con razón- no están dispuestos a correr el riesgo de que las pérdidas provocadas por esos préstamos puedan colapsar el sistema financiero y provocar el derrumbe de la economía real.
Pensemos en lo que ocurrió el viernes pasado, cuando la Reserva Federal se apresuró a acudir en ayuda de Bear Stearns. Nadie espera que un banco de inversiones sea una institución benéfica, pero Bear tiene una reputación especialmente desagradable. Como nos recordaba Gretchen Morgenson en The New York Times, Bear "ha trabajado, muchas veces, en las áreas grises de Wall Street, y con métodos agresivos y violentos".
Bear fue una de las instituciones que más promovió a los prestamistas de alto riesgo más cuestionables. Atrajo clientes a dos de sus propios fondos de gestión alternativa que fueron de los primeros en quebrar en la crisis actual. Y da muestras de falta de civismo financiero: la última vez que la Reserva Federal trató de contener una crisis, tras la caída de Long-Term Capital Management en 1998, Bear se negó a participar en la operación de rescate.
En otras palabras, Bear se merecía ir a la quiebra, tanto por sus acciones como para enseñar a Wall Street a no contar con que otra gente va a sacarle siempre de apuros.
Sin embargo, la Reserva Federal se apresuró a acudir al rescate de Bear, por temor a que la caída de un gran banco de inversiones pudiera generar el pánico en los mercados y causar estragos en la economía en general. Los responsables de la Reserva sabían que lo que estaban haciendo no estaba bien, pero creían que la alternativa habría sido todavía peor.
El camino que siga Bear será el que siga el resto del sistema financiero. Y, a juzgar por la historia, la próxima operación de rescate con dinero de los contribuyentes va a acabar costando un montón de dinero.
La crisis del ahorro y el crédito de Estados Unidos en los años ochenta costó al final a los contribuyentes el 3,2% del PIB, el equivalente a 450.000 millones de dólares de hoy. Algunos cálculos creen que el coste fiscal de la limpieza en Japón cuando estalló la burbuja fue de más del 20% del PIB, el equivalente a tres billones de dólares para Estados Unidos. Si estas cifras les escandalizan, mejor. Pero la operación de rescate se va a hacer. La única duda es si se va a hacer bien.
Como he dicho, lo importante es rescatar el sistema, no a la gente que nos ha metido en este lío. Eso significa una limpieza general de accionistas en las instituciones que han quebrado, hacer que los dueños de bonos admitan un recorte, y anular las opciones sobre acciones de unos ejecutivos que se han enriquecido a base de arrojar la moneda y decir cara, yo gano, cruz, tú pierdes.
Según informaciones conocidas a última hora del domingo, JP Morgan Chase va a comprar Bear por una miseria. Es una solución que no está mal para este caso, pero no un modelo para la operación de rescate mucho mayor que se avecina. Con la vista puesta en el futuro, seguramente necesitamos algo parecido a la Resolution Trust Corporation, que se hacía cargo de instituciones de ahorro y crédito en bancarrota y vendía sus activos para reembolsar a los contribuyentes. Y lo necesitamos deprisa: mientras leen estas líneas, la situación se deteriora por momentos.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton. © The New York Times News Service. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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