Culebrones
Hace algunos años, este diario me envió a Nueva York. Una ciudad electrizante, en la que vale la pena apurar cada minuto. ¿Qué recuerdo de mis primeros días en Manhattan? Básicamente, que me enganché a Betty, la fea. No para echar media siesta, ni para dejar la mente en blanco. No, no. Para verla. Hecha la confesión, delataré a un cómplice: el gran Ricardo Ortega, un corresponsal veterano de Chechenia y Afganistán, muerto después a tiros en Haití, también consumía dosis de Betty. Siento un gran respeto por el culebrón, uno de los pilares de la televisión popular.
La moderación no es, por desgracia, una de mis virtudes. Al cabo de poco tiempo, Betty me supo a poco y el cuerpo empezó a pedirme emociones más fuertes. La televisión es como la calle: hay de todo. Al poco tiempo, reptaba cada tarde por los más abyectos canales hispanos en busca de culebrones casposos. Aprendí a reconocer la droga dura por la lentitud de los diálogos: como los guiones (o lo que fueran) se escribían sobre la marcha, los actores escuchaban sus frases a través de un pinganillo camuflado en la oreja. Era fantástico. La chica le decía al chico: "Tu madre acaba de morir". El chico se quedaba unos segundos con cara de póquer, atento al pinganillo. Luego soltaba el angustiado alarido que requería la ocasión.
Aquello pasó, por fortuna. Pero ahora estoy descubriendo algo peor: las sinopsis argumentales de los culebrones. No existe nada más intenso. ¿Quieren un ejemplo? Las tontas no van al cielo, nuevo culebrón mexicano de Antena 3. Vamos allá: "Candy decide casarse con Patricio. En su despedida de soltero, Patricio fornica con Alicia, hermana de Candy. Poco después de la boda, Candy les descubre besándose. Candy huye por la playa de Acapulco y llega a Guadalajara, donde se refugia en casa de su tío Meño, homosexual repudiado por la familia. Candy descubre que está embarazada de Patricio. Su familia la cree muerta. Candy se enamora de Santiago, cirujano plástico casado con Paulina, y..." Uf.
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