Una indigestión de cangrejo
1 - Éste es un país pequeño y en el terreno que creo conocer mejor, que es el de las ficciones, se avanza desesperadamente despacio. Y lo que es peor: se vuelve siempre atrás. Por cada paso adelante que se consigue dar, damos cinco hacia el más tenebroso pasado y surge entonces de nuevo la novelista revolucionaria, el empecinado escritor realista, el crítico marxista, la narradora concienciada, el novelista zapatero, el poeta sin experiencia, el clásico (sin especificar), el vanguardista retrógrado, el cuentista resabiado, la narradora mediocre que hace del feminismo su bandera, el escribidor circular, etcétera. El peor de todos ellos es el que cree que la ficción debe dar lecciones. Pero, por dios, ¿dónde estamos? La ficción, decía Cheever, está pensada para irradiar, para explotar, para refrescar. No existe ninguna filosofía moral derivada de la ficción más allá de la excelencia. Algo está muy bien escrito o no. Y el buen escritor, aquel que cuenta con una experiencia ya de años y que no ignora que tiene sólo un compromiso con el lenguaje, sabe cuándo lo que ha hecho está bien o no. Es algo en lo que le ayuda, si se quiere, la intuición. Porque cuando algo de lo escrito está mal, uno lo sabe. Como decía Vilém Vok: "Cuando una línea queda mal, sencillamente no está bien".
La gente busca enseñanzas morales en la ficción porque siempre ha habido una confusión entre la ficción y la filosofía y la ficción y la política y la ficción y el periodismo. También creen que hay una línea ambigua que separa la ficción de la realidad (que confunden con la verdad), cuando lo que importa es la plenitud de sentido de la ficción narrada y saber ver que la ficción es ficción y que, como decía Nabokov, calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Y en fin. Todo esto me recuerda de nuevo a Vilém Vok cuando decía que si oía a un crítico que hablaba del compromiso o de la magistral lección de un autor, sabía inmediatamente que el crítico era un imbécil o bien lo era el autor.
2
- Pensemos ahora, por ejemplo, en la noticia, sacada del mundo real, de que el Ministerio de Turismo rumano acaba de opinar, a través de su ministra, que el celebérrimo mito del Conde Drácula es demasiado siniestro para seguir siendo la imagen de Rumania en el mundo. Muy bien. Yo estoy leyendo esta noticia en el Grafton Hotel de Dublín, en la misma calle en la que, a cuatro pasos de aquí, vivió durante muchos años Bram Stoker, el escritor irlandés que se inspiró en la figura del príncipe rumano del siglo XV Vlad Tepes y en las leyendas de vampiros de la Europa Oriental para crear el mito en el que hoy cree todo el mundo, incluida la ministra de Turismo de Rumania.
Valiente, sanguinario y bravío luchador contra los invasores turcos, las historias de sádicas torturas por placer en torno a quien fuera conocido como Vlad El Empalador fueron la base perfecta para el mito que creó mi vecino, míster Stoker. Esta mañana he ido a ver su casa, la casa de este dublinés, que trabajó un tiempo de funcionario en el castillo de la ciudad. La placa que le han colocado en su antiguo hogar dice: "Bram Stoker. 1847-1912. Theatre Manager. Author of Dracula. Lived Here".
Trabajó Stoker como representante y secretario del actor Henry Irving, un déspota con todo el mundo y especialmente con el propio Stoker, al que en Londres casi convirtió en su mayordomo y al que, a su muerte, no legó nada en herencia. De regreso a Dublín, Stoker prosiguió con los contactos que había iniciado en Londres con un erudito orientalista húngaro llamado Vámbery, que fue el que le contó las peripecias del príncipe Drácula, al que le acabó dando Stoker el aspecto físico de su desagradecido antiguo jefe, el actor Irving. Una sutil venganza, que se ha prolongado en el tiempo más de lo que pudo imaginar el propio Stoker, que parece que fue un hombre feliz cuando se casó con Florence Balcombe, una antigua novia de su vecino y amigo Oscar Wilde, que también, por cierto, vivió a cuatro pasos de donde estoy ahora. De hecho, veo la casa de Wilde desde la terraza de mi habitación. A quien no consigo ver en la ciudad es a Drácula, al que en todo caso -deje de inquietarse la ministra rumana- sitúo aquí y no en Transilvania. Basta ir al cementerio católico de Glasnevin, aquí en Dublín, con sus tumbas y gran decorado gótico, para comprender de dónde realmente es Drácula. Imagino perfectamente a Stoker inspirándose en ese cementerio, tan conocido por los lectores de Ulises, de Joyce. Aunque, como todo el mundo sabe, lo que realmente le inspiró el libro a Stoker fue una indigestión de cangrejo, que le produjo alucinaciones y le hizo ver, con toda nitidez, a una especie de rey de los vampiros que salía de su tumba en busca de sangre. Stoker volvió a ver a ese rey en Londres, el día de su muerte. Sus compungidos amigos siempre contaron que en la agonía no paraba de señalar a una esquina de su habitación mientras una y otra vez pronunciaba la palabra Strigoi, que en rumano significa vampiro. Se habría creído su propia ficción, que después de todo es lo que hacen los grandes embaucadores, aquellos que saben que los mejores argumentos son siempre bromas fantásticas que todo el mundo, incluidos ellos mismos, se cree una y otra vez.
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