Un reportero con las mejores cualidades del oficio
Curioso y desconfiado, tímido y tenaz, soportó duras amenazas por investigar a narcotraficantes
Peru Egurbide fue un periodista atípico. Podía haber sido músico (estudió piano, una carrera truncada por un accidente que le dejó sordo de un oído) o directivo de un banco (se licenció en Económicas y Derecho por la Comercial de Deusto). Pero decidió ser periodista, quizás movido por una insaciable curiosidad y una temprana y profunda desconfianza ante todo lo que le rodeaba y le decían. Siempre quiso ver y analizar las cosas por sí mismo, sin dejarse impresionar ni por autoridades ni por cuentistas. Son, probablemente, las dos mejores cualidades para ejercer este oficio y Peru siempre las tuvo y aplicó a manos llenas. Peru era desconfiado, es cierto, pero también un hombre profundamente tímido, delicado, cariñoso y decente. Quizás daba bufidos a quienes trabajaban con él, pero nadie podrá decir que no les cayeran por igual a subordinados y a superiores. Era, está dicho, un hombre decente.
Egurbide se incorporó a EL PAÍS en 1984, después de haber sido corresponsal de Diario16 y Cambio16 en Bruselas y en Londres, y desde el primer momento dejó claro lo que era: un periodista fundamentalmente serio, individualista, poco dado a convertirse en el protagonista de nada, un lobo solitario, que no se molestaba en recordar a los demás su gran historia profesional.
Pocos en la redacción de EL PAÍS saben que fue uno de los periodistas más gravemente amenazados en nuestra historia (desgraciadamente, junto con algunos compañeros del País Vasco) porque se empeñó en llevar adelante una minuciosa, arriesgada y tenaz investigación sobre un narcotraficante latinoamericano y sus conexiones en Madrid y Galicia. Egurbide soportó sin aflojar en su trabajo ni un instante el envío de pequeñas cajas con ataúdes, la seguridad de que le estaban siguiendo y fotografiando, llamadas y advertencias directas y encubiertas hasta que el propio Ministerio del Interior advirtió a la dirección del periódico del enorme riesgo que corría el periodista.
Para contrarrestar el peligro no se le ocurrió más que incorporarse al equipo de enviados especiales que cubrió la primera guerra del Golfo. Desde Jerusalén, contó el pánico de la población civil a los misiles scuds, la angustia de los prolongados encierros con la máscara antigás a mano... y la desinformación organizada por las autoridades israelíes.
Cuando volvió, la amenaza de los narcotraficantes seguía en pie y, finalmente, en junio de ese mismo año, 1991, el director, Joaquín Estefanía, decidió trasladarle, de manera casi oculta, a Roma. "Yo fui el primer corresponsal clandestino de la historia del periodismo", se reía Peru, encantado del sistema que encontró para garantizarse un poco de seguridad extra: alquiló un apartamento en la misma casa en la que vivía un famoso senador italiano, protegido por la policía local.
Egurbide fue feliz en Italia. Probablemente porque por encima de todo amaba la música y el arte e Italia era capaz de colmar todas esas ansias. La recorrió de arriba abajo y la quiso pueblo a pueblo. La contó en sus crónicas, con exactitud, pero también con mucha ironía y afecto. Egurbide era de esos corresponsales que creen que tienen la obligación de conocer el país en el que viven y se aplicó a ello durante años.
También creía que el periodismo es un trabajo duro, tenaz e independiente, en el que no hay que quejarse, sino tirar para delante. Jamás se le ocurrió escurrir el bulto. Sus últimos años en España fue un incansable corresponsal diplomático, capaz de subir y bajar de aviones veinte veces en 30 días. Justo ahora se empezaba a plantear la posibilidad de disminuir el ritmo. Yo siempre creí que terminaría siendo nuestro mejor crítico musical. Lo hubiera sido sin esta enfermedad y sin esta cruel mala suerte.
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