Lo más real de Goethe
Hablamos demasiado. Deberíamos hablar menos y dibujar más". Irónicamente, quien esto escribió fue un maestro de la escritura, uno de los grandes de la literatura universal, Johann W. Goethe (Francfort, 1749-Weimar, 1832). El autor de Fausto llevó dentro de sí durante toda su vida el veneno del arte. Su "eterna necesidad de la naturaleza" le impulsó a dibujarla. A los 25 años, un autor consagrado gracias al éxito de Las desventuras del joven Werther, se debatía entre la exaltación y la desesperación, entre la poesía, el drama y el dibujo. Buscaba el arte con desesperación. Necesita sacar su veta de artista y comienza a aprender la técnica de la pintura al óleo en el taller del maestro Nothnagel, en Francfort. "Las artes plásticas", escribe en 1773, "me tienen cogido casi por completo. Lo que leo y lo que hago es por ellas y día a día percibo mejor cuánto más valioso es dirigir la mano a lo más diminuto y elaborarlo que dedicarse a dar cuentas a otros de la perfecta maestría que uno tiene".
El joven Goethe hubiera dado casi cualquier cosa por haber pasado a la historia como artista pero el destino le reservó otra credencial. Frente a la locura, él anteponía la belleza, lo real, lo característico. Admiraba a Rembrandt, pero militaba en la autolimitación del artista: "Aquello que el artista no ha amado, aquello que no ama, no lo debe describir, no lo puede describir...". Goethe dibujaba cuanto veía pero, como escribe a Charlotte von Stein en 1776, conoce cuál es su techo: "Noto con demasiada claridad que nunca llegaré a ser artista". Se equivocó.
Goethe dibujó durante toda su vida. Su casa-museo en Weimar atesora centenares de sus obras. Una selección de ellas se expone ahora en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Setenta y cinco obras que recogen dibujos de naturaleza y de sus viajes por Suiza e Italia. Una exquisitez con joyas únicas, como el facsímil de un pequeño libro de viajes, un poema visual dedicado a C, la princesa Carolina de Weimar, que jamás había salido de Alemania. Javier Arnaldo, conservador del Museo Thyssen y comisario de la muestra, señala la singularidad de la exposición: "Nunca se había hecho nada sobre el Goethe paisajista. Hizo muchísimos dibujos, de los que mostraremos 75, pero ésta es una selección mínima de su trabajo. En Weimar se conservan alrededor de 2.500, de los que dos tercios de ellos son paisajes".
Goethe siempre trabajó con artistas, apreciaba su cercanía que le servía para enriquecer su trabajo o para pedirles algún apunte que luego él recrearía. Con uno de sus amigos, el pintor Heinrich Meyer, realizó algunos bocetos a cuatro manos. En su viaje a Italia, Goethe introdujo en sus dibujos las enseñanzas recibidas de Jacob Hackert. Emplea diferentes técnicas, la aguada, acuarela, tinta, lápiz. Logra nuevos elementos de sombreado, de luminosidad y consigue algunos de sus dibujos más tristes porque están cargados de espontaneidad, algo poco habitual en el escritor alemán. El Goethe de esa etapa italiana es un precursor de la pintura de paisajes románticos. Italia, Nápoles, le proporcionan inspiración, ruinas y campo, la historia y lo real. Se adelanta en casi treinta años a las grandes obras de Caspar Friedrich, el artista romántico por excelencia.
En la exposición, Arnaldo ha querido mostrar el contraste, la noche con las nubes, la ciencia con los poemas. "He buscado las polaridades porque es un principio que Goethe siempre anhelaba". Observando los dibujos se aprecia la admiración que éste sentía por los pintores holandeses, su pasión de juventud. En los últimos años, en cambio, sus dibujos registran influencias francesas de Claudio de Lorena, algo que el escritor reconoció abiertamente.
"Por encima de cualquier otro fue el ojo el órgano con el que comprendí el mundo", escribe en Poesía y verdad. Goethe se siente lleno de arte, de naturaleza. Sube hasta la cima de montañas, como el San Gotardo, el Brocken, el Mont Blanc; realiza estudios de bosques, de rocas. Es un "cazador" de cuadros. Tiene una mentalidad científica pero es también un observador y un artista de la naturaleza. Cuando en 1786 inicia su Viaje a Italia, dibuja de una forma absolutamente increíble el Danubio. "No hay precedentes en el paisajismo sobre esta forma de representarlo", afirma Arnaldo. "Mi ojo se educa increíblemente y mi mano no debe quedarse atrás del todo", escribe desde Italia. Y su trazo se vuelve delicado plasmando las vistas de Venecia, de Roma, la villa Médicis, el lago Albano, Castelgandolfo... más que copiar de memoria paisajes, ejecuta ya composiciones del natural. Dibujar, como escribió a Humboldt, sacaba en él "lo más real".
Cuando llega al sur de Italia, Nápoles y Sicilia transforman su mirada. El volcán Etna le atrae como un imán. La espuma de las olas le fascina. Realiza apuntes de una tempestad en el mar, camino de Sicilia. Sus dibujos adquieren tintes del paisaje clasicista francés. "Me tomo muchos esfuerzos en suprimir mi forma alemana, tan estrecha de miras", escribe a Charlotte von Stein desde Roma. Cuando Goethe toma entre sus dedos el lápiz lo hace con tal entusiasmo que podría agujerear el papel si no fuera por su educación exquisita. Su conocimiento del paisaje es ya enciclopédico. Nada se le escapa. Capta exultante los tonos del arco iris. Está en pleno proceso de elaboración de su teoría de los colores, pero a la vez estudia botánica y mineralogía. Pinta rocas y canteras, cuevas y valles.
La exposición se cierra con un grupo de dibujos de los años 1810-1811, que Goethe seleccionó para realizar una edición de grabados acompañados de sus poemas. Texto e imagen unidos, o "una ayuda conveniente con palabras". Es el colofón. La hazaña del poeta que se siente de forma vehemente un artista plástico.
Goethe, dibujos de paisajes. Círculo de Bellas Artes de Madrid. Del 31 de enero al 6 de abril.
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