Demolición
Resulta insólito que personas que se hicieron sus casas de manera ilegal a sabiendas exijan ahora su legalización. Si ocurriera así sería una bofetada para quienes construyeron con todos los permisos y los papeles en regla. Un desaire a quienes cumplen la ley: es más barato y mejor hacer las cosas mal porque a la larga te lo arreglan. Si se generaliza esta salida es posible que nadie quiera pagar impuestos porque luego alguien lo va a perdonar. Nadie pida licencia de apertura si luego las van a conceder con carácter retroactivo. Conculcar la ley es fácil, barato y no tiene consecuencias. Cumplirla es de idiotas. Por si fuera poco, los infractores se ponen estupendos con las exigencias: que si han pasado cuatro años, que si no se pueden consentir los derribos, que los ayuntamientos tienen la obligación de arreglar calles, alcantarillado, recoger la basura, dar luz y agua. El infractor es osado porque sabe que al final gana.
La cuenta es más o menos así: una vivienda ilegal es un problema administrativo, 100 viviendas ilegales son un problema urbanístico, 1.000 viviendas ilegales son un problema político. Así que se da solución política, se mira para otro lado por la cantidad de funcionarios, notarios, arquitectos, aparejadores y constructores que colaboraron en el fraude y se busca el apoyo político de quienes han infringido la ley. Los que cumplen con la norma no crean plataformas, no se manifiestan, no cortan calles, no van a los plenos y no exigen. Simplemente cumplen con su deber. Lo que no hacen los alcaldes y concejales que legalizan o quieren legalizar las tropelías. Y si un alcalde quiere tirar alguna casa, son capaces de perseguirlo: habrase visto semejante desfachatez, querer que se cumpla la ley, como si fuera un servidor público. Es lo que se ha venido en llamar pragmatismo, que en el fondo no es más que calderilla política. El infractor es como el defraudador, como el delincuente: nunca tendrá suficiente y nunca apoyará gobiernos honrados. Por si fuera poco, la infracción urbanística es el caldo de cultivo de cualquier delito. Un fraude lleva a otro fraude. Y, además, desmoraliza a quien pide permisos, hace proyectos en regla, paga impuestos, cumple con las cargas urbanísticas que establece la normativa.
Como dijo Ángel Núñez, coordinador de los fiscales de Medio Ambiente de Andalucía, es necesario demoler lo ilegal para restituir el orden e impedir el efecto llamada. Si hoy legalizamos, mañana vendrán nuevas viviendas ilegales sean en pinares, en el dominio público marítimo terrestre, en cañadas o en zonas verdes. La gente ya sabe que en 10 o 15 años vendrá un político pragmático, de un partido o de otro, y lo resolverá todo. Los ciudadanos pagarán con sus impuestos lo que tenían que haber pagado los infractores. Los ilegales y los "terceros en su buena fe" tendrán papeles, calles asfaltadas, infraestructuras y se cruzarán como buenos vecinos con quienes han obrado bien desde el principio. Y no se notará la diferencia. Quizás una sonrisa de suficiencia en el listo de la clase, el que sabía que para qué cumplir la ley si al final todo se arregla. Y si alguien se permite el lujo de quejarse, saldrá el españolito indignado, el que pide que nadie se meta en sus asuntos. Es el español que no paga impuestos, el que se escaquea, el absentista, el que tiene invalidez pero trabaja en la economía sumergida. La España del chapú, de lo quiere sin IVA o con IVA, la del engaño y la picaresca, la del dinero negro, la del todo vale, la de la impunidad. De nada sirve tirar Montenmedio si en la provincia de Cádiz puede haber 50.000 viviendas ilegales. Por si fuera poco hay toda una economía sumergida dedicada a la construcción ilegal, empresas que saben hacer las cosas rápido y que saben que todo es un negocio. Esa España avanza a pasos agigantados. Los españoles decentes sólo tienen a sus conciencias porque sus gobiernos los han abandonado y los tribunales son indolentes.
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