Haití
Qué difícil es sentarse a escribir de algo cuando suceden catástrofes como las de Haití. Qué ridículas todas las querellas, cuando la naturaleza golpea con tal fuerza y nos recuerda lo poco que somos. Y sin embargo, el periódico sale y cada uno cumple con su minúscula labor, ésa es nuestra defensa contra el horror. Desde que llegaron las primeras noticias del terremoto, las agencias de prensa y los medios de comunicación han tratado de representar la desgracia humana, han peleado por acercarla, por hacerla nuestra. Así, la lejanía del lugar, la pobreza de las víctimas, toda esa distancia emocional puede ser pulverizada por la información. Los noticiarios de ayer y de hoy traen un reguero de imágenes asombrosas que convierten la tragedia, por qué no decirlo, en un fenómeno doloroso pero fotogénico.
A menudo, la gente se pregunta cómo un fotógrafo o un reportero pueden abstraerse de lo que retratan y salir indemnes de aquello que captan con su cámara. Se parecen a esos cirujanos que operan un corazón abierto tratando de esmerarse en la técnica, sin dejar que los sentimientos infecten su profesionalidad. Para muchos es cruel, pero es sencillamente el oficio de acercar a los que están más lejos la realidad cotidiana del desastre. Son imprescindibles.
El peligro que corremos tras la torrentera de imágenes es el de la banalización, el efectismo sin sustancia, el abuso de la emoción, hasta degenerar en la indiferencia. Hay demasiadas pantallas, demasiadas ventanas, para que cualquier suceso no pase a ser carnaza, alimento del morbo y finalmente una vulgaridad. La repetición, la carencia de contexto, pueden pervertir una imagen hasta su vaciado. Ayer se emitían, en bucles sin fin, imágenes demoledoras a espaldas del locutor o la presentadora, como un forillo, un relleno, convirtiendo el horror en un mero elemento decorativo. Esas imágenes, algunas espectaculares, deben tratarse con mimo y cuando no cumplen la función básica para la que fueron tomadas preservarse como un tesoro. Es un oficio complejo el de informar, cuya virtud reside en la medida exacta. No se trata de ordeñar la vaca del dolor ajeno provocando un chaparrón emotivo, sino de excitar aquella neurona que nos hace más conscientes del lugar que el ser humano ocupa en el universo. Nos deja más tristes, pero mejor informados.
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