Turín no invita a la lógica
En París las librerías siguen siendo librerías. La semana pasada llovía y soplaba un viento frío en el bulevar Montparnasse y me refugié en la Tschann, y de inmediato me sumergí en una calma envolvente, rodeado de libros de todo el mundo y de las eternas revistas literarias francesas de siempre. Lo mejor de esos lugares de París es que en ellos no puedes dar ni un paso. En la librería Tschann no hay un solo hueco o espacio desperdiciado y las personas están allí tan apretadas que nuestro más inmediato vecino, por ejemplo, es todo un peligro potencial. Casi inmóviles en un espacio mínimo, he visto en más de una ocasión en la Tschann a dos o más personas pugnar al unísono por un mismo libro, y poco después he podido escuchar, con extraordinaria satisfacción íntima, los educados y maravillosos "pardon, pardon" de rigor que siempre me recuerdan que al menos en esa ciudad pervive la elegante mecánica de las disculpas, que no es otra cosa que la constatación de que se ha visto al otro.
Aquel libro me pareció idéntico al mundo: bello, triste, cruel
Pensé por unos instantes: habrá un día en que nadie sepa que una vez existieron lugares que se llamaban librerías. Pero pronto cambié ese fuerte pesimismo por uno más suave cuando me fijé en un libro del dibujante y escritor Frédéric Pajak. Lo hojeé y me pareció un libro extraño. Vi que se trataba de una versión "corregida y aumentada" de La inmensa soledad, libro ya editado en 1999. Su subtítulo me llevó a arrojarme sobre él antes de que cualquier otra mano ansiosa me lo arrebatara: Con Friedrich Nietzsche y Cesare Pavese, huérfanos bajo el cielo de Turín.
Una semana antes, había pasado unos días en el Bajo Piamonte, en la tierra de Pavese, zona famosa por sus vinos y trufas. Y había terminado en la ciudad de Turín, que me había impresionado por su sobria belleza, racionalidad, armonía arquitectónica, arcadas inmemoriales, extrema seriedad. No es pues tan extraño que literalmente me hubiera arrojado sobre el libro triste de Pajak. En esa ciudad del norte de Italia tan contenida como elegante, en realidad bastante francesa por la larga sombra de los Saboya, me había llamado la atención también la serenidad de su vida cotidiana, que se intuía como un peligroso creador de imprevistos dislates o de sobrecogedores estallidos de locura como el de Friedrich Nietzsche cuando en diciembre de 1889 salió de su hotel y en la esquina de Via Cesare Battisti con Via Carlo Alberto se abrazó al cuello de un caballo que era castigado por su dueño y lloró. Ese día se rompió en Nietzsche la lábil frontera que separa la racionalidad del desvarío. Ese día el escritor se alejó definitivamente ya de la gente. Dicho de otro modo: se volvió loco. Aunque, según Kundera, tal vez lo que se limitó a hacer Nietzsche fue pedirle al caballo disculpas por Descartes.
Italo Calvino, turinés de adopción, vio en esa ciudad geométrica y perfecta una invitación al vigor, a la linealidad, al estilo, a la lógica. Pero añadió: "Turín invita a la lógica, y ésta abre el camino a la locura". Al añadir esto, debió de pensar en Nietzsche, pero también en la leyenda negra de la ciudad, que viene siendo telón de fondo de una sucesión de suicidios de literatos: Giovanni Camerana en 1905, Emilio Salgari en 1911, Cesare Pavese en 1950. Más tarde, aunque Calvino no lo sabía cuando escribió aquello, Primo Levi en 1987, o Franco Lucentini en 2002.
Cuando salí de la librería Tschann, había aparecido el sol y algunos cafés del bulevar lucían magníficos. Me senté en la galería circular de La Rotonde y espié a tres matrimonios mallorquines que desayunaban con sonoro apetito y que, al abandonar el café, no pararon de decir "pardon, pardon" a los camareros, como si sintieran nostalgia de la educación de otros días. Cuando me quedé solo en la soleada galería hojeé La inmensa soledad y me fui adentrando, a través de la transcripción visual y escrita de Pajak, en las historias de orfandad del propio dibujante, así como en las de Nietzsche y Pavese, los dos grandes seres trágicos que en la sensata y santa ciudad de Turín conocieron el camino de la locura y de la muerte.
En un momento determinado, me pareció que se apoderaba de mí la atmósfera geométrica de mis recuerdos italianos y al final aquel libro que llevaba por subtítulo Con Friedrich Nietzsche y Cesare Pavese, huérfanos bajo el cielo de Turín me pareció idéntico al mundo: bello, triste, cruel. Traté entonces de comprender unas palabras de Pavese ("Quien te espera es un dios nocturno. No temas") y acabé remontándome a los días pasados en el Bajo Piamonte, zona célebre en otros tiempos no sólo por sus trufas y vinos sino por las crisis de desesperación que aquejaban endémicamente a las familias de payeses, pues no había semana en que los diarios no dieran la noticia de un agricultor que se había ahorcado. Y después recordé las circunstancias que llevaron a Nietzsche a la locura, pero también a la intuición o descubrimiento de que las obras de arte del futuro serían narraciones irónicas que pondrían en pie ya sólo simulacros de tragedias: dramas fundados, por ejemplo, en la heroicidad de lo insignificante. Cuando eso ocurriera (intuyó perfectamente Nietzsche en su momento), la novela necesitaría de la filosofía para recobrar un mínimo de trascendencia. Y en eso es posible que andemos ahora todos, exactamente en aquello que intuyera aquel que en Via Carlo Alberto lloró por un caballo. Aunque es indudable que esa gran perspectiva de sombra de la filosofía sobre la novela habrá que seguir compartiéndola y sufriéndola a diario con noticias repetitivas creadas por la ansiedad del mercado ("la explosión del libro digital en Estados Unidos", por ejemplo), noticias que nada tienen que ver con el porvenir de la narrativa y menos aún con esa sombra de la filosofía y el dios nocturno que va creciendo en el solar de la novela y que un día -nada hoy me invita a la lógica- la salvará, seguro; la salvará volviendo a llorar por un caballo, y por mucho que a su lado sigan los pájaros del negocio digital y los best-sellers cantando.
www.enriquevilamatas.com
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