Armstrong resopla, tirita y se aburre
Un día más de tregua, guerra de trincheras y desgaste bajo el chaparrón de los Vosgos
Dice Poulidor que el ciclismo es como el boxeo, tan duro como un combate con intercambio salvaje de golpes, en el que el ataque de un rival, el demarraje en un puerto, duele más que un uppercut en la barbilla. Hablará de otro ciclismo el viejo Poupou, hablará de otro Tour, no, seguro, de este de 2009, en el que más que soltarse mandobles los corredores bailan y bailan sobre las puntas de los pies, muy fina estampa todos, y se miran a los ojos, se miden si perderse la cara, hablan y hablan -presión psicológica le dicen- y, cansados, terminan sentándose en su rincón esperando otro asalto. Y cuando amagan, retiran el brazo enseguida, no sea que se hagan daño. Los tecnócratas del pelotón, qué feo es el boxeo, lo llaman "tomar la temperatura a los favoritos". ¡Qué frío!
Un amigo menos para Armstrong: Leipheimer se rompió la muñeca derecha en una caída
A las cinco de la mañana, el cielo reventó con un estruendo explosivo y empezó a llover. El trueno, un gong anunciando tregua, un nuevo aplazamiento de las hostilidades. Bajo un cielo negro, tan siniestro como los capotes negros de algunos corredores, y un chaparrón incansable, la travesía de los Vosgos, de Oeste a Este hacia los Alpes, que bajo el lapicero del aplicado Christian Prudhomme, uno que quiere reinventar el Tour cada año, tan sugestiva parecía, pasó a alargar la lista, ya larga, de etapas perdidas. Pasados los Pirineos, pasados los Vosgos, cumplidos 13 días de Tour, dos tercios, la jerarquía establecida tras la contrarreloj por equipos, ajuste fino arriba, ajuste fino abajo (los 21s de Contador en Arcalís), permanece.
Y que nadie se anime. Está Contador tan desesperado por encontrarse con una montaña de verdad situada donde Dios manda, tan desencantado de que ningún rival -venga Cadel, ánimo Andy, dale duro, Carlos- haga caso a sus súplicas -venga, atacad, venga, moved la carrera, matad el tran tran- que ha llegado a pensar que su segundo Tour es, en realidad, una pesadilla, en la que, en bucle perpetuo, cada etapa se perpetuará sin apenas cambios en la siguiente -un día gana Sorensen, un viejo danés, homenaje al gregario, al día siguiente, ayer, Haussler, un brillante alemán con alma australiana, un clasicómano rápido, casi un sprinter, 25 añitos, capaz de brillar en San Remo, en Flandes, en Roubaix y en la montaña, que, en manga corta bajo el diluvio, dejó a pelotón y perseguidores pasmados, y no sólo de frío-, que nunca pasará nada. Tampoco en los Alpes, teme, con la resignación que da el fastidio. "Que nadie se haga ilusiones en Verbier
[el puerto suizo en el que termina la etapa de mañana], un puerto corto, de 8,5 kilómetros, que no es nada del otro mundo", dijo, ya recuperado del frío que le caló los huesos tras una ducha ardiente. "Se nos culpa a los corredores, pero tampoco el recorrido ha dado para ataques. No ha habido etapas propicias".
¡Qué fastidio, qué frío! Y encima Armstrong se aburre. También él. Bruto. Quizás echó de menos en la tediosa ascensión al ritmo de Paulinho del Platzerwasel, el puerto de primera en el que supuestamente iba a pasar de todo, la presencia animosa de su fiel Leipheimer contándole chistes a su lado. Leipheimer no estuvo porque en una caída la víspera se rompió la muñeca derecha. Un amigo menos para Armstrong, un dolor de cabeza menos para Bruyneel, menos preocupación para Contador, que no tendrá que seguir vigilando a sus espaldas al hombre que por poco le amarga la Vuelta. Armstrong dijo que se aburrió pero su cara, durante la ascensión, más que aburrimiento reflejaba pasmo tirando a sufrimiento, a menos que al resoplar con la boca bien abierta se le llame ahora bostezar. Pero los Saxo, con un recuperado Cancellara, después de amagar, de crear la ilusión de una chispa en la tarde negra, después de hacerle sudar, bajaron los brazos. Hasta mañana.
Si también se aburría subiendo el Platzerwasel unos minutos después con el autobús de los sprinters Óscar Freire, el tedio se le pasó rápido como un rayo, como los tres disparos seguidos que escuchó a su lado, donde un aficionado zumbado con una pistola de aire comprimido se dedicó a tirar perdigones a los ciclistas, haciendo plomo la metáfora de la libertad de la afición a disparar en las alas a sus héroes, como si fueran patitos de hojalata en una barraca de feria. Uno se lo clavó al sprinter cántabro en el muslo, otro, al neozelandés Julian Dean en un dedo. Pasado el escozor, a Freire, un chico único, le dio la risa y enseñó el perdigón como un trofeo a sus compañeros de fatigas.
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