Edipo y familia
Edipo, una trilogía, el nuevo espectáculo de Georges Lavaudant (se estrenó en el Matadero, ha recalado cinco días en el Grec y se verá en Mérida del 12 al 16 de agosto) es un reto-remix: contar la saga de los Labdácidas (Edipo rey, Edipo en Colono y Antígona) en dos horas y cuarto. Hará dos o tres años, Pasqual realizó una operación similar, Edipo XXI, que algunos maliciosos rebautizaron como Edipo XXL. "El peligro de la tragedia", dice Lavaudant, "es el pathos. El actor no tiene que aportarlo: la violencia, las emociones, ya están en el texto". Bien está, desde luego, no desmelenarse ni aullar a cada dos frases, pero un poco menos de hieratismo y un poco más de voltaje emocional no le hubiera venido mal a este espectáculo, por otra parte cuajado de resoluciones admirables. Para empezar, la traducción y la clara (aunque microfoneadísima) dicción de los intérpretes. La espléndida versión es un trabajo de ida y vuelta, a cuatro manos. Daniel Loayza ha vertido el texto de Sófocles (de un lirismo seco, antisentimental) del griego al francés, y Eduardo Mendoza del francés al castellano. Las palabras brillan sin tintinear, como piedras bruñidas por el agua y recalentadas por el sol. Jean Pierre Vergier firma escenografía y vestuario. Un cine abandonado, una pantalla, sillas de terciopelo rojo, un proyector que parece una máquina de guerra. Imágenes en blanco y negro. Una ciudad de altos edificios, vacía, con perros vagando por las calles. De cuando en cuando aparecen estampas incongruentes, como si se les hubieran mezclado las diapos: un cenicero con colillas humeantes, una tacita de café sobre un mapa de Grecia: Lavaudant sabrá. El rostro de Tiresias (Miguel Palenzuela, un tanto campanudo) se agranda sobre el muro del fondo. Por suerte, el director no abusa de ese recurso.
La puesta en escena de Edipo Rey es la más clásica de las tres piezas. ¿Qué decir de Edipo a estas alturas? El primer texto policiaco de la historia. Trama perfecta, conclusión sublime: el investigador descubre que es el asesino. Su motor es la indagación: poco más puedes hacer cuando tienes a Apolo de culo. Salvo arrancarte los ojos, claro. Eusebio Poncela lleva a cabo el mejor trabajo que le he visto en teatro; eso tampoco quiere decir que me enloquezca. Está sobrio, contenido, y lidia exitosamente con un aluvión de texto, aunque no logra desprenderse del todo de su habitual afectación. A veces se muestra enfático, subrayante, o se le escapa una gestualidad entre kabuki y Pavlova. Revolea una mano, muy lento, como si estuviera a punto de cantar una copla. (A ciegas, de Miguel Poveda, le habría ido de perlas). Rosa Novell compone una Iocasta breve y sensatísima ("No menees más el asunto, anda", sería su mensaje), pero su grito final, más bien colocado que un "olé" flamenco, hiela el infierno. Luis Hostalot y Fernando Sansegundo, los pastores que revelan el busilis, están igualmente impecables. El suicidio de Iocasta y el desojamiento se dan en off, tras un telón rojo, con un buen efecto de sonido: la presunta cinta de celuloide se sale del proyector. Habría sido bonito que la imagen se quemara, como en Two-Lane Blacktop de Monte Hellman. Lavaudant concibe la segunda parte, Edipo en Colono, como una pesadilla expresionista. En la pantalla flotan nubes oníricas y rostros fantasmales, una cosa entre Zulueta y Eisenstein. Hay ruidos urbanos, ladridos, bocinazos. Todo está muy oscuro, quizás porque estamos en el territorio de las Euménides. Lo peor de Edipo en Colono es que se trata de una tragedia sentada. Poncela, menos redicho que en el primer tramo, no abandona el respaldo de un árbol abatido. Desde allí evoca, maldice, y pasa visita. Pocas cosas suceden. Lo importante es lo por venir: Eteocles y Polinices van a liarse a espadazos y cada bando quiere tener al viejo de su lado. Entre la falta de luz y la reducción del texto, cuesta reconocer a Teseo (Sansegundo), a Creonte (Pedro Casablanc) un poco menos, porque le hemos visto antes, y a Polinices (Críspulo Cabezas) al cabo de un rato, porque tiene un mechón semipunki. Antígona (Laia Marull) e Ismene (Noelia Benítez), las hijas de Edipo, están muy tiesas, como si se reservaran para la tercera parte. Rosa Novell reaparece como narradora para resumir el follón dinástico y contarnos el final de la historia, con traje sastre y palabras un poquito remascadas. Hay una pausa de diez minutos y llega Antígona, que es la que realmente me atrapa porque tiene verdadera tensión dramática: voluntades enfrentadas y actos volitivos sin excusa, o sea, sin echarle la culpa a los dioses. Todos quieren algo del otro, todo es imperioso. Y la ley dictada frente a ley eterna no es un concepto abstracto sino una cuestión de vida o muerte: si Antígona entierra a Polinices le dan mulé. Lavaudant siembra aquí el escenario de elementos innecesarios (un teléfono, un secador de peluquería bajo el que Ismene lee una revista, una tele frente a la que la reina Eurídice -Novell again- se amodorra dándole al frasco, etcétera), pero la estructura está muy bien ceñida en una serie de careos formidablemente escritos, traducidos, ritmados e interpretados: Antígona/Ismene, Guardián/Creonte, Creonte/Antígona, Hemon/ Creonte, Tiresias/Creonte, y el soliloquio desgarrador y final del tirano. Si fuera una canción de Dylan, sería This Wheel's On Fire, rodando cuesta abajo, imparable. Pijotadas escenográficas aparte, lo que aquí importa es lo que se dice y cómo se dice. Pedro Casablanc/Creonte (¡qué voz, qué autoridad!) y Laia Marull, vehemente Antígona, están soberbios, de largo los mejores de la función, casi dos héroes shakespearianos, porque saben que los dos tienen razón. Creonte pringa más porque su voluntad de poder absoluto le ciega sin necesidad de vaciarse las córneas. Noelia Benítez (Ismene) clava sus parlamentos, Críspulo Cabezas está mucho mejor como Hemon (hijo de Creonte, novio de Antígona) que como Polinices, Hostalot (Guardián) da el do de pecho, y Palenzuela, de nuevo Tiresias, se sacude el deje antañón, posiblemente harto de que no se tomen en serio sus profecías.
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