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Columna
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La rama de Europa

Desde los ventanales del hotel Intercontinental de Budapest se asiste al navegar del río Danubio. Es un acontecimiento, un espectáculo que sucede entre recuerdos, palacios imperiales y edificios llenos de ambición, que poco a poco se funden en una luz rojiza, cargada sobre las cúpulas de reflejos europeos y de sospechas orientales. Hay barcos fijados al muelle y convertidos en restaurantes. Con la disciplina del ocioso, me dedico a observar un tronco arrastrado por la corriente. Lo veo acercarse, derivar hacia un barco restaurante, besar su proa y resbalar hasta quedarse enredado en la escalerilla por donde subirán los turistas dentro de una hora para vivir la fotografía de una noche inolvidable.

Juego a imaginarme la procedencia de ese tronco que flota a los pies del hotel. Quizá una tormenta en Alemania o en Austria haya provocado la crecida que lo arrancó de la orilla para traerlo hasta Hungría. Quizá cuando los camareros separen sus ramas de los cables de la escalera pueda continuar camino, siga hasta Serbia y mantenga su rumbo para desembocar en el Mar Negro. Pero no ha hecho ninguna tontería al detenerse en Budapest, la ciudad más hermosa del Danubio. Un paisaje orgulloso, de vocación imperial, colecciona fulgores pasados y los pega en el nervio de los países que buscan con brío las nuevas formas de la economía. Hay, por supuesto, muchas sugerencias para la curiosidad turística.

Visité un extraño lugar al que en la ciudad se llama el Parque de los Horrores. Allí han ido a parar las antiguas estatuas del régimen soviético. Los líderes, los grandes nombres de la revolución que fueron alejados de sus plazas y su gloria, han acabado en este parque. Las botas de Stalin, último resto de una figura solemne destruida por una población que buscaba su libertad, han llegado a convertirse en atracción turística. No es una experiencia única. En las tiendas de souvenirs que hay en la fortaleza, justo en el lugar desde donde mejor se ve el paso del Danubio por la ciudad, venden condecoraciones soviéticas, cruces gamadas, cabezas de Lenin, estatuas de la Libertad, gorras militares y toda clase de símbolos uniformados. La historia convertida en costumbrismo del siglo XXI, el pasado en forma de souvenir.

La sensación es inquietante, no sólo porque resulten macabros algunos emblemas de la crueldad transformados en chucherías de turismo, sino porque contagian la sensación de que la historia europea, con sus ilusiones y sus errores, con sus conquistas emocionantes y sus fracasos ignominiosos, es ahora un souvenir. Si comparamos el ideal ilustrado que ennobleció la cultura occidental, con el imperio actual de los bancos y las instituciones financieras, los carnavales políticos, las leyes de extranjería, el deterioro de la legislación de menores, donde el sueño pedagógico es sustituido por la mano dura como vía de futuro, la disolución del Estado y de los espacios públicos, comprendemos que muchos de nuestros valores son simples souvenirs, palabras o ideas convertidas en juguetes para colocar encima de un aparador.

Ya se sabe que el mercantilismo estaba escondido bajo las palabras más nobles de la modernidad. Pero esas palabras eran importantes, y significaron una oportunidad, y produce una melancolía fluvial que pierdan su sentido bajo las formas más duras de la especulación, como si Abel estuviese condenado siempre a morir en manos de Caín. Caudio Magris, en El Danubio, recordó que la imagen del río sirvió a los enciclopedistas para encarnar el significado del entusiasmo que se desborda. Hoy en el Danubio flota un tronco, una madera que se niega a hundirse. Por eso bajo al muelle, me acerco al barco restaurante y corto una rama para llevármela a mi casa. Me gustan más los recuerdos que los souvenirs. No son los mismo, aunque la Academia indique lo contrario.

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