Leyes
Es una sensación que todos conocemos, y que a todos, alguna vez, nos ha nublado la inteligencia o los sentidos. De pronto, el mundo es una ciénaga hostil y sembrada de enemigos. De pronto, la realidad se opone con bloques de granito, montañas, océanos encrespados, espinas y ácido a la consecución de mis deseos. De pronto los otros, la muchedumbre inmensa de esos entes anónimos que se desdibujan en las ventanillas de los autobuses, se han vuelto unánimemente contra mí y el universo se divide en dos categorías tajantes: yo mismo y todos los demás.
Con ese acorralamiento empiezan muchas cosas. Unos se hacen santos y se van a lo alto de una columna; otros fundan partidos más o menos radicales; otros, dotados de menos imaginación o talento, sencillamente se empotran en su cuarto y empiezan a destilar veneno, a mimar su inquina contra la humanidad como quien cuida de un invernadero, a planear formas de venganza disparatadas que poco a poco, de modo casi inadvertido, van abandonando el limbo de la imaginación para ingresar en la realidad más doméstica y brutal: estos son los que luego la emprenden a tiros desde el alféizar de su ventana o atropellan a mujeres en los pasos de peatones porque el sistema les ha maltratado. Es lo que le sucede también a José Eugenio Arias, este señor del asador de Marbella que ve una conspiración judeomasónica en el hecho de que le cierren el local por no acatar las normas de sanidad. Morirá matando, ha declarado a los medios, y yo me lo creo. Quién es el universo, a ver, para llevarle la contraria a él.
Esta civilización en que vivimos ha exaltado hasta tal magnitud el éxito personal y la victoria individual sobre los obstáculos que la frustración ha desaparecido literalmente de sus mapas. No se la menciona, nadie dice que está ahí; y, lo que es peor, si aparece nadie nos informa de cómo reconocerla o gestionarla, de qué hacer con ella.
En cuanto alguien se va al paro, o pierde el coche en un embargo, o no se marcha de vacaciones a una estación de esquí, no puede mandar el niño al colegio bilingüe de moda, no consigue a la rubia de los muslos de oro, comparece el chivo expiatorio más cómodo de todos: esa entidad neblinosa que llamamos el sistema. El sistema tiene la culpa. El sistema me niega lo que concede a otros. Esos otros son el sistema: esos otros que sí tienen coches y rubias, y niños que hablan inglés con corbata, esos otros a los que les da igual que yo no triunfe, que no obtenga el triunfo que por derecho me pertenece. José Eugenio Arias, el hombre del asador de Marbella, tampoco comprende que la realidad no está hecha de chicle y que no tiene por qué plegarse a la presión de sus músculos. No comprende, o nadie se lo ha explicado, que convive con millones y millones de personas que no son él mismo, que esas personas tienen necesidades, pareceres, gustos y orientaciones distintos a los suyos, y que para que unos y otros no colisionen o simplemente puedan coexistir, han de trazarse rayas de tiza en el pavimento que se llaman leyes. Pero a José Eugenio Arias le dan igual las leyes. Él ha venido a la Tierra a cumplir sus proyectos, y no va a permitir que una conspiración de politicastros empeñados en hundirle el negocio reduzcan su voluntad todopoderosa al tamaño de un pistacho, él, que se ha enfrentado, o eso dice, a mangantes y terroristas.
Se trata, como todos, de un problema de educación: nadie le explicó a este señor en su día que todos los juguetes de la guardería no eran para él. Y cuando no puede conseguir el sonajero del vecino, la culpa es del sistema. Y aquí me mato yo pero me llevo a todos los niños por delante, faltaría más: por un sonajero.
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