Gramática de la desigualdad
Nuestro inconsciente lee los textos a una velocidad de vértigo, modifica el mensaje en el trayecto y extrae conclusiones erróneas acordes con nuestros pensamientos más íntimos. La preparación cultural o intelectual no nos pone a salvo de esta operación manipuladora sino que incluso la torna más peligrosa porque la adorna con el prestigio del saber y el conocimiento.
El filósofo Enrique Lynch, en su artículo Revanchismo de género, publicado en este mismo diario, ha dado una muestra ideal de este retorcimiento del mensaje. Su artículo sólo sería uno más de la larga lista de lamentos por la pérdida de la supremacía masculina, si no estuviera revestido de una perversa analítica. Confiesa el autor su alarma ante la campaña contra la violencia de género en la que una joven -y en su opinión altanera muchacha, retengan el adjetivo-, afirma que: "De todos los hombres que haya en mi vida, ninguno será más que yo". De esta frase deduce que la mujer española tiene, o ha tenido, muchos hombres. No tiene en cuenta que el modo subjuntivo en el que está redactado el texto es una forma virtual de la lengua que expresa posibilidad y probabilidad. Más revelador es el significado sexual que el autor otorga a que un hombre "esté presente en la vida de una mujer", eludiendo por completo otras presencias masculinas como los padres, hermanos y amigos. Emerge, así, el fantasma de la libertad sexual de la mujer, convertida aquí en promiscuidad femenina, verdadera piedra de toque de la violencia de género.
Añade que al afirmar que "ningún hombre ha de ser más que una mujer", se está forzosamente proclamando que ha de ser menos o inferior, en función de no sé qué jerarquía elemental. Aquí aparece con claridad la gramática de la desigualdad, que se expresa con elipsis y supresiones, con temores y prejuicios. Olvida el autor (¿quizá no estudió gramática en su momento?) que entre la superioridad y la inferioridad hay un hermoso territorio llamado igualdad.
Para alcanzar las costas de esa tierra, cada año miles de mujeres cruzan a nado, o en la frágil patera de sus modestos sueños, un océano embravecido de obstáculos, sombras y fantasmas. Atraviesan un enorme mar de incomprensión y de silencios, de una mal llamada cultura milenaria de discriminación todavía alimentada por la pluma irónica de sesudos comentaristas que citan a Nietzsche y convierten en culpables a las víctimas. Sesenta y siete mujeres han muerto este año en esa costa de la muerte poblada de neomachistas de guante blanco que juegan con las palabras, bromean en los bares o teorizan sobre la maldad de las nuevas mujeres liberadas.
El tramo de edad con mayor número de víctimas no llega a los treinta años, lo que nos habla de la vitalidad de la violencia entre los hombres más jóvenes. Precisamente son estos los más vulnerables a estas nuevas teorías sobre el revanchismo de las mujeres y la provocación que supone su libertad sexual. Los pilares de esta nueva gramática de la desigualdad se están construyendo ahora aunque con materiales de derribo de la vieja filosofía sobre el resentimiento del débil y el revanchismo de las víctimas. Se escribe -como toda literatura de la desigualdad- faltando a la verdad, culpabilizando a los inocentes, construyendo eternos mitos de mantis religiosas devoradoras de hombres y esquilmadoras de su masculinidad.
En el momento del crimen, el asesino está solo con su puñal, con su pistola, la piedra o el martillo. Parece un delito solitario: su rencor y él, un ajuste de cuentas privado, un impulso irrefrenable. Pero no es así. Clava, golpea, dispara con toda la furia acumulada de sus cuentos infantiles, de sus héroes salvadores, de sus mitos destronados, con el convencimiento de que él no es el verdugo, sino la víctima de la libertad de las mujeres.
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