No es eso
En las necrológicas de Joaquín Soler Serrano se ha destacado con justicia al entrevistador, al locutor, al narrador para los medios capaz de mantener una conexión durante horas o propiciar una conversación en pantalla sin decaimiento. A Soler Serrano lo conocí en un pasillo de TVE en Sant Cugat cuando salía de dar una breve entrevista a Susanna Griso. Ya andaba retirado y, al sorprenderse de que alguien tan joven como era yo entonces lo conociera y hasta reconociera, le expliqué que mi madre no fallaba nunca en su cita con A fondo, en 1976. Programas así, y luego la popularización de las conferencias en centros culturales, significaron la única escuela para toda una generación cuya infancia la guerra partió en dos, dejándolos al otro lado de los estudios y de tantas otras cosas. Generación, particularmente de mujeres, que jamás transmitieron el mínimo rencor por su mala suerte, sino que siguen, en muchos casos, contagiando sus entusiasmos, en el ejemplo del saber vivir más cercano y menos valorado de cuantos podemos presenciar.
Soler Serrano me dijo que el secreto de aquellas estupendas entrevistas estaba en saber escuchar y, por documentado que estuviera, no imponer a la conversación ningún rigor. Pese a aquellos cortinajes y sillas giratorias, aquel blanco y negro ala de mosca, la intensidad de las conversaciones son un ejemplo de televisión. Se disfrutan en la edición en DVD y en rincones accesibles de la Red. Aprendías a admirar a Cela o Dalí o Pla, porque sonaban distinto en una España gris; eran irreprimibles, brillantes. El plano podía aguantarse en ellos o Cortázar o Borges o Rulfo durante dos y hasta tres minutos, sin picarlo ni variarlo. ¿Dónde queda todo eso hoy? Soler Serrano era tentativo, a veces previsible, siempre despierto, apacible, a la altura de un espectador modesto, curioso, no erudito. Pero no era eso, no es eso. Lo importante es que entonces salir en televisión era un instante elegido, un reto también para el personaje, un examen popular, jamás un accidente, un atraco, un peaje. El entrevistado aceptaba que la exigencia era mutua y ponía rigor en las respuestas, precisión en el lenguaje, sentido del ritmo, porque todo estaba dispuesto para escucharlo, para dejarlo expresarse. No había prisa.
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