El Giro ya no es una fiesta
La carrera italiana intenta hacer frente a la gran crisis desatada por el dopaje
Oculto entre obstáculos como un emboscado, el Giro de Italia comienza hoy. Hasta hace nada, hasta hace diez años o así, este anuncio, la noticia de que la carrera de la maglia rosa ya estaba preparada para partir, alegraba el espíritu de los aficionados, disparaba la sed de hazañas ciclistas por territorios tan resonantes como los Dolomitas, avivaba la memoria de los héroes de la infancia, de Merckx, de Fuente, de Indurain... Hasta hace nada, hasta hace tanto.
Hasta 1999, por ejemplo, cuando Marco Pantani murió por primera vez, o hasta 2001, cuando la redada de San Remo, o hasta ayer mismo, hasta Ivan Basso, el amado ganador de 2006, quien, en vez de encontrarse en Olbia (Cerdeña), en la cubierta del portaaviones Garibaldi, no lejos de la tumba del padre fundador de la Italia moderna, como uno de los 198 participantes en el Giro, se encontraba en Roma, confesando sus pecados, colaborando con la oficina de la fiscalía antidopaje del Comité Olímpico Italiano. A Basso, saludado tras su victoria como el nuevo héroe moderno, el corredor honrado y humano que llegaba para salvar al ciclismo de su depresión, le echa de menos el pelotón en la costa Esmeralda. Al menos, no se habla de otra cosa.
Todos están sofocados, asfixiados, por un ambiente escaso en oxígeno, en aire limpio
A los ciclistas, en su mayoría desmotivados, perplejos, despistados en un mundo que ya no reconocen como el suyo de toda la vida, parece importarles poco que el Giro sea sobre el papel una carrera pesada, durísima, llena de traslados y de etapas monótonas hasta la llegada, la tercera semana, de los colosos más temidos, las tres cimas de Lavaredo, allí donde el gran Tarangu se paseó ante Merckx en 1974, y del Zoncolan, el Angliru italiano de pendientes increíbles. Tampoco despierta mayor interés el nombre de los favoritos, todos italianos -salvo el ucraniano Popovich-, todos ya muy vistos, todos ex ganadores -salvo Di Luca-, corredores como Gilberto Simoni, Paolo Savoldelli o Damiano Cunego. Y ni siquiera la probable revelación de un siciliano de gran clase llamado Vincenzo Nibali despierta grandes emociones.
Tampoco ayuda mucho que los ciclistas no italianos acudan con escasas expectativas. Como, por ejemplo, los españoles. Iban Mayo, que debuta en la carrera, ya ha hecho saber que más vale no esperar grandes exhibiciones de su parte, que acude a Italia como ayudante en el Saunier Duval de sus líderes, del veterano Simoni, del espectacular joven Riccardo Riccò. El jefe del Euskaltel no será un escalador, sino un sprinter, Koldo Fernández, y el Caisse d'Épargne, el tercer equipo español participante, ha organizado un bloque de cazadores de etapa, un espécimen simbolizado en Pablo Lastras.
Todos ellos están sofocados, asfixiados, por un ambiente escaso en oxígeno, en aire limpio, una atmósfera que se puede definir perfectamente con la simple enumeración de las preocupaciones de los varios estamentos que la forman. A los organizadores les preocupa la posible merma que a su cuenta de resultados -organizada en torno a los ingresos televisivos- puede suponerle el estallido de un posible escándalo de dopaje, uno más, un año en el que las audiencias televisivas del ciclismo en todo el mundo han alcanzado el punto más bajo de la historia. A los directores y mánagers de los equipos les preocupan las reuniones en las que se acusan recíprocamente de no acatar ningún código ético; todos temen que llegue el momento en que necesiten buscar nuevo patrocinador para seguir en el negocio y se encuentren cerradas las puertas de todas las empresas. Los médicos hablan de sangre y de dopaje, de cómo un ciclista que ellos saben sube a Austria a seguir dudosos tratamientos, de cómo otros se concentran en tal ciudad donde ejerce tal médico, de cómo otros toman en manada vuelos chárter en Pisa con destino a España, de cómo sería posible que en Italia también funcionara una trama que organizara transfusiones como la de Eufemiano Fuentes, desmantelada en Madrid. Y los observadores más cercanos, los periodistas, viven entre la atracción del morbo y la paranoia que se refleja en la manera en la que observan, por ejemplo, la presencia de algún coche de carrocería anónima en los aparcamientos de los hoteles de los equipos. ¿Serán policías secretos? ¿Serán camellos de los médicos traficantes?
Los ciclistas hablan de todo ello y sienten sobre sus magros cuerpos su insoportable peso, al que se añade el más duro de resistir, el peso de la duda que notan en la mirada de los aficionados que aún se acercan a las carreras. En la Gazzetta dello Sport, el periódico organizador del Giro, se lee que ya no hay que crear más "falsos héroes". ¿Pero cómo saber si un héroe es falso antes de que el consabido escándalo o el control positivo lo muestren? ¿Y cómo podría el ciclismo, el moribundo ciclismo de 2007, sobrevivir sin héroes?
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